Ciudad Infantil
Por Laura Ávila
En 1949, el primer gobierno peronista inauguró Ciudad Infantil, un hogar escuela de la Fundación Eva Perón. Estaba ubicado en el barrio de Belgrano, en la calle Echeverría 955. Hoy en ese predio funciona un instituto de rehabilitación. El hogar se llamó Amanda Allen, en homenaje a una enfermera de la Fundación que falleció en un viaje de ayuda humanitaria.
El día de la inauguración, Evita dio un discurso. Dijo que ese lugar era un proyecto piloto que iba a replicar en las provincias. También dijo que los países que se olvidan de sus niños renuncian a su porvenir, “y la Ciudad Infantil que abre hoy sus puertas a las esperanzas de la niñez económicamente menos favorecida de la Patria, proclama hacia los cuatro puntos cardinales que nosotros no olvidamos a la niñez, no renunciamos a nuestro porvenir y lo sabemos amplio y venturoso, porque será económicamente libre, socialmente justo y políticamente soberano, sin que sean capaces de impedirlo todos los obstáculos que interpongan en nuestro camino los poderes oscuros de la tierra y los enemigos de nuestro despertar nacional”.
Este cuento que les comparto hoy fue escrito en mi juventud, cuando soñaba el mismo sueño que ella.
Te extraño, Evita, te extraño todos los días.
Ciudad Infantil
(1952)
Evita era un hada. Al menos, eso decía el libro de lectura de Azucena. En el dibujo del libro se veía a una mujer hermosa, sonriente, repartiendo juguetes a un montón de chicos. Un sol de cuento brillaba encima de su rodete.
Pero ahora era de noche, noche de invierno, y Evita estaba muy enferma.
En Ciudad Infantil, que era el hogar en donde vivía Azucena, se hacía una misa dos veces al día rogando por su salud, porque Evita había fundado ese hermoso hogar, que tenía castillitos de princesa, edificios hechos a la medida de un chico, una casita rosada y hasta una placita con fuentes enanas.
Azucena amaba ese lugar. No podía creer la suerte que había tenido de ir a parar ahí, después de siete años de soledad. El primer recuerdo que tenía era de una mujer que no era su mamá cortándole el pelo a cero y bordándole un número en un guardapolvo gris que le obligaban a usar. Cada Navidad tenía que salir a pararse con una lata en la mano en las esquinas, con otras huérfanas, para que la gente se compadeciera y le tirara monedas.
Eso había terminado cuando esta Evita, que ahora estaba tan enferma, había construido este sitio para que Azucena y otras como ella se sintieran unas nenas como todas las demás.
Azucena se quedó escuchando la misa abrazada a su muñeca de porcelana.
Después se fue a la sala común, donde las señoritas del hogar ayudaban a repasar las lecciones de la escuela. Había un clima raro flotando en el aire.
Las señoritas hablaban en susurros, como si estuvieran en el cuarto de un enfermo. Las chicas más grandes lloraban, enjugándose las lágrimas con pañuelitos blancos.
La radio estaba prendida y cada media hora se daba un parte acerca de la salud de la Señora.
Azucena se abrigó con su tapadito rosa y salió a la plaza iluminada por la luz de la luna. Miró el caminito de piedra, la ciudad en miniatura, y se puso a pensar en cómo alguien podía haberse imaginado algo tan lindo. Parecía un sueño, pero el sueño de un chico, no de una persona grande. Un lugar para quedarse a vivir la niñez para siempre, como si fuera la tierra de Nunca Jamás. Un paraíso.
Se sentó en un banquito de madera pintado de blanco y acomodó la muñeca en sus rodillas. La peinó, le besó los cachetes coloreados y fijó su atención en una de las casitas, en donde parecía arder la luz de una vela.
Era una de las casitas más lindas del complejo. Parecía una pagoda.
Azucena pensó quién podría estar ahí a esas horas, justo cuando la salud de la Señora pendía de un hilo. Después pensó que podía ser alguien como ella, que no quisiera oír noticias tristes.
Se levantó y se acercó hasta la casita. Miró por la ventanita de cristal y divisó a una nena de su edad sentada a una mesita, los codos apoyados en la tabla y un gesto soñador en la cara.
Azucena no la había visto nunca. Pero como los chicos se iban renovando, pensó que podía ser nueva, así que entró para echarle un vistazo.
Apenas la vio, la chica se despabiló y se acomodó el flequillo. Tenía el pelo negro cortado carré como a mordiscones. Su vestidito era terriblemente corto, de lana fea, parduzca, y dejaba ver sus rodillas llenas de raspones. Las uñas de sus manos flacas estaban comidas hasta la raíz.
Azucena se convenció de que estaba ante una recién llegada. Las chicas de Ciudad Infantil iban vestidas con ropas alegres y cómodas.
–Hola –le dijo–. ¿Hace mucho que estás acá?
