Libros y niños
Se acerca el fin del mes que dedicamos a la relación entre Infancia y literatura. En Cómo se lee y otras intervenciones críticas, Daniel Link reflexiona sobre la relación entre la escuela, la literatura y la constitución del público lector. Compartimos un fragmento del capítulo "Libros y niños".
Libros y niños - Daniel Link
Los libros y los niños son dos categorías, o dos instituciones, o dos realidades (lo que se prefiera) que entablan relaciones a menudos contradictorias, cuando no excluyentes. Los niños, se supone, no sabrían manejar los libros: los rompen, y los muerden, si son muy largos los abandonan, si el vocabulario y la sintaxis son muy complejos se dispersan. No hay acuerdos definitivos sobre la responsabilidad de desajustes semejantes.: ¿serían los niños (por pereza, necedad, hiperkinesis) los responsables del fracaso de sus carreras lectoras? ¿O sería, por el contrario, de los libros la culpa, por el cultivo capcioso del doble sentido, la abstracción, las secuencias lineales, y los paratextos monocromos? Nada de esto tendría la menor importancia si no hubiera, como parece haber, (como dicen que hay) una crisis de la lectura y si esa crisis de la lectura no se complicara con una cierta crisis de las representaciones (simbólicas y políticas).( …)
Hace sesenta años, Walter Benjamin codificaba el modo de operar de la vanguardia, se trata de provocar una demanda cuando no ha llegado todavía el tiempo de su satisfacción plena. La estrategia típicamente vanguardista ( y por lo tanto la estrategia clásica del siglo XX) pretende dividir la masa del público constituida como mercado del arte. Lo que importa, en relación con los libros, los niños y la pedagogía, es que el arte experimental (en algún sentido la literatura de verdad) tiene como una de sus condiciones la existencia de una masa de público, de un mercado de lectores. Sin lectores, sin mercado, la literatura de verdad agoniza. ¡Qué distancia insalvable, pensarán algunos, entre los esforzados profesores que enseñan las primeras letras a los niños y un poeta de vanguardia, ultraexperimental, hipersofisticado, como podría ser el caso de Haroldo de Campos! Y sin embargo, la existencia del segundo sólo se explica por la eficacia de la acción de los primeros. Eso lo sabía ya uno de los más grandes poetas latinoamericanos: Rubén Darío. Sólo así se comprende el deliberado cálculo según el cual Darío entrega, a las maestras de primaria, lo mejor de sí, sus poemas de tontería indescriptible, destinados a la memorización fatigosa, el acto patrio, el ademán recitativo. ¿Qué otra cosa, sin embargo, podía hacer Darío? Había que construir un público: la existencia misma de Vallejo, o Borges, o Girondo, o Neruda, y después Paz, Pizarnik, Perlongher (por citar sólo a las grandes marcas de la poesía hispanoamericana del siglo XX) estaba en juego. Sin la complicada relación entre la pedagogía y el llamado modernismo hispanoamericano (tan tenue, sí, tan cándido, tan escandido) la experimentación poética no hubiera encontrado, nunca, un público.
Hoy las cosas son mucho menos claras (y en la oscuridad del momento, en la crepuscularidad de la lectura, es donde hay que buscar los mayores riegos culturales). La escuela desdeña a los clásicos (desdeña, por ejemplo, a Darío). Tan modernos nos hemos vuelto, luego de la televisión, el skate, las realidades virtuales y otras maravillas del presente, que no nos animamos a imponer la literatura a nuestros niños. Todo se disuelve, así, en textos ñoños y elementales, en historias pesadamente morales, en la transcripción “literaria” (con sintaxis módica) de la vida cotidiana de los niños, cuyos avatares la literatura infantil intenta estetizar. La literatura (la literatura de verdad) muere en las mentes y en los deseos y en la imaginación de los niños por la mediocridad del material que habitualmente se les ofrece. Pocos autores (Ende, Tournier, Maite Alvarado) hablan a los niños desde la literatura. Pocos pedagogos (Maite Alvarado) muestran a los niños la literatura de verdad.
La situación actual es, por lo tanto, desesperante, sobre todo en países que, como el nuestro, son víctimas de la política editorial de los países centrales (volveremos sobre este punto en el último capítulo de este libro). La ecuación es sencilla: expulsada la literatura de la escuela, s destruye el público futuro. Destruido el público futuro, la literatura permanece como el privilegio de unos pocos “entendidos” (el juego silencioso de los cautos).
(…)
Hacen falta muchas políticas para revertir una tendencia como ésa. Una política, claro, que pase por las instituciones escolares, pero también una política del libro y una política de la literatura. Y es en esta intersección de políticas donde suele pensarse la relación entre niños (inimputables) y libros (incompetentes) La culpa, se sabe, sería de los televisores y de las computadoras. Esa respuesta no nos satisface porque lo que está en juego es verdaderamente todo: la supervivencia misma de las culturas nacionales y una cierta democracia del dominio simbólico.
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