Fragmentos de un regreso al país natal
En noviembre de 1998 Roberto Bolaño viajó a Chile después de veinticinco años de ausencia, para participar como jurado en un concurso literario. En esa oportunidad, en la revista Paula le pidieron que escribiera un artículo que contara lo que le hubiera llamado la atención, después de tantos años. En febrero de 1999 se publicó en la revista, su "Fragmentos de un regreso al país natal".
FRAGMENTOS DE UN REGRESO AL PAÍS NATAL
LA INVITACIÓN
Veinte días en Chile que estremecieron el mundo (mental) en el que yo habito. Veinte días que fueron como veinte sesiones de humanidad cayendo a plomo. Veinte días para llorar y reír a gritos. Pero empecemos por el principio. Salí de Chile en enero de 1974. La última vez que tomé un avión fue en enero de 1977. No pensaba volver a Chile nunca más en mi vida. No pensaba subirme a un avión nunca más en mi vida. Un día me llamó una chica de Paula y me preguntó si quería formar parte del jurado del concurso de cuentos que la revista organiza. Dije que sí de inmediato. No sé en qué estaría pensando. Tal vez en los atardeceres privilegiados de Los Ángeles, pero no en Los Ángeles del Bío-Bío sino en Los Ángeles de California, en la ciudad que surgió de la nada y desde cuyas azoteas es factible ver el esplendor que supura cada rincón del planeta. Es posible que estuviera pensando en eso. Es posible que estuviera haciendo el amor. Sí, ahora me acuerdo, era eso. Entonces sonó el teléfono y salí de la cama y contesté y una voz femenina me preguntó si me gustaría viajar a Chile y entonces la ciudad de Los Ángeles llena de rascacielos y de palmeras se transformó en la ciudad de Los Ángeles llena de casas bajas y calles de tierra. Los Ángeles, la capital de la provincia de Bío-Bío, la ciudad en donde Fernando Fernández jugaba al taca-taca en patios que parecían soñados por adolescentes locos, la ciudad en donde Lebert y Cárcamo caminaban siempre juntos y en donde el tolerante Cárdenas fue presidente de curso en un liceo de hombres diseñado por algún ayudante del diablo y en donde el Pescado entró de golpe en la clandestinidad. La ciudad de los malones vespertinos. La ciudad salvaje cuyos atardeceres eran como el comentario afásico del privilegio. Así que dije que sí de la misma manera que hubiera podido decir que no. La habitación estaba a oscuras; esperaba una llamada telefónica, pero no ésta; la voz que me hablaba desde el otro lado del mundo era dulce. En ese momento pude haber dicho que no. Pero yo dije que sí porque la capital de la provincia de Bío-Bío saltó de golpe, como un gato montés, sobre el mapa de la ciudad de la felicidad y la arañó y en esos arañazos (imperceptibles) ya estaba escrito que tenía que volver a Chile y que tenía que volver a subirme a un avión.
EL VIAJE
Así que volví a Chile. Me subí a un avión. No sé cómo lo hacen para mantenerse en el aire. Turbulencias en el Atlántico, turbulencias en el Amazonas. Turbulencias en la Argentina y poco antes de cruzar la Cordillera. Para colmo, Lautaro, mi hijo de ocho años, no puede jugar con su game-boy durante el vuelo. Pero no hay problemas. Volamos. Mi hijo duerme plácidamente, mi mujer, Carolina López, duerme plácidamente. Los dos son españoles y es la primera vez que viajan a América. Yo no duermo. Yo nací en América. Soy chileno. Estoy despierto y sostengo mentalmente las alas del avión. Escucho hablar al resto de los pasajeros. La mayoría están dormidos pero hablan en sueños. Tienen pesadillas o sueños recurrentes. Son chilenos. Las azafatas españolas los miran mientras atraviesan el pasillo de punta a punta, a veces en paralelo y a veces en direcciones contrarias. Cuando esto último ocurre y sus trayectorias se intersecan ambas azafatas levantan las cejas en la oscuridad y prosiguen imperturbables su marcha. Ah, la simpatía de las españolas. ¿Quiere usted un vaso de agua, un zumo de naranjas?, me preguntan cuando pasan a mi lado. No, un millón de gracias, digo yo. No, infinitas gracias, digo yo mientras las turbinas del avión taladran la noche, que es otro avión que viaja empotrado en otro avión. Esto los antiguos lo representaban gráficamente con un pez que se come a otro pez que se come a otro pez. Mientras tanto, la noche real, afuera del avión, es enorme y la luna muy pequeña, como la luna de Pezoa Véliz. Estoy viajando a Chile. Por momentos yo también me duermo y tengo sueños extraños y vívidos. Breves sueños en blanco y negro que me remiten a vidas que ya no podré vivir. Si durmieras de día tendrías sueños en colores, me dijo una vez mi hijo. Joder, me estoy aproximando a Chile a más de ochocientos kilómetros por hora. Y por fin comienza a amanecer y el avión atraviesa la Cordillera y ya estamos de vuelta y he aquí el primer cambio: la última vez que salí de Chile, en un vuelo Santiago-Buenos Aires, la Cordillera parecía mucho más grande y mucho más blanca; ahora no parece tan grande y la nieve brilla por su ausencia. Pero sigue siendo bonita. La Cordillera parece más indómita, más perdida y menos dormida. Después el avión se asoma a unos tierrales y, sin darnos tiempo a pensar «puro Chile es tu cielo azulado», aterriza.
