Diez años de la muerte de Héctor Tizón
El sábado 30 de julio se van a cumplir diez años de la muerte de Héctor Tizón, nacido en Yala en octubre de 1929. Se definía a sí mismo como un "escritor de fronteras" (culturales, nunca geográficas), su obra transcurre en pueblos de la Puna. Tuvo que exiliarse desde 1976 hasta 1982. El desarraigo es, también, un tema presente en sus cuentos y novelas. Lo recordamos compartiendo tres relatos breves, de su libro El traidor venerado.
El traidor venerado
Aquella sería la última comida juntos.
El que era indigno de ajustarle el cordón de los zapatos estaba ebrio. Toda esa noche la pequeña campana de la estación ferroviaria sonó incesantemente, a lo lejos, sacudida por el viento. Llovía a ratos.
El Chaguanco abrió una lata de picadillo, lo fue untando con su cortaplumas sobre el pan que les quedaba y luego repartió los pedazos. “Yo no tengo hambre” —dijo. Quispe, un hombre inquieto y de poca talla que ya estaba borracho, tomó el primero y se lo tragó con buen apetito; después permaneció mudo y apartadizo, contemplando el débil movimiento de las ramas delgadas —agitadas por el aire— del ceibal.
La fama del Chaguanco había cundido no sólo en Yala, sino también en las comarcas vecinas desde donde la gente acudió hasta formar multitudes albergadas en carpas y vehículos, o debajo de las copas de los árboles alrededor del miserable rancho, a cuya puerta se asomaba, abandonando sus meditaciones, en los amaneceres. Entonces los que habían perdido la salud, los que aún esperaban algo, caían de rodillas ante su mano levantada.
Pero al poco tiempo comenzó la persecución, eludida hasta hoy en que se cumplía un año de peregrinaje; un año de penoso ocultamiento, mudando siempre de lugar, durmiendo a la intemperie o bajo las alcantarillas en los caminos, desde Tilquiza hasta Valle Grande, de Tumbaya a Susques, seguido por algunos fieles desesperados, enfermos, opas y ladrones arrepentidos.
Cuando un alegórico ladrar de perros anunció a los perseguidores, el Chaguanco concluía también su sentencia postrera, y el hombrecito enjuto y nervioso a quien iba dirigida, exclamó, más bien para sí: “Esa palabra es dura. ¿Quién la puede oír?”.
Ahora los agentes del destacamento estaban cerca. Era la noche de San Roque y una botella de ginebra yacía, seca, en el suelo.
El ladrar se convirtió en aullido mientras el viento, a lo lejos, seguía torturando a la campana.
Cuando Quispe desapareció, entendiendo el Chaguanco que había llegado el fin y que en seguida lo conducirían a la ciudad, a la cabeza de una multitud de curiosos —como un político—, preguntó a los que quedaban si también ellos querían irse; después se apartó a corta distancia, pero sin ocultarse.
La campana y los perros dejaron de hacerse oír y la partida cayó sobre él. No opuso resistencia ninguna y —esposado— llegó sobre un camión maderero a la ciudad. Allí debió esperar turno porque el Tribunal estaba distraído con otros delincuentes, pero, el día señalado, fue sometido a proceso y juzgado.
Pocas personas acudieron al plenario y entre ellas Quispe, principal testigo de cargo, que, antes de escuchar la sentencia, se ahorcó colgándose de una viga en el retrete del Palacio de Justicia.
Finalmente el Tribunal, al no hallar mérito suficiente para sostener una condena, lo absolvió.
Y cuando el Chaguanco —deshonrado y solitario—, después de mucho tiempo regresó a Yala, encontró que muy pocos se acordaban de él y que la gente ya encendía velas pagando promesas en la tumba del otro.
Mazariego
MAZARIEGO
¡Abríos puertas inmortales!... porque Dios
se dignará visitar muchas veces con placer
las moradas de los hombres justos y con
frecuente comunicación enviará a ellos sus
alados mensajeros.
Milton, El paraíso perdido, Libro VII
La anciana Lambra levantábase mucho antes del alba y permanecía en el umbral de su casa, justo a la entrada del pueblo, mirando hasta el cielo, como adivinando la luz que ya vendría. Por estas razones (por vivir a la entrada del callejón y por madrugadora) fue la primera en observar la llegada de Mazariego, ocurrida un día cualquiera. Con su increíble pañuelo negro cubriéndole la cabeza, sus viejos ojos hundidos sin brillo, apenas si emitió un graznido cuando al llegar pasó a su lado saludando alegremente.
