¿Qué quiso decir con ese cuento?

En 1991, Libros del Quirquincho publicó por primera vez El corral de la infancia, un libro de ensayos de Graciela Montes. En 2001, el FCE volvió a publicarlo, y en 2022, después de años de ser un texto inconseguible, la misma editorial lo reimprimió, en una edición revisada, corregida y aumentada. Se trata de un libro imprescindible para revisar la relación entre la literatura y la infancia, sus cruces, confluencias, cortocircuitos. Compartimos un fragmento de "¿Qué quiso decir con este cuento?" un artículo de 1988, en el que Montes revisa con lucidez la "corrección política" en la literatura infantil, muchos años antes de que hubiera que lidiar con las actuales e inaceptables "cancelaciones".


¿Qué quiso decir con ese cuento? 


¿Y usted qué quiso decir con ese cuento? 

Me han hecho esa pregunta cientos de veces, adultos y también niños. Nunca me pareció una pregunta trivial. Parece ingenua, pero en el fondo no lo es: encierra toda una manera de ver la literatura y condensa lo que yo, en mi poética doméstica, de entrecasa, llamaría “pisar el palito”. 

¿Cuál es la distancia entre lo que “quiso decir” el escritor y lo que en realidad dijo? ¿Nos ocupamos de lo que dijo o de lo que “quiso decir”? ¿Dónde tiene su domicilio la literatura? ¿De qué trata el trabajo de escribir? ¿De qué trata el trabajo de leer? 

Trata de un texto, sin duda.  

Los niños pequeños a los que se les vuelve a contar por vaya a saber uno qué número de vez el mismo cuento favorito, parecen dar mucha importancia a la materialidad del texto. Lo reconocen y lo esperan así como es, en su linealidad única, y se impacientan si el que cuenta o el que lee altera una palabra, una sola, del relato. Más aún: esperan los mismos énfasis de voz, las mismas pausas, el mismo tono, la materialidad de la materialidad del texto. Para ellos el cuento es lo que el cuento dice. 

Sin embargo, esta verdad tan obvia – la literatura está hecha de palabras – parece opacarse con el tiempo. Se va imponiendo el “reduccionismo”, que poco a poco se desinteresa del texto en su materialidad y sale en persecución de las “intenciones”. “Y usted qué quiso decir con ese cuento?” ¡Abracadabra! El texto desaparece reducido a un discurso acerca del texto, a un “argumento”, a un “tema”, a un “mensaje” o, en formas más obvias, a una “moraleja”. 

“Y usted ¿qué quiso decir con ese cuento? 

Por lo general, me defiendo y defiendo mi texto diciendo algo así como: “Bueno, lo que yo quise decir con ese cuento fue… ese cuento, justamente, así como es, con todas sus palabras”. (A diferencia del Principito, no estoy tan segura de que lo esencial sea invisible a los ojos.) “Ahí está el texto, digo, léanlo, que es la carne a la que hay que hincarle el diente.” 

Pero el que pregunta por lo general no se convence. Toda una tradición escolar lo ha ido conduciendo a ese reduccionismo. ¿Quién no tuvo que pesquisar un “mensaje”? ¿O caracterizar un personaje? ¿O resumir un argumento? Actividades todas que no están mal en sí mismas, que pueden contribuir a desarrollar el pensamiento crítico, y que no tendrían nada de objetables si no fuera porque tienden a ir reemplazando el texto por los discursos acerca del texto – en última instancia, otros textos -, a punto tal que, luego de tanto afán reduccionista, el propio texto cae en el olvido, desaparece.  

Cuando sucede esto, el lector ha pisado el palito. Ha permitido que le birlaran el texto. 

Aunque eso de pisar el palito no es privilegio de los lectores. También los escritores podemos pisarlo. Y sobre todo los que escribimos para niños, que estamos tan rodeados – acosados, diría – de solicitaciones extraliterarias.  

Todo a nuestro alrededor nos señala que nuestro oficio – escribir para los niños - supone una responsabilidad enorme. Y, por si no nos sentimos suficientemente agobiados por esa grave responsabilidad, hay batallones de veedores que nos acercan críticas, sugerencias, controles. Desde la psicología, la pedagogía, la pediatría, la moral y las buenas costumbres… Todos tienen un auténtico interés por el niño y se sienten por lo tanto habilitados para opinar acerca de cómo debe ser la literatura que les está destinada. Con todas esas recomendaciones podríamos compilar una especie de Manual del buen escritor para niños, que contendría exigencias tales como que sea ameno pero sencillo, que se anime a los grandes problemas pero, eso sí, que deje un mensaje de esperanza y, principalmente, que tenga un final feliz. Nada de demasiado miedo, ni de demasiada excitación y, sobre todo, que no vaya a producir angustia: que no haya chicos que vuelan, porque eso puede inducir al lector a arrojarse por la ventana, y que no haya venganzas, para no estimular los sentimientos crueles… Ah, y por favor, que no sea demasiado largo. Y si de paso puede dejar alguna enseñanza, tanto mejor. 

Y los que escribimos para chicos, arrinconados por tantas solicitaciones – que muchas veces no nos vienen desde fuera, desde el adulto interesado por los niños que llevamos dentro -, de pronto… ¡pisamos el palito! Y nos sorprendemos pensando algo así como “Tengo ganas de tratar el tema de…” o “Voy a escribir un cuento para…” Y puede ser para muchas cosas. Lo cierto es que en cuanto uno piensa ese tipo de cosas, ¡ya pisó el palito! No sentó domicilio en el texto sino en algún otro lado, por ejemplo en las “buenas intenciones”. 

Y ahí comienzan los problemas porque, cuando el texto no aparece al comienzo sino tardíamente, despegado de lo que se va a nombrar, puede suceder – numerosas veces sucede – que lo nombrado y el nombre van por caminos divergentes y hasta totalmente reñidos. Entonces una cosa es lo que se dijo y otra muy distinta lo que se quiso decir. 




El corral de la infancia

Graciela Montes
Fondo de Cultura Económica, 2001.



El corral de la infancia
Graciela Montes
Libros del Quirquincho, 1991.

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