UNA PUTA REGRESA
Estoy en el país natal. No hay problema. Los pasajeros se levantan de sus asientos: no veo rostros excesivamente felices, más bien todos parecen preocupados, excepto la mujer que viaja justo detrás de mí. Durante la noche la oí conversar. Por sus palabras deduzco que se trata de una puta. Una puta chilena que trabaja en Europa y que tras una ausencia más o menos prolongada vuelve a Chile a comprar propiedades, aunque no me ha quedado claro en dónde piensa comprarlas: a veces parecía referirse al sur y a veces parecía hablar de casas abandonadas de Santiago. En cualquier caso es una mujer de rostro simpático, con el pelo teñido de rubio y un cuerpo aún hermoso, y que, para variar, también ha hablado en sueños. Palabras ininteligibles en español y en italiano y en alemán. También, durante algunos minutos, la he oído roncar con una fuerza similar a la de los motores del avión que milagrosamente nos ha traído hasta Chile. Pensé entonces que esos ronquidos desmesurados podían ser de mal agüero. Pensé en decirle algo. Pero finalmente opté por no hacer nada y los ronquidos de golpe desaparecieron, como si sólo fueran la manifestación corporal de una pesadilla que aquella puta de buen corazón había tenido y que ya había dejado atrás, como uno deja atrás los días malos y las enfermedades.
Hace tiempo conocí a un chileno al que siempre le iba mal. Estuviera donde estuviera e hiciera lo que hiciera, siempre le iba mal. Ese chileno vagabundo a veces se ponía a recordar su país natal y acababa sus circunloquios indefectiblemente de la misma manera: voy a llegar a besar el suelo chileno, decía. Cuando vuelva a Chile lo primero que haré será besar el suelo chileno. Olvidaba el terror, la injusticia, el sinsentido. Nosotros nos reíamos de él, entre perplejos y divertidos, pero eso a él no le importaba. Ríanse no más, decía, pero cuando yo vuelva lo primero que haré será besar el suelo chileno. Creo que murió en algún país sudamericano, o centroamericano, y presumo que de haber regresado su rostro sería ahora como el de los demás pasajeros chilenos (excepto la puta), un rostro mortalmente serio, un rostro preocupado y como visto desde varios ángulos al mismo tiempo, un rostro que pasa en pocos segundos de Cézanne a Picasso y de Picasso a Basquiat, el rostro habitual de los nativos de la isla-pasillo.
Por supuesto, yo no besé el suelo de la patria. Intenté no tropezar en la escalerilla del avión y traté de encender sin temblar uno de mis últimos cigarrillos españoles. Después respiré el aire de Santiago y echamos a andar hacia la aduana.
