30 años de la muerte de Natalia Ginzburg
Hoy se cumplen treinta años de la muerte de Natalia Ginzburg, una de las voces más importantes de la literatura italiana y una representante de la resistencia antifascista. La recordamos con un texto en el que reflexiona sobre su oficio de escritura, y con una nota de Juan Forn, que la recordaba en una contratapa de Página 12, en diciembre del año pasado.
Mi oficio - Natalia Ginzburg
Mi oficio es escribir, y yo lo conozco bien y desde hace mucho tiempo. Confío en que no se me entenderá mal: no sé nada sobre el valor de lo que puedo escribir. Sé que escribir es mi oficio. Cuando me pongo a escribir me siento extraordinariamente a gusto y me muevo en un elemento que me parece conocer extraordinariamente bien: utilizo instrumentos que me son conocidos y familiares y los siento bien firmes en mis manos. Si hago cualquier cosa, si estudio una lengua extranjera, si intento aprender historia, o geografía, o taquigrafía, o si pruebo a hablar en público, o a hacer punto, o a viajar, sufro y me pregunto continuamente cómo hacen los otros estas mismas cosas, me parece siempre que debe haber una forma buena de hacer estas mismas cosas que los demás conocen y es desconocida para mí. Y me parece que soy sorda y ciega, y siento como una náusea en el fondo de mí. Cuando escribo, por el contrario, no pienso nunca que quizá hay una forma mejor de la que se sirven los otros escritores. Entendámonos: yo sólo puedo escribir historias. Si intento escribir un ensayo de crítica o un artículo para un periódico, de encargo, me va bastante mal. Lo que entonces escribo lo tengo que buscar fatigosamente como fuera de mí. Puedo hacerlo un poco mejor que estudiar una lengua extranjera o hablar en público, pero sólo un poco mejor. Y tengo siempre la sensación de estafar al prójimo con palabras que tomo prestadas o que robo aquí y allá. Y sufro y me siento exiliada. Por el contrario, cuando escribo historias soy como alguien que está en su tierra, por caminos que conoce desde la infancia y entre los muros y los árboles que son suyos. Mi oficio es escribir historias, cosas inventadas o cosas que recuerdo de mi vida, pero, en cualquier caso, historias, cosas en las que no entra la cultura, sino sólo la memoria y la fantasía. Éste es mi oficio, y lo haré hasta que muera. Estoy muy contenta de este oficio y no lo cambiaría por nada del mundo. Comprendí que era mi oficio hace mucho tiempo. Entre los cinco y los diez años aún dudaba, y un poco imaginaba que podría pintar, otro poco que conquistaría países a caballo y otro poco aún que inventaría nuevas máquinas muy importantes. Pero desde los diez años lo he sabido ya siempre, y estaba atareada a todas horas haciendo novelas y poesías. Todavía tengo aquellas poesías. Las primeras son toscas y con versos equivocados, pero bastante divertidas; y, sin embargo, a medida que pasaba el tiempo iba haciendo poesías cada vez menos toscas, pero cada vez más aburridas y estúpidas. Yo no lo sabía, sin embargo, y me avergonzaba de las poesías torpes, pero las que no eran tan torpes e idiotas me parecían más bonitas, siempre pensaba que un día u otro algún famoso poeta las descubriría y haría que las publicaran, y que escribiría largos artículos sobre mí; imaginaba palabras y frases de estos artículos y, en mi interior, los escribía yo enteros. Pensaba que ganaría el Premio Fracchia. Había oído decir que era un premio para escritores. Como no podía publicar en volumen mis poesías, dado que no conocía entonces a ningún poeta famoso, las volvía a copiar cuidadosamente en un cuaderno y dibujaba una florecita en la portada, y hacía el índice y todo. Me resultaba ya muy fácil escribir poesías. Escribía casi una al día. Me había dado cuenta de que si no tenía ganas de escribir bastaba que leyera poesías de Pascoli, o de Gozzano, o de Corazzini, para que inmediatamente me entraran ganas. Me salían pascolianas, gozzanianas o corazzinianas, y luego, al final, muy dannunzianas, cuando descubrí que existía también este poeta. No obstante, no pensaba nunca que escribiría poesías toda la vida: quería escribir novelas más pronto o más tarde. En aquellos años escribí tres o cuatro. Una se titulaba Märion o La Gitanilla, otra Molly y Dolly (humorística y policíaca) y otra Una mujer (dannunziana, escrita en segunda persona: la historia de una mujer abandonada por el marido; me acuerdo de que había también una cocinera negra), y, más tarde, otra muy larga y complicada con historias terribles de muchachas raptadas y de carrozas, que me daba miedo hasta de escribirlo cuando estaba sola en casa: no recuerdo nada, sólo recuerdo que había una frase que me gustaba muchísimo y que hizo que se me saltaran las lágrimas al escribirla: «Él dijo: ¡Ah! ¡Isabel se va!». El capítulo terminaba con esta frase, que era muy importante, pues la pronunciaba el hombre que estaba enamorado de Isabel, pero que no lo sabía, pues todavía no se lo había confesado a sí mismo. No recuerdo nada de este hombre, me parece que tenía una barba rubia: Isabel tenía largos cabellos negros con reflejos azules, no sé nada más; sólo sé que durante mucho tiempo me daba un escalofrío de alegría cuando repetía para mí la frase: «¡Ah! ¡Isabel se va!» También repetía a menudo una frase que había encontrado en una novela del apéndice del diario «Stampa», frase que decía así: «Asesino de Gilonne, ¿dónde