Mazariego —nieto de uno de los fundadores del pueblo— había resuelto instalar en la antigua casa familiar un negocio de venta de bicicletas. Para ello remozó la ruinosa construcción de adobes, uniendo las dos habitaciones anteriores (una de las cuales había servido de sala), abrió dos grandes ventanales habilitándolos como escaparates, y en esos cuartos dispuso el salón de exposición y ventas.
Calculó Mazariego que, con buena suerte, podría vender dos bicicletas por mes y que así —en un año, que era el término de vida que sus médicos le vaticinaron, pues padecía una extraña enfermedad incurable— habría vendido un par de docenas de bicicletas, con una ganancia excelente para estos tiempos.
Transformada la casa, cuyos venerables muros de adobes se elevaban sobre la única calle del pueblo, Mazariego colocó con la ayuda de nadie ese letrero que decía: “Mazariego - Rodados” en fuertes caracteres de imprenta, blancos sobre fondo azul. Mandó imprimir en la ciudad unos carteles de atrayentes colores, en los cuales se veían ciclistas montados en sus bicicletas, todos con atuendos distintos y ocupados en diversos menesteres: una dama con un abanico en la mano, un señor con pipa mondando una naranja al tiempo que pedaleaba, otro quitándose el sombrero en cortés reverencia, uno más, en fin, llevando un pesado baúl en el portaequipaje. Esos carteles aparecieron por todo el pueblo: en los muros, en los troncos de los árboles, en el portal de la capilla. Y un viernes, el comerciante anunció que al día siguiente inauguraría el local de ventas, el que sólo permanecería abierto medio día, por ser sábado.
Muy temprano, el sábado ya tenía Mazariego dos clientes que, boquiabiertos, contemplaban las flamantes bicicletas en los escaparates, sin animarse a entrar. Mazariego los alentó con gritos cordiales proferidos desde adentro y ampliados con un altavoz; hasta que finalmente, y luego de intercambiar pareceres, uno de ellos entró, saliendo al cabo con una bicicleta. La primera. Algún trabajo costó a este hombre aprender a montar y, ayudado por el propio Mazariego que lo sostenía y empujaba, arrancó de pronto para desaparecer a golpes de pedal en el polvoriento recodo del camino. Y ya no se lo volvió a ver.
No había concluido el vendedor de contar el dinero cuando tenía dos clientes más, en uno de los cuales creyó reconocer al propio al propio agente de policía que lo autorizara a fijar los afiches de propaganda y en el otro, al Juez de Riego. Cada uno salió con su bicicleta y ambos desaparecieron como tragados por el polvo.
Transcurridas dos semanas y pese a que Mazariego a partir del cuarto día suprimiera toda clase de propaganda, las ventas habían superado los cálculos más ambiciosos. Diariamente —de la mañana a la noche— frente al negocio se agolpaban los pobladores de ambos sexos, sin contar los niños que, como suele ocurrir, eran los que más alborotaban con su vocinglería. Todos, salvo dos —al cabo de tres meses— habían desfilado lo menos una docena de veces frente a los rutilantes escaparates. Esos dos eran el bolichero y su mujer, ambos obesos y pálidos, quienes, taciturnos, combatieron sordamente el advenimiento de Mazariego, un poco por espíritu conservador y otro tanto porque, al cabo de algunos días, comprobaron la enorme disminución de sus propias ventas de vituallas y licores.
La llegada del otoño no hizo menguar el entusiasmo por la compra de bicicletas, sino todo lo contrario. La maestra de escuela se llevó una con el cuadro niquelado, el ingeniero otra, de carrera; también el jefe de la estación ferroviaria y la anciana Lambra obtuvieron las suyas. Algunos —los más pudientes— incluso adquirieron dos, alegando posibles fallas que les impidieran seguir rodando en mitad del camino. Otros llegaron a vender todas sus pertenencias —en general semovientes— para poder comprar la bicicleta.
Las hojas de los árboles languidecieron como era de esperar y el éxodo comenzó a causar grandes males: cementeras estériles, techos que se derrumbaban por falta de reparación en las viviendas abandonadas por los ciclistas; el propio Jefe del Registro Civil y su mujer partieron, pedaleando a su vez, y desde entonces dejaron de anotarse defunciones y nacimientos, sin mencionar los matrimonios que, para peor, desde el comienzo de la venta de bicicletas aumentaron. Fue cuando las calamidades empezaron a asolar el pueblo: depredaciones y robos provocados por una banda de salteadores, impunes por falta de resguardo policial; una invasión de serpientes que —según se sabe— se animan a rondar por viviendas deshabitadas, cinco muertos en seis meses quedaron insepultos, las aves del corral desamparadas huyeron, la campana de la iglesia dejó de doblar.