LOS ROSTROS
Y de golpe aparecieron los rostros chilenos, los rostros de mi infancia y adolescencia, por todos lados, en catarata, rodeado de chilenos, chilenos que parecían chilenos, chilenos que parecían marcianos, chilenos que deambulaban de un lado a otro sin nada que hacer en aquel aeropuerto que supongo no era el aeropuerto de Pudahuel aunque por momentos lo parecía, y también chilenos que esperaban a los viajeros y que agitaban pañuelos blancos, e incluso chilenos que lloraban (algo usual, según recordaba, los chilenos lloran mucho, a veces sin motivo, a veces incluso sin ganas), y también chilenos que se reían como si el mundo se fuera a acabar y sólo ellos lo supieran. Pero lo que más vi en aquellos primeros minutos fue a chilenos quietos y silenciosos, chilenos que miraban el suelo como si estuvieran flotando sobre un abismo dudoso, como si el aeropuerto fuera un espejismo y todos nos encontráramos suspendidos sobre una especie de nada que milagrosa o fatalmente nos sostenía, exigiendo a cambio un tributo misterioso o inconfesable, un tributo que nadie estaba dispuesto a pagar, pero que tampoco nadie estaba dispuesto a declarar que no lo pagaría.
COMIENZA EL BAILE
Los trámites en la aduana fueron extremadamente fáciles. Hacía muchísimos años que no me dejaban entrar en un país con tanta facilidad. Mi mujer tuvo que rellenar un papel y creo que tuvo que pagar algo. Cuando pregunté qué papeles tenía que rellenar yo, una aduanera gordita y simpática me dijo que no tenía que rellenar nada. Ésa fue la primera bienvenida. La segunda nos la proporcionó una segunda aduanera, que decidió no registrarnos ninguna maleta. Adelante, dijo, pasen. La tercera nos la dio mi abuela y Alexandra Edwards y Totó Romero y Carlos Orellana y la Malala Ansieta, que nos saludaron como si nos conociéramos desde siempre. A esas alturas ya habíamos salido de las dependencias del aeropuerto y esperábamos un taxi para irnos al hotel y todo iba bien, pero de alguna manera yo no había vuelto a Chile todavía. Es decir, estaba allí, rodeado de chilenos, una experiencia que no había experimentado desde enero del 74, pero volver, lo que se dice volver, aún no había vuelto. Todavía estaba en el avión, todavía estaba corriendo por los pasillos del aeropuerto de Madrid, todavía estaba acostado en mi casa de la calle del Loro, en Blanes, todavía estaba soñando que iba a viajar a alguna parte.
A MI CASA NO MÁS LLEGO
Fue Samuel Valenzuela, de Las Últimas Noticias, el que me dijo de verdad que ya estaba de vuelta. Conversamos durante un rato. Yo tenía pocas cosas que decir. Así que lo que hice fue preguntar y Samuel Valenzuela se puso a contestar todas mis preguntas. Samuel Valenzuela parece salido de una novela de Manuel Rojas. Creo que mata sus ratos de ocio pintando. Fue el primer día, aún con jet-lag, y fue en un fundo al que me llevaron que parecía la pesadilla agrícola de Miquel Barceló. En ese fundo solía pasar sus vacaciones Vicente Huidobro, dijo alguien a mis espaldas. Ahora, convertido en una viña, convertido en un museo, convertido en un restaurante, ese fundo, en el que durante la Guerra de Independencia se refugiaron ciento veinte patriotas, o tal vez doscientos veinte, o tal vez sólo veinte y también puede que sólo dos, es el escenario dadaísta de mi primera reunión en la tierra natal. Miro para todos lados y los fantasmas de aquellos patriotas aparecen y desaparecen confundidos con las paredes encaladas y con los árboles, enormes y tristes, del gran parque que rodea al fundo, en uno de cuyos rincones uno de sus propietarios hizo construir un baño romano que cuando me lo muestran me produce algo parecido a un desvanecimiento. La cursilería de los chilenos no tiene parangón en el planeta. La hospitalidad tampoco, y en mi caso no cesa. Hasta que Samuel Valenzuela me aparta del grupo y comienza a hacerme la entrevista. Hablamos del vino chileno. Vino que ya no puedo probar. También hablamos de las empanadas. ¿Qué se siente al estar de vuelta?, me pregunta. Le digo que no lo sé. Nada, le digo, no se siente nada. Al día siguiente Valenzuela publica la entrevista. El titular decía: «Bolaño, a su casa no más llega». Cuando lo leí, pensé: ¡pues es verdad! Con ese titular, Samuel Valenzuela me dijo todo lo que humanamente, metafísicamente, ontológicamente, telúricamente, se me podía decir. Supe entonces que ya estaba de vuelta en Chile.