La chica miró los cuatro costados de la pagoda, deslumbrada. Después, su mirada se entristeció y se concentró en la llama de la vela.
Azucena se acercó a un interruptor y lo accionó. Un resplandor dorado, del color de la pantalla que protegía la lámpara, llenó la habitación.
La chica la contempló un instante, pensativa, y finalmente apagó la vela de un soplido. El vientito movió los bucles de la muñeca de Azucena.
–Qué linda –dijo la desconocida, señalándola.
Tenía una voz rara, un poco ronca. Azucena sintió una pena profunda, unas ganas de llorar y de proteger a la recién venida que hicieron que le pasara la muñeca por encima de la mesa, a pesar de que no se la prestaba a nadie.
–Se llama Marilú. Me la regaló la Señora. Evita.
La chica levantó la vista sobresaltada, y la fijó en Azucena, que le describió encantada las bondades de su muñeca:
–Abre y cierra los ojos. El pelo parece de verdad. En la sala de costura le hice unos vestiditos. ¿No es como una actriz de cine?
La chica acarició los pelos de la muñeca.
–Sí. Es hermosa –dijo lentamente.
–La Señora sabe qué regalarnos. A vos también te va a regalar algo, seguro.
–Yo no quiero que nadie me tenga lástima –dijo la chica.
–No es cosa de lástima. Acá tenemos que sacarnos buenas notas, estudiar mucho, ganarnos nuestro lugar. Por eso nos regala cosas lindas, Evita. Porque las merecemos.
La nena miró a Azucena a los ojos. Tenía una mirada intensa, de ojos grandes.
–¿La querés mucho a esa señora?
–Y claro. Pero no la quiero de grupo. La quiero porque ella nos quiere.
La chica se quedó mirando la casita. La luz le daba un aire de fantasía.
–Estaría lindo que las paredes tuvieran dibujitos de animales, ¿no? –dijo.
Azucena miró con ella y le pareció que tenía razón. No terminó de pensarlo, cuando ante sus propios ojos, una serie de leones, elefantes y caballos se fue delineando en los muros. Se movían como en una película de dibujos animados.
–¡Es un circo! –gritó Azucena, maravillada.
La chica nueva se puso de pie, y empezó a jugar a ser equilibrista, mientras en la pared se dibujaba una carpa con lonas de colores y una tribuna de gente que aplaudía y tiraba besos.
–¡Soy una écuyère! –gritó, dando unos saltos graciosos que hicieron reír a Azucena.
–¡Sos una payasa! –respondió, uniéndose al circo, compartiendo la pista de ensueño que se iba dibujando en la pagoda.
Azucena y la desconocida fueron trapecistas, magas y princesas, porque ese circo se lo estaban imaginando ellas y se podía ser lo que se quisiera.
Al final del juego, Azucena vio que el vestido de lana de su nueva amiga se hacía de seda, de seda blanca, como los vestidos de los querubines de la capilla.
–¿Cómo te llamás? –le dijo.
–Cholita –respondió la nena, con una sonrisa feliz.
En eso, unas campanadas sonaron en toda la Ciudad Infantil.
Azucena miró hacia la puerta y cuando volvió a encarar a Cholita se encontró sola en la pagoda. Los muros estaban de nuevo dorados y limpios, sin rastros del circo.
Una de las señoritas del hogar abrió la puerta. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
–Azucena… –empezó a decir.
–¡Espere! –dijo ella tapándose los oídos–. ¡Hay una nena nueva en la ciudad!
–La Señora, Azucena….
–¿Cholita…? –dijo Azucena.
–Sí, Cholita le decían cuando era chica. Ahora está en el paraíso, en la inmortalidad.
–¡No! ¡Está acá! ¡Yo la vi!
La señorita tomó a Azucena de la mano, pero ella se resistió, agachándose debajo de la mesa para ver dónde se había escondido Cholita.
La buscó por el complejo, por esa ciudad de niños tan hermosa, por todas las callecitas de cuento, hasta que comprendió que Cholita sería parte invisible de ese lugar, que ese iba a ser su cielo, su espacio de inmortalidad, porque era el sueño que había soñado cuando era niña, ese pequeño paraíso en donde ser chica era un privilegio.
Guau... qué belleza... gracias :(
ResponderBorrarPrecioso cuento. Y con tanto de cierto...! Cómo no extrañar a la Cholita? Gracias, Laura.💖
ResponderBorrarHola Laura! Es emoción pura tu relato! Gracias
ResponderBorrarAy! Laura... Lloré todo el cuento. Por qué? Por los niños que estaban perdiendo a Evita, por la Evita niña, por los niños que hoy no la tienen ... y porque sos una magnífica cuentista. Gracias
ResponderBorrarGracias Laura, hermoso cuento.
ResponderBorrarGracias por compartirlo!!!
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