has metido a mi hijo?». Pero de mis novelas no me sentía tan segura como de mis poesías. Al releerlas descubría en ellas siempre un aspecto débil, algo equivocado que lo estropeaba todo y que me era imposible modificar. Entre tanto, mezclaba un poco lo moderno y lo antiguo, sin lograr situarlas bien en el tiempo: había conventos y carrozas, y un aire de Revolución francesa, y también un poco de policías con porras; y, de pronto, aparecía una pequeña burguesía gris con máquinas de coser y gatos, como se ve en los libros de Carola Prosperi, que no pegaba con las carrozas y los conventos. Vacilaba entre Carola Prosperi y Víctor Hugo y las historias de Nick Carter: no sabía muy bien lo que quería hacer. Me gustaba muchísimo también Annie Vivanti. Hay una frase en los Devoradores, cuando ella escribe al desconocido y le dice: «Mi vestido es marrón». También ésta es una frase que he repetido mucho tiempo para mí. Durante el día murmuraba para mí estas frases que me gustaban tanto: «Asesino de Gilonne», «Isabel se va», «mi vestido es marrón», y me sentía inmensamente feliz.
Escribir poesías era fácil. Mis poesías me gustaban mucho, me parecían casi perfectas. No comprendía qué diferencia había entre ellas y las poesías verdaderas, ya publicadas, de los verdaderos poetas. No comprendía por qué cuando se las daba a leer a mis hermanos, soltaban la carcajada y me decían que sería mejor que me pusiera a estudiar griego. Pensaba que quizá mis hermanos no entendían nada de poesía. Y, mientras, tenía que ir a la escuela, y estudiar griego, latín, matemáticas, historia, y sufría mucho y me sentía en exilio. Me pasaba los días escribiendo mis poesías y copiándolas en los cuadernos, y no estudiaba las lecciones, y entonces ponía el despertador a las cinco de la mañana. El despertador sonaba, pero yo no me despertaba. Me despertaba a las siete, cuando ya no tenía tiempo para estudiar y tenía que vestirme para ir a la escuela. No estaba contenta, tenía siempre un miedo tremendo y una sensación de desorden y de culpa. Estudiaba en la escuela: la historia, en la hora del latín; el griego, en la hora de historia, y así siempre, de modo que no aprendía nada. Durante bastante tiempo pensé que valía la pena, porque mis poesías eran muy bonitas, pero un buen día me entró la duda de que no fueran tan bonitas, y empecé a aburrirme al escribirlas, a buscar los temas con esfuerzo, y me parecía que había acabado ya todos los temas posibles, que había usado ya todas las palabras y las rimas: esperanza-lontananza, pensamiento-viento, misterio-cementerio, añoranza-esperanza. No encontraba ya nada que decir. Entonces comenzó un período muy malo para mí, y me pasaba las tardes manoseando palabras que no me daban ya ningún placer, con una sensación de culpa y de vergüenza respecto a la escuela; jamás me pasaba por la cabeza que me hubiera equivocado de oficio: escribir, quería escribir, sólo que no comprendía por qué de pronto los días se me habían hecho tan áridos y pobres de palabras.
La primera cosa seria que escribí fue un relato. Un relato breve, de cinco o seis páginas: me salió como por milagro, en una noche, y cuando me fui a dormir estaba cansada, aturdida, estupefacta. Tenía la impresión de que era algo serio, lo primero que había hecho hasta entonces: las poesías y las novelas con muchachas y carrozas me parecían de repente muy lejanas, de una época desaparecida para siempre, criaturas ingenuas y ridículas de otra edad. En este nuevo relato había personajes. Isabel y el hombre con la barba rubia no eran personajes: yo no sabía nada de ellos salvo las frases y palabras de que yo me había servido respecto a ellos, y estaban confiados al azar y al capricho de mi voluntad. Las palabras y las frases de que me había servido, con ellos las había cogido casualmente: era como si hubiese tenido un saco y hubiera sacado de él, ahora una barba, luego una cocinera negra o cualquier otra cosa que se pudiera usar. Esta vez, por el contrario, no había sido un juego. Esta vez había inventado personas con nombres que no me habría sido posible cambiar: nada de ellos habría podido cambiar, y sabía una cantidad de detalles suyos, sabía cómo había sido su vida hasta el día de mi relato, aunque en mi relato no había hablado de ella porque no había sido necesario. Y lo sabía todo sobre la casa, sobre el puente, sobre la luna, sobre el río. Tenía diecisiete años entonces, y me habían suspendido en latín, en griego y en matemáticas. Había llorado mucho al saberlo. Pero ahora que había escrito el cuento, sentía un poco menos de vergüenza. Era verano, una noche de verano. La ventana estaba abierta al jardín y volaban mariposas oscuras en torno a la lámpara. Había escrito mi cuento en papel cuadriculado, y me había sentido más feliz que nunca en toda mi vida y rica de pensamientos y de palabras. El hombre se llamaba Maurizio; la mujer, Anna; y el niño se llamaba Villi, y también estaban el puente, la luna y el río. Estas cosas existían en mí. Y el hombre y la mujer no eran ni buenos ni malos, sino cómicos y un poco miserables, y me parecía entonces descubrir que así debía ser siempre la gente en los libros, cómica y miserable a la vez. Aquel cuento me parecía bello lo mirara por donde lo mirara: no había ningún error, todo sucedía a su tiempo, en el momento oportuno. Me parecía ya que podría escribir millones de cuentos.