CONVERSACIONES TELEFÓNICAS CON PEDRO LEMEBEL
Lo primero que me preguntó Lemebel fue qué edad tenía cuando me fui de Chile. Veinte años, le dije. ¿Y entonces cómo pudiste perder el acento chileno?, dijo él. No lo sé, pero lo perdí. Es imposible que lo perdieras, dijo él, a los veinte ya no se puede perder nada. Se pueden perder muchas cosas, dije yo. Pero no el acento, dijo él. Bueno, yo lo perdí, dije yo. Es imposible, dijo él. Allí hubiera podido acabar todo: el diálogo parecía un callejón sin salida. Pero Lemebel es el más grande poeta de mi generación y yo admiraba, ya desde España, la estela gloriosa y provocativa de Las Yeguas del Apocalipsis. Así que avancé por esa calle y nos fuimos a comer a un restaurante peruano y hablé con las demás personas con las que íbamos, Soledad Bianchi, Lina Meruane, Alejandra Costamagna, el poeta Sergio Parra, y mientras tanto Lemebel entró en un estado más bien melancólico y permaneció callado durante el resto de la noche, lo que fue una pena. Nadie habla un español más chileno que Lemebel. Nadie le saca más emociones a su español que Lemebel. Lemebel no necesita escribir poesía para ser el mejor poeta de mi generación. Nadie llega más hondo que Lemebel. Y encima, por si fuera poco, Lemebel es valiente, es decir sabe abrir los ojos en la oscuridad, en esos territorios en los que nadie se atreve a entrar. ¿Que cómo supe todo esto? Fácil. Leyendo sus libros. Y tras leerlos, con emoción, con risas, con escalofríos, lo llamé por teléfono y hablamos durante mucho rato, una larga conversación de aullidos de oro, en donde reconocí en Lemebel el espíritu indomable del poeta mexicano Mario Santiago, muerto, y las imágenes relampagueantes de La Araucana, muerta, arrinconada, pero que Lemebel hacía vivir otra vez, y entonces supe que ese escritor marica, mi héroe, podía estar en el bando de los perdedores pero que la victoria, la triste victoria que ofrece la Literatura (escrita así, con mayúsculas), sin duda era suya. Cuando todos los que lo han ninguneado estén perdidos en el albañal o en la nada, Pedro Lemebel será aún una estrella.
EL PERIODISTA GORDO
Un día vino a entrevistarme un periodista gordo. Ése no era tan joven como los demás, tendría mi edad, tal vez un poco menor, y venía de La Serena. Me regaló un ejemplar de su periódico, un periódico de La Serena, y luego se sentó acezando en una silla y miró mis cigarrillos y me pidió uno. Él ya no compraba porque había dejado de fumar, pero aquella mañana le apetecía uno.
No tenía fotógrafo, así que las fotos me las hizo él. ¿Sabe usted cómo van estas cámaras?, me preguntó. Yo miré la cámara fotográfica y le dije que en realidad no tenía idea. Durante un rato ambos estuvimos estudiando el aparato. Se lo había dejado un compañero fotógrafo de La Serena. Su indecisión, lo comprobé pronto, era mayor que la mía. Hagamos las fotos en el balcón, dijo, allí hay más luz. No sé por qué, la idea no me gustó. No estoy bien de la garganta, le dije, no quiero que me dé el aire. Es que usted fuma mucho, dijo dejando su cigarrillo en el cenicero. Finalmente yo me senté en un sillón y le dije tómeme las fotos ahora o nunca. Él suspiró y sacó tres o cuatro fotos. Es triste la vida de un periodista de provincias, dijo. Pero también debe de tener sus aspectos interesantes, dije yo. Los de policiales se lo pasan mejor, dijo él. Sí, también hay cosas interesantes. Como en cualquier vida.
