Contramarcha, de María Moreno (fragmento)

En Contramarcha, de María Moreno, (incluido en la fabulosa colección Lector&s, de Ampersand), se nos cuenta el primer contacto de la autora con una novela para adultos clásica, Los miserables, gracias a la adaptación radioteatral que escuchaba junto a su abuela, mientras la mujer preparaba la cena. Un hermoso relato autobiográfico sobre la relación entre la literatura y la infancia.


“La radio ya no era de madera oscura y casi del tamaño de un mueble pequeño, ahora le cabía el adjetivo flamante de “funcional”, a tono con los muebles de patas puntiagudas y durísimos resortes fabricados por la línea escandinava, incomodísimos pero imprescindibles  para ostentar un estatus que nosotros no respetábamos, y seguíamos con nuestros provenzales desparejos, a menudo sin manijas, rayados y opacos, manteniendo la atmósfera del conventillo que pretendíamos haber modernizado.  Era negra, pequeña, y de plástico duro, con la rueda del dial color marfil y unos huecos en el borde para apoyar los dedos. La pequeña aguja tenía un ligero lomo y, lo juro, yo la asociaba a aquella pequeña forma que me veía entre las piernas cuando estaba sentada en el inodoro y alcanzaba a dame algún breve toqueteo, con su consecuente calentura, antes de que la habitual interrupción – no me dejaban cerrar la puerta del baño – me obligara a apartar la mano. Será por eso que cuando mi abuela se ponía a girar el dial con una lentitud exasperante, como si el aparato, que ella consideraba casi mágico, fuera de una delicadeza extrema, yo me ponía nerviosa. Escuchábamos la versión adaptada de Los miserables, de Víctor Hugo, escrita por Abel Santa Cruz, ella sin dejar de preparar la cena – a veces, la caída de las arvejas que pelaba  en el interior de una cacerola volvía confusos los parlamentos – yo tirada en un sofá, con una atención intermitente. Recuerdo la ira que me daba cuando mi abuela aprovechaba que las últimas sílabas de mi nombre coincidían con las de las protagonistas más desgraciadas de la radio para hacer rimas humillantes. Yo no quería saber nada con Baptistina, la criada del obispo que servía sopa de agua, aceite  y ajo como si fuera un manjar. Menos con Fantina, de la que no me daba cuenta que era puta, pero sí que se había vuelto fea por vender sus cabellos por diez francos y, por dos napoleones, los incisivos, para comprarle un vestido a su hija, asilada en una taberna. Y menos aún con Eponina, que era mala y se moría de miseria y allí mi abuela me “cargaba” una y otra vez, señalándome “Cristina, como Eponina la sardina”. Y se reía con una risa fingida, porque no sabía reír. 

Me gustaba un poco la miseria barroca de Cosette, que tenía como único juguete una espada diminuta con la que podía cortar ensalada y partir moscas por la mitad. Hastiada de la pedagogía escolar y sus historias edificantes, que ponían de pie a los lisiados, identificaban al delfín en un mendigo y ahogaban al lobo feroz, yo soñaba con ser arrebatada desde un carromato por una mano negra, para vivir maltrecha entre animales de feria con los que me obligaban a dormir, inmolada en el circo por la negligencia de mis padres para cuidarme. Robada, golpeada, vendida. La tortura era para mí la esencia del drama; la felicidad, una abstracción soporífera para los que no saben contar ni oír contar. 

Debió ser otro radioteatro el que me acercó la figura del comprachicos, figura para mí asexuada, es decir, libre de toda connotación erótica, la única capaz de encender la trama de la vida, de llevarla lejos de esa muerte en buena salud que constituía la infancia moderna, entre la escuela, y la casa, donde los cuidados tutelares suelen asfixiar y poner una barrera odiosa a la aventura. Me enteré que ciertos comprachicos preferían a los casi recién nacidos, a quienes colocaban en el interior de un jarrón con aperturas para que sacaran brazos y piernas, así crecían deformes hasta que alcanzaban una perfección de la monstruosidad suficiente para el éxito en las ferias ambulantes.

Mi abuela imaginaba que yo quería ser Cosette, y que Los miserables no me ofrecía más ideal que esa niña sufrida, pero recompensada por el amor de un hombre con la edad de un padre y un prontuario puesto a redimir a lo largo de 300 páginas que sólo leí mucho más tarde. Pero yo no me identificaba con la niña huérfana, siempre cargada con cubos de agua que la doblaban en peso, quien fregaba hasta cubrirse de sabañones, dormía sobre paja seca sin quejarse, idiota que no sabía escalar ni robar, un peso muerto en los momentos de peligro y a la que era fácil asustar con solo repetir el nombre de los que la habían sojuzgado por años en una taberna de mala muerte; los Thénardier – mi abuela y yo pronunciábamos con ahínco palurdo Tenardié, lo mismo que Yaver, en lugar de Javert, y Yan Valyan por Jean Valjean, omitiendo las vocales nasales y la r arrastrada hasta la garganta y casi dejando escapar la saliva de nuestras yes descuidadas; pero también los actores lo hacían, solo que en voz más alta y sobreactuada: los nombres propios subrayaban la lengua francesa, aunque se la desconociera, si se gritaba un poco y se hacía una pausa.



Contramarcha
María Moreno
Ediciones Ampersand, 2020.

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