Y, verdaderamente, he escrito un cierto número de cuentos, a intervalos de uno o dos meses, alguno bastante bello y otros no. Y he descubierto que uno se cansa cuando escribe algo en serio. Es mala señal si uno no se cansa. Uno no puede esperar escribir algo en serio así a la ligera, como con una mano solo, alegremente, sin molestarse apenas. No se puede salir del paso como si tal cosa. Uno, cuando escribe algo serio, se mete dentro de ello, se hunde en ello hasta los ojos; y si tiene sentimientos muy fuertes que inquietan su corazón, si es muy feliz o muy infeliz por alguna razón, digamos terrestre, que no tiene nada que ver con lo que está escribiendo, entonces, si lo que escribe vale y es digno de vivir, cualquier otro sentimiento se adormece en él. No puede esperar conservar intacta y fresca su cara felicidad, o su cara infelicidad; todo se aleja y se desvanece, y se queda sólo con su página, ninguna felicidad y ninguna infelicidad puede subsistir en él que no esté estrictamente ligada con esta página suya: no posee otra cosa y no pertenece a nada más, y si no le sucede así, entonces es señal de que su página no vale nada.
He escrito, pues, breves cuentos durante un cierto período, un período que ha durado aproximadamente seis años. Como había descubierto que existían los personajes, me parecía que tener un personaje bastaba para hacer un cuento. Así, siempre estaba a la caza de personajes, estudiaba a la gente en el tranvía y por la calle, y cuando encontraba una cara que me parecía apropiada para entrar en un cuento, tejía en torno a ella particularidades morales y una pequeña historia. Estaba a la caza también de detalles del vestir y del aspecto de las personas, o de los interiores de las casas, o de los lugares; si entraba en una habitación por primera vez, me esforzaba por describirla mentalmente y me esforzaba por encontrar algún menudo detalle que fuera bien en un cuento. Tenía un cuadernito en el que escribía ciertos detalles que había descubierto o leves comparaciones o episodios que me prometía poner en los cuentos. En el cuadernito, por ejemplo, escribía: «Él salía del baño arrastrando detrás, como una larga cola, el cordón del albornoz»; «¡Cómo apesta el retrete en esta casa! ―le dijo la niña―. Cuando vengo, nunca respiro ―añadió tristemente»; «Sus rizos como racimos de uvas»; «Mantas rojas y negras sobre la cama deshecha»; «Cara pálida como una patata pelada». Sin embargo, he descubierto que difícilmente estas frases me servían cuando escribía un cuento. El cuadernito se convertía en una especie de museo de frases, todas cristalizadas y embalsamadas, muy difícilmente utilizables. He tratado infinitas veces de meter en algún cuento las mantas rojas y negras o los rizos como racimos de uvas, pero no lo he logrado. El cuadernito, pues, no podía servir. Comprendí, entonces, que en este oficio no existe el ahorro. Si uno piensa: «Este detalle es bonito y no quiero estropearlo en el cuento que estoy escribiendo ahora: aquí ya hay muchas cosas buenas; me lo guardaré para otro cuento que voy a escribir», entonces, ese detalle, se cristaliza en su interior y ya lo puede utilizar. Cuando uno escribe un cuento, debe poner en él lo mejor de lo que posee y de lo que ha visto, lo mejor de todo lo que ha recogido en su vida. Y los detalles se gastan, se deterioran si se llevan con uno sin utilizarlos durante mucho tiempo. No sólo los detalles, sino todo, todos los hallazgos y las ideas. En la época en que escribía mis cuentos breves, con la afición a los personajes bien captados y a los detalles minuciosos, en aquella época vi pasar una vez por la calle un carro que llevaba un espejo, un gran espejo con marco dorado. Se reflejaba en él el cielo verde del atardecer, y yo me paré a mirarlo mientras pasaba, con una gran felicidad y la sensación de que ocurría algo importante. Me sentía muy feliz incluso antes de ver el espejo, y de pronto me pareció que pasaba la imagen de mi propia felicidad, el espejo verde y brillante en su marco dorado. Durante mucho tiempo pensé que lo metería en cualquier cuento, durante mucho tiempo recordar el carro con el espejo encima despertaba en mí ganas de escribir. Pero jamás he logrado meterlo en nada y, en cierto momento, me di cuenta de que había muerto dentro de mí. Y, sin embargo, ha sido muy importante. Porque en la época en que escribía mis cuentos breves me detenía siempre en personas y cosas grises y tristes, buscaba una realidad despreciable y sin gloria. En ese gusto que entonces tenía de rebuscar menudos detalles había una malignidad por parte mía, un interés ávido y mezquino por las cosas pequeñas, pequeñas como pulgas, había una obstinada y chismosa búsqueda de pulgas por parte mía. El espejo sobre el carro me pareció que me ofrecía nuevas posibilidades, quizá la facultad de mirar una realidad más gloriosa y brillante, una realidad más feliz, que no exigía minuciosas descripciones y hallazgos astutos, sino que podía realizarse en una imagen resplandeciente y feliz.
