Inmortalizados a través de la muerte: Atala y Chactas
Las artes tejen redes elaboradas, minuciosas, complejas, que se anudan en distintas expresiones para referirse a los mismos temas. La historia de Atala
y Chactas, que muestra la muerte y la tragedia como estigma del amor inmortalizado, une la literatura a la plástica en lienzos y esculturas que escenifican los momentos más intensos del relato. Basadas en la novela de Chateaubriand, Atala, o los Amores de dos salvajes por el desierto, innumerables obras pueblan museos para recordarnos el sentido imperecedero del amor en la ficción. Libro de arena presenta un artículo especial que analiza ese universo de múltiples relaciones entre arte y literatura.
Por
Sofía Raquel Maniusis
La obra que nos convoca en este texto se trata de
la novela romántica de François-René, vizconde de Chateaubriand, titulada: Atala,
ou les Amours de deux sauvages dans le désert (Atala, o los Amores de dos salvajes por el desierto). Huyendo de
los devenires de la Revolución Francesa, Chateaubriand visita por unos meses
Estados Unidos, y es allí donde se inspira ante los nativos americanos,
desembocando en temáticas plagadas de exotismo como Les Nátchez, o Atala
y la subsiguiente René.
Atala toma la forma de relato oral, en donde un indio
llamado Chactas -encarnación del bon sauvage- le narra una historia de
su juventud a un explorador, René. La historia en sí es un relato que llega al
narrador principal, de la mano de unos indios, que transmiten la historia
contada por el propio René. Se encuentra enmarcada en el ámbito de las zonas
ocupadas por los nativos de América del Norte durante lo que suponemos el siglo
XVIII, ya que la novela en sí, fue publicada por Chateaubriand en 1801. Se
trata de una apasionada historia de amor atravesada por la tragedia, en donde
la muerte y la religión se interponen ante el romance de la pareja.
El protagonista de la historia es un nativo de la
tribu Natchez llamado Chactas quien, al perder a su padre en una batalla contra
la tribu Muscogees, es criado por un español, López el cual le da libertad cuando éste
alcanza su mayoría de edad. En el camino, es capturado por los Muscogees y los
Seminoles, siendo sentenciado a morir inmolado en la villa. Sin embargo, la
hija del jefe Seminoles, Atala -cuya madre había sido cristiana- se apiada de
la suerte de Chactas y lo ayuda a escapar. Chactas queda prendado de Atala, y
le propone huir juntos. Ella accede y, durante su peregrinaje, la atracción que
siente el uno por el otro crece exponencialmente, así como la familiaridad
entre ambos. El romance fluye a punto tal que el comienza a llamarla su
“esposa”. Hay, sin embargo, en el relato, indicios de un detalle funesto. Atala
se rehúsa a consumar aquel matrimonio de palabra, musitando maldiciones contra
cierta “promesa” cierto “voto” y a su madre. Durante una noche de tormenta,
Atala le relata a Chactas su verdadero origen, que su padre no sería el jefe
indio, sino un español de apellido López, que había embarazado a su madre antes
de que esta fuera entregada por esposa al susodicho indio. Es entonces que
Chactas descubre que su padre de crianza era el biológico de su eternamente
amada.
La llegada salvadora de un nuevo personaje, el
padre Aubry, interrumpe una escena amorosa que según el relato, estaba haciendo
sucumbir la resistencia de la joven. Padre Aubry los recibe en su iglesia, y
promete unirlos en sagrado matrimonio. Según relatará Chactas, “a estas
palabras, me arrojé a los pies del solitario, derramando lágrimas de júbilo;
pero Atala palideció como la muerte.” El romance continúa, con una constante
pero cada vez más débil reticencia de la joven, hasta la llegada del momento
funesto. Cierto día, Aubry y Chactas encuentran a Atala febril y
desfalleciente. Allí ella confiesa la verdadera naturaleza de sus males: al
momento de su nacimiento, su madre le había jurado a la Virgen que si la niña
vivía, impondría un voto de castidad sobre ella, peligrando su propia alma en
caso contrario. Por lo tanto, la virtud de Atala no era solo condición sine
qua non de su propia salvación, sino también del alma de su madre. Padre
Aubry trata de consolarla, diciendo que con contactar al obispo de Quebec, la
situación podía revertirse, ante lo cual Atala clama angustiada, y anuncia una
segunda verdad: la noche anterior, al sentir que su entereza peligraba ante los
cariños de Chactas, había ingerido un veneno mortal.
Largas páginas dedica el autor al describir el
lecho de muerte de la joven. Aubry se dedica a consolar el atormentado espíritu
de Atala, quien ahora teme por su alma al haber cometido el pecado de suicidio.