Después del otoño llegó el invierno adulterando la claridad del cielo, convirtiendo en escarcha sutil y quebradiza los rocíos de todos los largos amaneceres y cuando no había culminado aún el décimo mes, Mazariego se sintió morir. Pero ya no había quedado nadie y el pueblo, vacío y oscuro, también languidecía con sus casas derruidas y cubiertas de amarillentas, duras plantas trepadoras. Ese día el vendedor de bicicletas vomitó y supo que era el fin. Serían las nueve de la mañana inicial del invierno, particularmente plomiza y fría cuando, arrastrándose, trató de cruzar el salón de ventas para cerrar las persianas de los escaparates y la puerta. En ese momento distinguió los rostros demacrados, los codiciosos ojos del bolichero y su mujer. Desde el suelo los contempló horrorizado, trató de gritar algo, pero sólo pudo hacerlo con el último brillo de sus ojos, con esa postrera luz con la que vio impotente —las inútiles manos crispadas sobre el suelo de baldosas— cómo ambos, ávidamente, dispuestos a todo, penetraban en el local y apoderándose de la última bicicleta que restaba, huyeron pedaleando a gran velocidad (la mujer trepada a los hombros de su marido) hasta desaparecer en el recodo del camino, de ese camino que ya sólo era senderillo angosto entre el yuyaral.
Ciego en la resolana
Ahora está el ciego otra vez sentado al sol al promediar la mañana. De él se dice que no siempre fue ciego y era fama también que, al no alternar sus ojos las sombras y la luz, dormía menos que un pájaro. Cualquiera que subiese al viejo y abandonado campanario de la iglesia podría contemplarlo allí, en medio del parque que rodea la casa. En eso consistía, precisamente, el gran desquite de su cónyuge, mujer obesa y rubia, de blancura impresionante, en cuyos brazos bailoteaban innumerables pulseras. Ella, canturreando muy quedo un aria en su lengua materna, empujaba la silla rodante del ciego hasta detenerla en un lugar no muy distante, donde crecían unos mimbres agobiados por plantas trepadoras. Así quedaba el ciego, aislado, en la suave y luminosa resolana, mudo, aterrorizado por las serpientes que pudieran deslizarse en el jardín; temor subyacente aun en los instantes en que ella, asomada al gran ventanal y ensayando unos gorgoritos alentadores lo azuzaba para que cantase la dulce tonada que él nunca llegó a saber cuándo había aprendido.
Enseguida del almuerzo el ciego volvía a su mecedora, en la galería, aguardando la llegada del otro, cuando su mujer se ocultaba en la interminable pausa de la siesta. Allí no hacía más que esperar alguna señal, sin que se le escapara el mínimo ruido porque todo el poder de sus ojos se había trasladado a sus oídos. Luego armaba cuidadosamente el ingenioso aparato que reproducía el vaivén de su cuerpo en la silla: una piedra de peso adecuado puesta en el extremo del arco de la mecedora y en el otro una cuerda elástica amarrada a una estaca entre los trípodes de los innumerables maceteros, que se ocupaba en disimular. Con tal mecanismo la mecedora no interrumpía su balanceo cuando él se incorporaba cautelosamente para pegar su mejilla contra la puerta de la habitación. Entonces transcurrían momentos tensos para el ciego —horas, a veces—, tiempo controlado por él mismo con su vieja maestría para calcularlo, de acuerdo al ritmo de sus pulsaciones (seiscientas pulsaciones divididas en grupos de veinte). Era testigo así de jadeos, voces ahogadas, quejidos, pequeñas risas silenciadas de pronto por inaudibles advertencias; a veces, por ciertos estrépitos sofocados, parecían rodar cuerpos en el suelo; o surgía el silencio y sólo se escuchaba el crepitar del reseco maderamen de la mecedora en la galería, moviéndose, vacía, en perpetuo vaivén. Pero cuando eso ocurría ya el ciego estaba impaciente, y sintiendo el frío del picaporte en sus mejillas mojadas por las lágrimas gritaba dando feroces golpes en la puerta. Desde el interior la mujer gorda trataba de calmarlo, gritando a su vez con voz dulce:
—¿Qué pasa? ¡Ya voy, chiquitín!
Al oírla, el ciego cesaba de golpear y rápidamente regresaba a su mecedora, desanudaba el cordón elástico, ocultaba la piedra y permanecía en espera, distraídamente, con la mirada de sus ojos hueros en dirección de las montañas.
Héctor Tizón
Sudamericana, 1978.
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