En esos breves cuentos que escribía entonces había personajes a los que, en el fondo, yo despreciaba. Como había descubierto que es bonito que un personaje sea miserable y cómico, a fuerza de comicidad y de conmiseración los convertía en seres tan despreciables y carentes de gloria que ni siquiera yo podía amarlos. Aquellos personajes míos tenían siempre tics o manías o una deformidad física o un vicio un poco grotesco, tenían un brazo roto y colgado del cuello en un vendaje negro, o tenían orzuelos, o eran balbucientes, o se rascaban el culo al hablar, o cojeaban un poco. Siempre necesitaba caracterizarlos de alguna forma. Era para mí un medio de salvarme del temor de que resultaran inciertos, un medio de captar su humanidad, de la que, inconscientemente, dudaba. Porque entonces no comprendía ―pero en la época del espejo sobre el carro empezaba a comprenderlo confusamente― que no se trataba de personajes, sino de marionetas, bastante bien pintadas y parecidas a los hombres de verdad, pero marionetas. Al inventarlos, los caracterizaba inmediatamente, los marcaba con un detalle grotesco, y en esto había algo un tanto malvado, había en mí entonces como un resentimiento maligno respecto a la realidad. No era un resentimiento basado en algo vivo, porque yo era entonces una muchacha feliz, sino que nacía como reacción a la ingenuidad, se trataba de ese particular resentimiento que es la defensa de la persona ingenua, siempre inclinada a creer que le toman el pelo, ese resentimiento del campesino que acaba de llegar a la ciudad y ve ladrones por todas partes. Al principio me sentía orgullosa de él, porque me parecía un gran triunfo de la ironía sobre la ingenuidad y sobre esos abandonos patéticos de la adolescencia que tanto se veían en mis poesías. La ironía y la perversidad me parecían armas muy importantes en mis manos; me parecía que me servían para escribir como un hombre, tenía horror de que se comprendiera que era una mujer por las cosas que escribía. Creaba siempre personajes masculinos, para que estuvieran lo más lejanos y separados de mí que fuera posible.
Había llegado a ser bastante hábil en plantear un cuento, en eliminar de él todas las cosas inútiles, en hacer que los detalles y las conversaciones surgieran en el momento más oportuno. Hacía cuentos secos y lúcidos, bien llevados hasta el final, sin hinchar nada, sin errores de tono. Pero ocurrió que, en un cierto momento, me sentí harta. Las caras de las personas por la calle no me decían ya nada interesante. Unos tenían orzuelos, otros llevaban el sombrero echado hacia atrás, otros llevaban una bufanda en lugar de camisa, pero ya no me importaba nada de todo esto. Estaba harta de mirar a las cosas y a la gente y de describirlas mentalmente. El mundo callaba para mí. No encontraba ya palabras para describirlo, no tenía ya palabras que me produjeran gran placer. No poseía ya nada. Probaba a recordar el espejo, pero hasta esto estaba muerto en mí. Llevaba dentro de mí una carga de cosas embalsamadas, de rostros mudos y palabras de ceniza, de países y voces y gestos que no vibraban, que pesaban, muertos, sobre mi corazón. Y, luego, me nacieron hijos, y, al principio, cuando eran muy pequeños, no lograba comprender cómo se podía hacer para escribir teniendo hijos. No comprendía cómo podría separarme de ellos para seguir a un personaje dentro de un cuento. Había empezado a despreciar mi oficio. De vez en cuando sentía una desesperada nostalgia de él, me sentía exiliada, pero me esforzaba por despreciarlo y ridiculizarlo para ocuparme sólo de los niños. Creía que era esto lo que debía hacer. Me preocupaba de la papilla de arroz, de la papilla de cebada, de si había o no había sol, de si hacía o no hacía viento para llevar a los niños de paseo. Los niños me parecían demasiado importantes para que una se pudiera perder detrás de estúpidas historias, de estúpidos personajes embalsamados. Pero sentía una feroz nostalgia y algunas veces, de noche, casi lloraba recordando lo bonito que era mi oficio. Pensaba que volvería a él algún día, pero no sabía cuándo; pensaba que tendría que esperar a que mis hijos llegaran a hombres y se separaran de mí. Porque el que tenía entonces por mis hijos era un sentimiento que aún no había aprendido a dominar. Pero luego lo aprendí poco a poco. Y no tardé tanto como creía. Todavía preparaba el zumo de tomate y la sémola, pero mientras pensaba en las cosas que iba a escribir. Vivíamos entonces en un pueblo muy bonito, en el sur. Recordaba las calles de mi ciudad, y las colinas, aquellas calles y aquellas colinas se unían a las calles y a las colinas y a los campos del pueblo donde estábamos, y de todo ello nacía una naturaleza nueva, algo