120 años del nacimiento de André Malraux

Hoy se cumplen 120 años del nacimiento de uno de los intelectuales franceses más importantes del siglo XX: André Malraux. Lo recordamos con un fragmento del primer capítulo de su gran novela, La condición humana. Uno de esos comienzos literarios imposibles de olvidar. 


Primera parte

21 de mayo de 1927

                                                                                                             12 y media de la noche 

¿Intentaría Chen levantar el mosquitero? ¿Golpearía a través de él? La angustia le retorcía el estómago. Conocía su propia firmeza; pero sólo era capaz, en aquel instante, de pensarlo con el embrutecimiento, fascinado por aquel montón de muselina blanca que caía desde el techo sobre un cuerpo menos visible que una sombra y de donde emergía sólo aquel pie medio inclinado por el sueño, vivo, no obstante, de la carne de hombre. La única luz procedía del building vecino; un gran rectángulo pálido de electricidad, cortado por los barrotes de la ventana, uno de los cuales rayaba el lecho precisamente por debajo del pie, como para acentuarle el volumen y la vida. Cuatro o cinco claxons sonaron a la vez. ¿Descubierto? ¡Combatir, combatir con enemigos que se defienden, con enemigos despiertos, qué liberación! 

La ola de estruendo decreció: algún estrépito de carruajes —todavía había estrépito de carruajes allá, en el mundo de los hombres...—. Volvió a verse frente a la gran mancha blanca de la muselina y del rectángulo de luz, inmóviles en aquella noche en que el tiempo había dejado de existir. 

Se repetía que aquel hombre debía morir. Tontamente, porque él sabía que lo mataría, capturado o no, ejecutado o no, poco importaba. Sólo existía aquel pie, aquel hombre al que debía herir sin que se defendiese, porque, si llegara a defenderse, llamaría.

Parpadeando, nauseado, Chen descubría en sí, no el combatiente que esperaba, sino a un sacrificador. Y no sólo ante los dioses que había elegido; bajo su sacrificio a la revolución surgía un mundo de profundidades, ante el cual aquella noche agobiada de angustia no era más que claridad. «Asesinar no es sólo matar, ¡ay!...» En los bolsillos, sus manos vacilantes empuñaban, la derecha, una navaja de afeitar cerrada y, la izquierda, un puñal corto. Los escondía lo más posible, como si la noche no bastase para ocultar sus movimientos. La navaja era más segura; pero Chen comprendía que no podría servirse de ella; el puñal le repugnaba menos. Soltó la navaja, cuyo dorso penetraba en sus dedos crispados; el puñal se hallaba desnudo en su bolsillo, sin vaina. Lo hizo pasar a su mano derecha, dejando caer la izquierda sobre la lana de su tricota, donde quedó adherida. Levantó ligeramente el brazo derecho, estupefacto ante el silencio que seguía rodeándole, como si su ademán hubiera debido soltar el resorte de una caída. Pero no; no pasaba nada: se-guía siendo él quien tenía que obrar. 

Aquel pie vivía, como un animal dormido. ¿Terminaba en él un cuerpo? «¿Pero es que me vuelvo loco?» Había que ver aquel cuerpo. Verlo; ver aquella cabeza; para ello entrar en la luz; dejar que pasase sobre el lecho su abultada sombra. ¿Cuál era la resistencia de la carne? Convulsivamente, Chen se hundió el puñal en el brazo izquierdo. El dolor (ya no era capaz de pensar en aquel brazo suyo), la idea del suplicio seguro si el durmiente despertaba, le libertaron por un segundo: el suplicio era preferible a aquella atmósfera de locura. Se acercó. Aquél era el hombre que había visto, dos horas antes, en plena luz. El pie, que casi rozaba el pan-talón de Chen, giró de pronto, como una llave, y volvió a su primitiva posición en la noche tranquila. Quizá el durmiente presintiese aquella presencia, aunque no lo bastante para despertar... Chen se estremeció: un insecto corría sobre su piel. No; era la sangre de su brazo, que corría en un reguero. Y aquella sensación de mareo continuaba. 

Un solo movimiento, y el hombre quedaría muerto. Matarlo no era nada: lo que resultaba imposible era tocarlo. Y había que herir con precisión. El durmiente, acostado sobre la espalda, en medio del lecho a la europea, sólo se hallaba vestido con unos calzoncillos cortos; pero, bajo la piel grasienta, las costillas no eran visibles. Chen tenía que orientarse por las puntas de las tetillas. Sabía cuán difícil es herir de arriba abajo. Tenía, pues, el puñal con la hoja en el aire; pero la tetilla izquierda quedaba más alejada: a través del tul del mosquitero hubiera tenido que herir alargando el brazo, con un movimiento curvo, como el del swing. Cambió la posición del puñal: la hoja, horizontal. Tocar aquel cuerpo inmóvil era tan difícil como herir un cadáver, quizá por las mismas razones. Como atraído por aquella idea de cadáver, se elevó un estertor. Chen ya no podía retroceder; las piernas y los brazos se le habían aflojado por completo. Pero el estertor se regularizó: el hombre no jadeaba, roncaba. Se hizo vivo, vulnerable; y, al mismo tiempo, Chen se sintió burlado. El cuerpo resbaló, con un ligero movimiento hacia la derecha. ¡Despertaría ahora! Con un golpe capaz de atravesar una tabla, Chen lo detuvo, con un ruido de muselina desgarrada unido a un choque sordo. Sensible hasta el extremo de la hoja, sintió el cuerpo rebotar hacia él, rechazado por el colchón elástico. Endureció rabiosamente el brazo para retenerlo: las piernas retro-cedían juntas hacia el pecho, como ligadas la una a la otra. Se distendieron de golpe. Habría que herir de nuevo; pero, ¿cómo arrancar el puñal?


La condición humana
André Malraux
Sudamericana, 1974.

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