Literatura afrodescendiente para niños y niñas
Para celebrar el día de las afroargentinas y los afroargentinos, recomendamos algunos libros que narran, en clave de literatura, la raíz africana que permanece viva en nuestro país.
Por Amelia Jonte
Cuando se intenta hacer un relevamiento de la literatura escrita por afrodescendientes en la Argentina, no se llega muy lejos. Y no es porque no haya afros escribiendo. Es muy difícil reconocer nuestras raíces en un país tan racista como el nuestro. Falta contar más la experiencia negra en una literatura que siempre se especializó en compararse con la europea.
En el Siglo XIX la negritud estaba presente en las novelas románticas de nuestros primeros escritores, pero los negros fueron contados por los blancos. Mirados como lo exótico, lo ajeno, lo amenazante, en esas lecturas iniciáticas de lo nacional se especializaron en deshumanizarlos. Los negros eran los ruidosos, los corridos, los desobedientes, los candomberos, los alcahuetes de Rosas. La mujer negra era objeto de la lujuria, la síntesis de lo que el patriarcado pretendía para todas las mujeres: que sirvan en la casa y en la cama.
En ese entonces, aquí no se publicaban novelas para niños. La mayoría de la población era analfabeta y la niñez se terminaba muy pronto. Si no morías de pasmo, o del mal de los siete días, si superabas la viruela, los inviernos, y si eras de las clases populares, a los seis años ya estabas apto para el trabajo.
Los afro tenían sus barrios, sus mutuales, sus periódicos y sus tradiciones. En el umbral de 1880, los políticos blancos los llamaban para conseguir sus votos. Querían ser reconocidos como argentinos (para eso habían dejado generaciones enteras en las guerras de la Independencia), pero los planes de los políticos era otros: los gobernantes de la Generación del ’80 negaron esas presencias, se empeñaron en ocultar y tergiversar la historia afro que era parte de la historia del país, cometieron un genocidio con los pueblos originarios y trajeron inmigrantes europeos con la esperanza de “blanquear” a la población.
No les salió bien porque la gente que vino no era tan blanca como deseaban, y porque los afro nunca olvidaron a sus ancestros. Puertas adentro seguían celebrando candombe, se reconocían en los rostros y en el pelo, en experiencias y palabras, se pasaban esos conocimientos de madres a hijas…
La llegada de la escuela sarmientina selló ese mito de la argentina blanca. Los negros eran un relato pintoresco del pasado, a pesar de que en la realidad seguían ahí, viviendo.
La literatura en general se fue volcando al canon europeo. La expresión de artistas afrodescendientes se dio más en la música, como fue el caso de Zenón Rolón o Gabino Ezeiza, aunque hubo algunos poetas afro que defendieron la negritud y propusieron estéticas para pensarse desde la palabra.
Uno de ellos fue Casildo Thompson, quien en su poema “Canto al África”, escrito en 1878, reivindicaba a los africanos y a sus descendientes como gente valiosa, víctima de una trata cruel:
Raza digna de gloria
Porque es noble y activa
Como el león que entre la selva mora,
Y que en acerba hora
Arrastróla al abismo de la infamia,
Y sin temblar, la fratricida mano
De un bárbaro Caín, cruel inhumano.
A principios del Siglo XX comenzaron las publicaciones dedicadas a los niños. Ya había lectores que aseguraban 20 años de escuela, revolución tecnológica para publicar ilustraciones con mayor definición y gente que supo ver un mercado en esas infancias. Constancio Vigil, pionero del escritor infantil con ojo de empresario, fundó la revista Billiken y escribió muchos libros para niños y niñas. Su hormiguita viajera tiene rasgos afro y es una heroína, pero también de cuando en cuando sacaba tapas como esta:
Estas portadas buscaban reforzar la mirada de que lo negro estaba fuera de campo de lo que debía ser una infancia argentina.
En la liturgia escolar se puso el foco en el negro vendedor ambulante, que gritaba pregones chistosos en la fiesta del 25 de Mayo, como una figura folklórica que se olvidaba en la siguiente efeméride, en la del 9 de Julio, omitiendo que sin la actuación de afrodescendientes como María Remedios del Valle, no hubiera existido nunca la Independencia.
Precisamente, un rescate de esta figura histórica fue la que permitió poner en valor esa herencia africana de los ancestros. De la mano de María Remedios surgió un interés en empezar a contar la historia con los afros adentro.
Dentro de los libros que hay para convidar a leer a nuestros niñes del Siglo XXI recomendamos estos:
“Rosalía y el revés de las cosas”, de Julia Broguet, en donde se cuenta la historia de Rosalía, una niña esclavizada en Santa Fe, que vive en 1810. Está narrado a través de la sensibilidad y la experiencia personal de la autora, que se reconoce afrodescendiente, es antropóloga y se embarcó a escribir este libro tocada por la necesidad de que los lectores jóvenes tuvieran algo para compartir que no reforzara los estereotipos del negro feliz que recrean tantos manuales.
Este cuento hermoso contó con la asesoría de Lucía Molina, lideresa y fundadora de la Casa de la Cultura Indo Afro Americana, y de Magdalena Candioti, historiadora e investigadora afrodescendiente. Las ilustraciones son de Romina Biassoni.
La clave de estos libros está justo en esa palabra: protagonistas.
Les afrodescendientes son los actores genuinos de esas historias, ni acompañantes ni comparsas. Protagonistas.
El dique para este tipo de escrituras ya está abierto. Nos debemos un camino de redescubrimiento y aceptación de nuestras raíces, para pensar también el presente además de la Historia. Para aceptar nuestra tercera raíz y empoderarnos en nuestra negritud.
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