que yo podía amar de nuevo. Tenía nostalgia de mi ciudad, y la amaba mucho en el recuerdo, la amaba y comprendía su sentido como quizá no me había ocurrido cuando vivía en ella, y amaba también el pueblo donde estábamos, un pueblo polvoriento y blanco bajo el sol del sur, vastos prados de hierba áspera y seca se extendían bajo mis ventanas, y en el corazón soplaba con fuerza el recuerdo de los paseos de mi ciudad, de los plátanos y de las casas altas, y todo esto empezaba a arder alegremente en mi interior y sentía muchas ganas de escribir. Escribí un relato largo, el más largo de todos los que había escrito. Empezaba a escribir de nuevo como quien no ha escrito nunca, porque ya hacía mucho tiempo que no escribía, y las palabras estaban como lavadas y frescas, todo era de nuevo como intacto y lleno de sabor y de olor. Escribía por la tarde, cuando mis hijos estaban de paseo con una muchacha del pueblo; escribía con avidez y con alegría, y era un otoño bellísimo y yo me sentía cada día igualmente feliz. En el relato metía algunas personas inventadas y otras reales, del pueblo; y me salían ciertas palabras que allí decían siempre y que yo no sabía antes, ciertas imprecaciones y ciertos modos de decir: y estas nuevas palabras crecían y fermentaban y daban vida también a todas las demás viejas palabras. El personaje principal era una mujer, pero muy, muy diferente de mí. No deseaba ya tanto escribir como un hombre, pues había tenido niños, y me parecía que sabía muchas cosas sobre el jugo de tomate, y también que aunque no las pusiera en el relato, era útil de todas formas para mi oficio el que yo las supiera: de un modo misterioso y remoto hasta esto era útil para mi oficio. Me parecía que las mujeres sabían sobre sus hijos cosas que un hombre no puede saber jamás. Escribía mi relato muy deprisa, como con miedo a que se me escapase. Yo lo llamaba novela, pero quizá no era una novela. Por lo demás, hasta ahora siempre he escrito deprisa y cosas más bien breves: y creo que he llegado a comprender por qué. Porque tengo hermanos mucho mayores que yo y cuando era pequeña, si hablaba en la mesa, siempre me decían que me callara. De esta forma me había acostumbrado a decir siempre las cosas a toda prisa, precipitadamente y con el menor número posible de palabras, siempre con el temor de que los otros empezaran de nuevo a hablar entre sí y dejaran de escucharme. Puede que parezca una explicación un poco estúpida, pero seguramente ha sido así.
He dicho que, entonces, cuando escribía lo que yo llamaba una novela, era una época muy feliz para mí. No había ocurrido nunca nada grave en mi vida, ignoraba la enfermedad, la traición, la soledad, la muerte. Nada se había derrumbado en mi vida, a no ser cosas fútiles, nada caro a mi corazón me había sido arrancado. Había sufrido sólo las ociosas melancolías de la adolescencia y la contrariedad de no saber cómo escribir. Era feliz entonces de un modo pleno y tranquilo, sin miedo y sin ansia, y con una total confianza en la estabilidad y en la consistencia de la felicidad en el mundo. Cuando somos felices, nos sentimos más fríos, más lúcidos y distanciados de nuestra realidad. Cuando somos felices, tendemos a crear personajes muy distintos de nosotros, a verlos a la helada luz de las cosas ajenas, apartamos los ojos de nuestra alma feliz y satisfecha y los fijamos sin caridad en los otros seres, sin caridad, con un juicio burlón y cruel, irónico y soberbio, mientras la fantasía y la energía inventiva actúan con fuerza en nosotros. Con facilidad logramos hacer personajes, muchos personajes, fundamentalmente diversos de nosotros, y logramos hacer historias sólidamente construidas y como secadas a una luz clara y fría. Lo que nos falta entonces, cuando somos felices con esa especial felicidad sin lágrimas, sin ansia y sin miedo, lo que nos falta entonces es una relación íntima y afectuosa con nuestros personajes, con los lugares y las cosas que contamos. Lo que nos falta es la caridad. Aparentemente, somos mucho más generosos, en el sentido de que encontramos siempre la fuerza para interesarnos por los demás, para prodigar a los demás nuestros cuidados, no nos ocupamos tanto de nosotros mismos porque no tenemos necesidad de nada. Pero ese interés nuestro por los otros tan carente de afectuosidad no capta sino unos pocos aspectos bastante exteriores de su persona. El mundo tiene una sola dimensión para nosotros, está privada de secretos y de sombras, el dolor que nos es desconocido logramos adivinarlo y crearlo en virtud de la fuerza fantástica de que estamos animados, pero lo vemos siempre bajo esa luz estéril y fría de las cosas que no nos pertenecen, que no tienen raíces dentro de nosotros.