LA LITERATURA CHILENA
Esto es lo que aprendí de la literatura chilena. Nada pidas que nada se te dará. No te enfermes que nadie te ayudará. No pidas entrar en ninguna antología que tu nombre siempre se ocultará. No luches que siempre serás vencido. No le des la espalda al poder porque el poder lo es todo. No escatimes halagos a los imbéciles, a los dogmáticos, a los mediocres, si no quieres vivir una temporada en el infierno. La vida sigue, aquí, más o menos igual.
RODRIGO PINTO
Un escritor tiene a veces intuiciones absolutamente fiables. Una de mis pocas intuiciones es Rodrigo Pinto. No creo que en Chile haya muchos críticos como él. Su persona es impagable: cada poro de Rodrigo Pinto nos está hablando de su amor por la literatura, de su humor, de su sabiduría.
Rodrigo Pinto es el chileno mítico, aquel que lo ha leído todo o que está dispuesto a leerlo todo. Y además, y por encima de todo, es buena persona. Rodrigo Pinto puede pasar de Wittgenstein a Juan Emar, de Stendhal a Claude Simon sin que le tiemble un pelo. Yo creía que esa clase de lectores había desaparecido o que estaban recluidos en Viña, o en Villa Alemana, o en Valdivia. Pero Rodrigo Pinto vive en Santiago y es joven todavía, por lo que es dable suponer que durante mucho tiempo va a estar dando batalla en este valle de lágrimas. La última vez que lo vi, en Santiago, iba del brazo de una morena y de una pelirroja, ambas hermosísimas, rumbo a un restaurante japonés a comer sushi.
ESCRITORAS
Ignoro si bajo la admonición de Gabriela Mistral, de Violeta Parra, de María Luisa Bombal o de Diamela Eltit, el caso es que hay una generación de escritoras que promete comérselo todo. A la cabeza, claramente, se destacan dos. Éstas son Lina Meruane y Alejandra Costamagna, seguidas por Nona Fernández y por otras cinco o seis jóvenes armadas con todos los implementos de la buena literatura. Lina y Alejandra, ambas nacidas en 1970, ya han publicado libros y esos libros los he leído. Sus escrituras son muy distintas. Quiero decir: la forma a la que esa escritura se agarra. Su contundencia, no obstante, es similar. Cuando ellas escriben al lector no le queda más remedio que seguirlas por entre las ruinas de este siglo que se acaba o por entre los fulgores sin salida aparente del milenio que comienza. Su prosa surge de los martillazos de la conciencia, pero también de lo inasible y del dolor. Estilísticamente, Lina Meruane se adscribiría a una cierta escuela francesa (pienso en Marguerite Duras, en Nathalie Sarraute), mucho más subjetiva e introspectiva, mientras que Alejandra Costamagna desciende directamente de la narrativa norteamericana, objetiva, más rápida, menos ornada. Una escribe en claroscuros y la otra en blanco y negro. Las infantas,de Lina Meruane, y En voz baja y Ciudadano en retiro, de Alejandra Costamagna, son logros en sí mismos pero sobre todo son la promesa más firme de una literatura que no renuncia a nada. Las jóvenes escritoras chilenas escriben como demonias.
SANTIAGO
Santiago sigue igual. Las ciudades no cambian en veinticinco años. Aún se comen empanadas en Chile. Las empanadas de Chile aún se llaman empanadas chilenas y uno las puede ir a saborear al Nacional o al Rápido (recomendación de Germán Marín). Aún se comen barros-luco o barros-jarpa o chacareros, ergo la ciudad no ha cambiado. Los nuevos edificios, las nuevas avenidas, no significan nada. Las calles de Santiago siguen siendo las mismas que hace noventa y ocho años. Santiago está igual que cuando caminaban por sus calles Teófilo Cid o Carlos de Rokha. Todavía vivimos en la época de la Revolución Francesa. Los ciclos son mucho más extensos y más densos y veinticinco años no son nada.
