El río, puente y muro
¿Qué sensación se conecta a la imagen de un ancho río que separa orillas y vidas? El río concentra el tiempo, que corre rápido como el agua y el límite a la continuidad espacial, a la comunicación, a la unión, entre tantas otras cosas que sobre este paisaje pueden ser dichas. Libro de arena propone una reseña, a modo de lectura acerca de la película El río y la muerte de Buñuel como parte de los textos referidos al tópico de mes: El Río
Por Lisandro Quiroga*
Por Lisandro Quiroga*
No
siempre los límites físicos y concretos son los más fuertes e ineluctables. Las
barreras que inventa el hombre, es
sabido, logran dividir el mundo. En un pueblo de los adentros de un México
machista y prepotente dos familias se disputan no se sabe bien qué; hay, sin
dudas, una causa original pero ya nadie la tiene presente; llegados a un punto,
¿acaso importa?; pelean, se vengan, se matan, y se vuelven a matar porque sobre
ellos se ha impuesto una rutina de odio implacable. El río y la muerte es el título de una película de uno de los
realizadores más importantes del cine de todos los tiempos, se trata de Luis
Buñuel. Filmada en 1954, relata la particular costumbre de los habitantes de
este pueblo de matar por nada. Y allí está la figura de un ancho río que
separaba ese pueblo de odio de un monte tupido y virgen. La costumbre indicaba
que había dos maneras de llegar al monte: vivo o muerto. El que era asesinado
atravesaba el río como protagonista de una canoa negra de sepelio, el que
mataba debía cruzarlo a nado para perderse definitivamente entre la vegetación.
Todos mataban pero nadie ganaba, era la muerte o la desolación; aún conociendo
las irremediables consecuencias todos mataban. Pero más allá del origen en la
disputa entre dos familias, el resto de la comunidad fue tomando partido. La
presión que estas dos familias ejercían hacia abajo obligó a muchos a
decidirse: de un lado o del otro. De esta manera la violencia y la prepotencia
se incrustaron en las charlas y en las acciones de todos, que asumieron como
propia una disputa que les era ajena. Hubo un sector de la sociedad que trató
de permanecer al margen pero el combate fue tan grande que no tardó en meterse
de prepo en sus vidas. Un odio atiborrado de pequeñas y grandes complicaciones se apoderó de los habitantes de ese pequeño pueblo hasta destruirlo. Anegado el pueblo bajo una inundación, su reconstrucción
fue llevada a cabo en la orilla opuesta del río. Excepto el cementerio, que
quedaba en su sitio antiguo para no trastornar la paz de los muertos, todo fue mudado. Desde que
un hombre mató a otro a puñaladas a causa de una injuria trivial la violencia
comenzó a desenvolverse e incrementarse exponencialmente. No quedó un solo ser sin andar armado, todos fueron igualados en la violencia. Hasta el párroco adoptó esta actitud. En realidad, el relato nos lleva a pensar cuán poco importa
si al río, símbolo de todas las separaciones, diferencias y escisiones, lo atraviesan a nado o en una negra canoa. El final de los que odian siempre
será el mismo. La muerte no es la única que iguala, la violencia empareja a los que la ejercen en vida. Es lo que el film, en última instancia, intenta mostrar: cómo
las pasiones emparejan y diluyen cualquier intención de fondo; ya nada puede
rescatarse, el bien y el mal se han convertido en indistinguibles, todo ha
quedado mezclado en el mismo lodo. Fuera de esto el relato se parece al género
del melodrama moderno sin mayores variaciones, pero no está mal volver siempre
a un clásico.
*Lisandro Quiroga: es politólogo y disfruta de las lecturas en sus ratos de ocio, a las que inevitablemente relaciona con su formación.
*Lisandro Quiroga: es politólogo y disfruta de las lecturas en sus ratos de ocio, a las que inevitablemente relaciona con su formación.
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