Nuestra personal felicidad o infelicidad, nuestra condición terrestre, tiene una gran importancia en relación con lo que escribimos. He dicho antes que uno, en el momento en que escribe, es empujado milagrosamente a ignorar las circunstancias presentes de su propia vida. Es así, en efecto. Pero el ser felices o infelices nos lleva a escribir de una u otra forma. Cuando somos felices, nuestra fantasía tiene más fuerza; cuando somos infelices, actúa de modo más vivaz nuestra memoria. El sufrimiento hace a la fantasía débil y perezosa; funciona, pero desganadamente y con languidez, con los débiles movimientos de los enfermos, con el cansancio y la cautela de los miembros dolientes y febriles; nos es difícil apartar la mirada de nuestra vida y de nuestra alma, de la sed y de la inquietud que nos llenan. En las cosas que escribimos afloran entonces continuamente recuerdos de nuestro pasado, nuestra propia voz resuena de continuo y no logramos imponerle silencio. Entre nosotros y los personajes que entonces inventamos, que nuestra fantasía languideciente logra a pesar de todo inventar, nace una relación especial, afectuosa y casi maternal, una relación cálida y húmeda de lágrimas, de una intimidad carnal y sofocante. Tenemos raíces profundas y dolientes en todos los seres y en todas las cosas del mundo, del mundo, que se ha vuelto lleno de ecos y de sobresaltos y de sombras, y nos liga a ellas una devota y apasionada compasión. Nuestro riesgo, entonces, es naufragar en un oscuro lago de agua muerta y estancada y arrastrar con nosotros a las criaturas de nuestro pensamiento, dejarlas perecer con nosotros en el remolino tibio y oscuro, entre ratones muertos y flores putrefactas. Hay un peligro en el dolor, así como hay un peligro en la felicidad, respecto a las cosas que escribimos. Porque la belleza poética es un conjunto de crueldad, de soberbia, de ironía, de ternura carnal, de fantasía y de memoria, de claridad y de oscuridad, y si no logramos obtener todo este conjunto, nuestro resultado es pobre, precario y escasamente vital.
Pero, cuidado: no es que uno pueda esperar consuelo de su tristeza escribiendo. Uno puede hacerse ilusiones de que el propio oficio le acaricie y le acune. Ha habido en mi vida interminables domingos desolados y vacíos, en los que deseaba ardientemente escribir algo para consolarme de la soledad y del aburrimiento, para ser acariciada y acunada por frases y palabras. Pero no ha habido medio de que me saliera una sola línea. Mi oficio, entonces, siempre me ha rechazado, no ha querido saber nada de mí. Porque este oficio no es nunca un consuelo o una distracción. No es una compañía. Este oficio es un amo, un amo capaz de darnos de latigazos hasta que nos salga sangre, un amo que grita y nos condena. Nosotros tenemos que tragarnos saliva y lágrimas, y apretar los dientes, y limpiarnos la sangre de nuestras heridas, y servirle. Servirle cuando él nos lo pide. Entonces, nos ayuda también a mantenernos de pie, a mantener los pies bien firmes en la tierra, nos ayuda a vencer la locura y el delirio, la desesperación y la fiebre. Pero quiere ser él el que mande, y se niega siempre a oírnos cuando le necesitamos.
Me ha sucedido conocer bien el dolor después de aquella época en que estaba en el sur, un dolor auténtico, irremediable, incurable, que ha destrozado toda mi vida, y cuando he probado a recomponerla de algún modo, he visto que mi vida y yo nos habíamos convertido en algo irreconocible respecto al tiempo anterior. Lo único que no había cambiado era mi oficio, pero es profundamente falso decir que él no había cambiado: los instrumentos seguían siendo los mismos, pero el modo en que los usaba era otro. Al principio lo detestaba, me producía horror, pero sabía muy bien que acabaría por volver a servirle y que me salvaría. Así, he llegado a pensar a veces que, al fin y al cabo, no he sido tan desgraciada en mi vida, y soy injusta cuando acuso al destino y le niego toda benevolencia para conmigo, pues me ha dado tres hijos y mi oficio. Por lo demás, no podría ni siquiera imaginar mi vida sin este oficio. Ha estado siempre ahí, ni por un momento me ha dejado jamás, y cuando lo creía dormido, su mirada vigilante y brillante seguía puesta en mí.