TODOS ESCRIBEN
En Chile todo el mundo escribe. Lo supe la noche en que estaba esperando a que me hicieran una entrevista en directo en un canal de televisión. Antes que yo iba a entrar una muchacha que había sido Miss Chile o algo así. Tal vez sólo Miss Santiago o Miss Fundo en Llamas. Lo cierto es que era una chica guapa, alta, que hablaba con la desenvoltura vacía de las misses. Me la presentaron. Cuando se enteró de que yo había sido jurado del concurso de la revista Paula dijo que ella estuvo a punto de enviar un cuento, que no había podido hacerlo y que lo haría el año siguiente. Su desenvoltura era admirable. Espero que para la edición del 99 tenga tiempo de mecanografiar su cuento. Le deseo la mejor de las suertes. Por momentos puede ser maravilloso eso de que todo el mundo escriba porque uno encuentra colegas en todas partes, y por momentos puede resultar pesado, porque cualquier gilipollas iletrado se siente imbuido de todos los defectos y de ninguna de las virtudes de un escritor verdadero. Nicanor Parra lo dijo: tal vez sería conveniente leer un poco más.
NICANOR PARRA Y ADIÓS A CHILE
Mi amigo Marcial Cortés-Monroy me lleva a visitar a Nicanor Parra. Para mí, Parra es desde hace mucho el mejor poeta vivo en lengua española. Así que la visita me pone nervioso. Bien pensado, no debería ser así, pero la verdad es que estoy nervioso, por fin voy a conocer al gran hombre, al poeta que duerme sentado en una silla, aunque su silla, en ocasiones, es una silla voladora, a propulsión a chorro, y en ocasiones es una silla taladradora, subterránea, en fin, que voy a conocer al autor de los Poemas y antipoemas, el tipo más lúcido de la isla-pasillo por la que deambulan, de punta a punta y buscando una salida que no encuentran, los fantasmas de Huidobro, Gabriela Mistral, Neruda, De Rokha y Violeta Parra.
Al llegar nos abre la puerta Corita. Un poco desconfiada, Corita, aunque se nota que no es mala persona. Después nos quedamos solos y al poco rato escuchamos unos pasos que se aproximan a la sala. Aparece Nicanor. Sus primeras palabras, después de saludarnos, son en lengua inglesa. Es la bienvenida que ofrecen a Hamlet unos campesinos de Dinamarca. Después Nicanor habla de la vejez, del destino de Shakespeare, de los gatos, de su primera casa en Las Cruces, que se quemó, de Ernesto Cardenal, de Paz, a quien estima más como ensayista que como poeta, de su padre que tocaba instrumentos musicales y de su madre que fue costurera y que con los restos de tela fabricaba camisas para él y para sus hermanos, de Huidobro, cuya tumba se ve desde el balcón, al otro lado de la bahía, sobre un bosque, una mancha blanca como una cagada de pájaro, de su hermana Violeta y de su hija Colombina, de la soledad, de algunas tardes en Nueva York, de accidentes de coches, de la India, de amigos muertos, de su infancia en el sur, de los choritos que cocina Corita y que en verdad están muy buenos, del pescado con puré que cocina Corita y que también está muy bueno, de México, del Flandes indiano y de los mapuches que combatieron del lado de la corona española, de la universidad chilena, de Pinochet (Nicanor es profético en lo que respecta al fallo de los lores), de la nueva narrativa chilena (pondera a Pablo Azócar y estoy completamente de acuerdo), de su viejo amigo Tomás Lago, de Gonzalo de Berceo, de los fantasmas de Shakespeare y de la locura de Shakespeare, siempre aparente, siempre circunstancial, y yo lo escucho hablar en vivo y en directo y luego lo veo en un video hablando de Luis Oyarzún y siento que estoy cayendo en un pozo asimétrico, el pozo de los grandes poetas, en donde sólo se escucha su voz que poco a poco se va confundiendo con las voces de otros, y esos otros no sé quiénes son, y también se escuchan sus pasos que resuenan por toda esa casa de madera mientras Corita escucha la radio en la cocina y se ríe a carcajadas, y Nicanor sube al segundo piso y luego baja con un libro para mí (que tengo, desde hace años, la primera edición, Nicanor me obsequia la sexta) y que me dedica, y entonces yo le doy las gracias por todo, por el libro que no le digo que ya tengo, por la comida, por las horas tan agradables que he pasado con él y con Marcial, y nos decimos hasta luego aunque sabemos que no es hasta luego, y luego lo mejor es irse cagando leches, lo mejor es buscar una salida del pozo asimétrico y salir disparados y en silencio mientras los pasos de Nicanor resuenan pasillo arriba y pasillo abajo.
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