Así es mi oficio. Dinero, ya veis que no produce mucho; más aún, siempre hace falta trabajar al mismo tiempo en otro oficio para vivir. A veces también produce un poco, y obtener dinero gracias a él es una cosa muy dulce, es como recibir dinero y regalos de manos del ser amado. Así es mi oficio. Ya he dicho que no sé mucho sobre el valor de los resultados que me ha dado y que podrá darme; o, mejor, de los resultados ya obtenidos conozco su valor relativo, no absoluto, desde luego. Cuando escribo algo, en general pienso que es muy importante y que yo soy un gran escritor. Creo que les pasa a todos. Pero hay un rincón de mi espíritu en el que sé muy bien y siempre lo que soy, es decir, un pequeño, pequeño escritor. Juro que lo sé. Pero no me importa mucho. Sólo que no quiero pensar en nombres: he comprobado que si me pregunto: «un pequeño escritor, ¿como quién?», me entristece pensar en nombres de otros pequeños escritores. Prefiero creer que ninguno ha sido jamás como yo, por muy pequeño escritor que yo sea, aunque sea una pulga o un mosquito entre los escritores. Lo que es importante, sin embargo, es tener la convicción de que es precisamente un oficio, una profesión, algo que se hará por toda la vida. Pero, como oficio, no es una broma. Hay en él innumerables peligros además de los que he dicho. Estamos continuamente amenazados por graves peligros hasta en el acto mismo de redactar nuestra página. Hay el peligro de ponerse de pronto a coquetear y a cantar. Yo tengo siempre unas ganas locas de ponerme a cantar, y debo mantenerme muy atenta para no hacerlo. Y hay el peligro de estafar con palabras que no existen verdaderamente en nosotros, que hemos encontrado aquí y allá, al azar, fuera de nosotros y que reunimos con habilidad porque hemos llegado a ser bastante vivos. Hay el peligro de ser demasiado vivos y estafar. Es un oficio bastante difícil, ya lo veis, pero es el más bonito que existe en el mundo. Los días y las cosas de nuestra vida, los días y las cosas de la vida de los demás a que nosotros asistimos, lecturas, imágenes, pensamientos y conversaciones: se alimenta de todo esto y crece en nuestro interior. Es un oficio que se nutre también de cosas horribles, come lo mejor y lo peor de nuestra vida, a su sangre afluyen lo mismo nuestros sentimientos buenos que los malos. Se nutre de nosotros y crece en nosotros.
Soy una ventana
En todas las fotos que conozco de ella, lo primero que veo siempre es ese rictus, los labios apretados, la mirada severísima, incluso en las pocos fotos en que aparece sonriendo, ese rictus que dice: “¿Cuándo van a entender?”.
Ya lo tenía a los siete años, en la mesa familiar, donde todos hablaban a gritos y la hacían callar porque era la menor y la entrometida perpetua. Natalia se atormentaba y los atormentaba a todos porque no entendía qué eran: si no eran judíos para los judíos (a pesar del apellido del padre) ni eran cristianos para los cristianos (a pesar de la familia de su madre), si no eran ricos para los ricos ni pobres para los pobres, ¿qué eran? ¿Por qué pasaba de sentirse privilegiada a sentirse humillada, esclava de su orgullo y también de su vergüenza? “¡Calla y aprende! ¡En esta casa somos socialistas!”, le gritó un día uno de sus hermanos. Y cuando ella preguntó qué era socialismo le contestaron: igualdad de bienes e igualdad de derechos para todos. El concepto le pareció tan clarísimo e indispensable a Natalia que se pasó el resto de la vida atónita de que la humanidad no lo pusiera en práctica de una vez. De ahí el rictus.
Con ese rictus contaba su vida, como si Italia entera fuese un pueblito en el que se conocían todos: en su infancia vio pasar de incógnito por su casa, rumbo al exilio, a Turati, el fundador del Partido Socialista Italiano; una prima de su padre era íntima de Mussolini y había escrito la biografía del Duce; el mejor amigo de sus hermanos era Luciano Olivetti, el futuro magnate de las máquinas de escribir. Su mamá aprendía ruso a escondidas con la hermana de Leone Ginzburg. Cuando Natalia se casó con Leone, y Benedetto Croce le preguntó qué quería de regalo de bodas, ella contestó: libros, y le entregó una lista. La cédula clandestina antifascista que habían armado sus hermanos fue infiltrada y denunciada por Pitigrilli, el rey de las novelitas risqué, que espiaba para los fascistas. Y, por supuesto, está la historia legendaria de la editorial que crearon su marido y sus dos amigos del alma, Cesare Pavese y Giulio Einaudi, alrededor de una estufa en una pensión en Turín.
En 1934 había tres amigos que se sofocaban en la Italia fascista. Uno adoraba la literatura rusa, el otro la literatura yanqui, y el tercero era un dínamo de energía que perdía la paciencia en cuanto los otros dos empezaban a divagar, así que los conminó a que se sentaran a traducir la mejor literatura rusa y la mejor literatura yanqui, y él se encargaría de publicar esos libros para cambiarle la cabeza a Italia. Era un plan hermoso: combatir el fascismo con Moby Dick y los Karamazov, Tolstoi y Faulkner, Chejov y Hemingway. Y así se ha contado siempre. Pero falta alguien en esa foto. La que falta es Natalia Levi, de casada Ginzburg: la molesta benjamina de la familia convertida sin etapas intermedias en esposa y madre, que mientras cría a sus bebés y se las rebusca para conseguir leche y leña en el pueblo de montaña adonde los fascistas desterraron a su marido, traduce a la luz de una lámpara de petróleo el primer tomo de En busca del tiempo perdido, para que la editorial de Leone y sus amigos tenga también un buen libro francés.
Natalia Ginzburg ya era viuda, los nazis le habían fusilado al marido y la habían dejado con el corazón roto y tres hijos que criar cuando terminó la guerra y volvió a funcionar la editorial. Ella se refugió en una oficinita al fondo, creía que la aceptaban ahí sólo de lástima pero era el cimiento esencial de la editorial, cosa que quedó en evidencia cuando Pavese se suicidó y el volátil Einaudi necesitaba alguien que le acomodara las ideas sin palabras, con un mero rictus de labios apretados y mirada fulminante.
En esos años difíciles de posguerra los amigos le pagaron unas sesiones de psicoanálisis con un viejo austríaco junguiano que a ella no le parecía un verdadero médico, pero años después de haber dejado esa terapia descubrió que en los trances difíciles de la vida se hablaba a sí misma en su cabeza con suave acento austríaco. Fumaba cigarrillos Stop sin filtro, se levantaba a las cuatro de la mañana para escribir sus “libritos”, nunca se enfermaba (según su segundo marido, era como esos monjes que hachan leña en sandalias mientras nieva sin sufrir ninguna consecuencia). Con ese segundo marido, con el que fue feliz y quedó nuevamente viuda a los cincuenta y tres, tuvo una hija con hidrocefalia y otro hijo que vivió sólo un año. Cuidó tanto a esa hija que eso le impidió pensar con tranquilidad en su propia muerte, según confesó una vez (la hija murió nueve años después que ella).
Nunca quiso aprender a nadar, pero le gustaba meterse en las olas (con el rictus de siempre, por supuesto). No viajaba porque le parecía ñoño ser turista. Odiaba el verano en la ciudad, porque los que estaban solos de pronto tenían la exacta dimensión de su soledad. A los setenta aceptó presentarse a diputada; nunca habló más de dos minutos cuando pedía la palabra en sesiones; los taquígrafos la amaban; ella decía cosas como: “Una ley no tiene el poder de mejorar la sociedad pero debe tener el poder de quitar los obstáculos que impiden mejorarla”.
Peleó contra el uso de la palabra holocausto, le parecía hipócrita: “Fue un genocidio. Decir holocausto es como ennoblecerlo, como darle dignidad histórica. Pero holocausto signfica sacrificio a dios, y en los campos no había ni dios ni dignidad histórica”. Les dijo en la cara a los machos italianos: “Durante generaciones y generaciones lo único que han hecho las mujeres sobre la tierra es esperar y sufrir: esperar que alguien las ame, se case con ellas, las convierta en madres, las traicione”. Les dijo en la cara a las mujeres italianas: “No estamos tristes, quizás hasta seamos felices, pero es una felicidad que, en el pánico de perderla de un momento a otro, nos cuesta mantener”. Nos dijo a todos, con su rictus de siempre: “La vida empieza cuando somos todavía demasiado jóvenes para comprenderla”.
Italo Calvino la definió maravillosamente: “Una inteligencia femenina que infringe los códigos masculinos, una inteligencia tan seca como fulgurante, que despierta como de una larga hibernación por intuición y comprensión rapidísima de ciertas conexiones, invisibles a la mente masculina”. Ella se limitó a decir: “Soy sólo una ventana; dejo que entren en mí sucesos e impresiones”. Se creyó la inútil de la familia en las tres familias que tuvo y nada le sorprendió más que descubrir, con el paso de los años, que sus libritos eran útiles en el sentido más profundo de la palabra, para miles y miles de personas. No lo digo yo: lo dijeron desde Fellini y Pasolini hasta Vivian Gornick y Susan Sontag. Pero ella nunca se lo creyó del todo. Antes de morir, en diciembre de 1991, publicó un poema que les recomiendo que lean por lo menos una vez en sus vidas: se llama “No podemos saberlo” y está en la hermosa biografía sobre Natalia que escribió la alemana Maja Pflug y acaba de llegar a nuestro idioma.
Fuente: Página 12
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