El párroco le asegura que Dios se apiadaría de su fortuna, y que le tendría
consideración a la lealtad a sus virtudes y a su buena voluntad, y no a aquel
pecado que hizo presa del temor y la ignorancia. Entre llantos, promesas y
tiernas conversaciones finales, Atala le hace prometer a Chactas volverse
cristiano para poder reencontrarse con él en el cielo.
Atala finalmente muere tras larga agonía y luego
de una noche de oración, ambos le dan sepultura. Aubry alienta a Chactas a
seguir su camino y dejar atrás el dolor. Haciendo caso del consejo, en el
camino hacia su tierra, pasa por la tumba de Atala, y se detiene realiza su
primer acto de meditación: “sentí la tentación de abrir la fosa y contemplar
otra vez a mi amada; pero me contuvo cierto religioso temor, y me contenté con
sentarme sobre la recién removida tierra. Apoyado con un codo en mis rodillas, y
la cabeza en mi mano quedé abismado en la más amarga abstracción (…) allí me
entregué por primera vez a serias reflexiones acerca de la vanidad de nuestra
existencia, y la vanidad, mayor aún de nuestros proyectos.”
Finaliza entonces la historia, seguida por un
epílogo en donde el narrador principal, realiza un racconto a modo de
moraleja, continuado por un breve episodio sobre los descendientes de René, a
quien corresponde la segunda parte del libro. El narrador comienza este epílogo
con las siguientes palabras:
“Chactas, hijo de Utalisi el natche, narró esta
historia al europeo René. Los padres la han contado a sus hijos y yo, viajero
en lejanas regiones, he referido fielmente lo que me han contado los Indios. En
esta narración he visto el cuadro del pueblo cazador y del pueblo labrador; la
religión, la primera legisladora de los hombres; los peligros de la ignorancia
y del entusiasmo religioso, tan opuesto a las luces, a la caridad y al
verdadero espíritu del Evangelio; los combates de las pasiones y la virtud en
un corazón sencillo; y por último, el triunfo del Cristianismo sobre el
sentimiento más vehemente y el temor más terrible: el amor y la muerte.”
Se trata, en efecto, de una historia atravesada
por el destino funesto, en tanto y en cuanto desde un principio se nos hace
sospechar a través de la tristeza de Chactas al narrarlo, que la pareja no
alcanzó un final feliz. Otro indicio es también aquel voto de castidad que se
va dibujando desde el comienzo del romance, el cual se presenta tan desbordado
de pasión que solo la muerte surge como el único que podría ponerle final. Así
y todo, lo que nos detiene ante esta historia en el presente texto es el
registro visual que se ha efectuado a raíz de la misma.
La obra más popular es la realizada por Girodet de
Roussy-Trioson en 1808 cuyo título y tema es el enterramiento de Atala. El
autor toma la figura del cuerpo inerte de la joven como centro de la escena, la
cual tiene su eje dramático no solo en el modo en que la luz yace sobre el
cadáver, sino en el abrazo del personaje de Chactas. La similitud en la pose
del cuerpo -similar a la aplicada en los descendimientos del cuerpo de Cristo-
y la caída de la vestimenta, envuelven la muerte de Atala en una suerte de halo
de pureza y al mismo tiempo sensualidad.
Sin embargo, si realizamos una breve pesquisa
sobre las obras que han plasmado en imagen la historia de Atala, nos percatamos
de hay una temática constante. Quizás podríamos llegar a decir que, a lo largo
del siglo XIX, Atala fue enterrada por un amplio espectro de pintores. Desde la obra de Girodent, pasando por la de Gustave Courtois, hasta por
artistas Latinoamericanos como el mexicano Luis Monroy, o el brasileño
Rodriguez Duarte, todos han tomado por eje temático los momentos últimos de
Atala, sea su enterramiento en sí, o el momento en el que el Padre Aubry le da
la extremaunción.
El caso es que esta selección no es casual,
resulta común encontrarnos con pinturas románticas en dónde el tratamiento que
se le da a la figura de la mujer posee esta característica de puro y delicado
abandono, de pieles blancas, de figuras dormidas cuya palidez se nos puede
antojar cadavérica. Esto también lo encontramos en el arte argentino de la
época, en los artistas que desarrollaron sus cuadros sobre el tema de las
cautivas, como el alemán Johann Moritz Rugendas o más adelante el argentino
Ángel della Valle en donde la mujer aparece rendida y desfalleciente ante el
poder masculino del salvaje, en un marco de implicaciones eróticas.
Puede entonces surgir aquí la siguiente cuestión:
considerando las peripecias vividas por Atala y Chactas durante su corto y
apasionado romance, y la cantidad de material visual que el autor brinda
describiendo tanto el entorno como los sentimientos del propio Chactas, ¿por
qué es la muerte de la joven lo que termina cautivando el ojo del artista a la
hora de plasmar la obra? Existen otros trabajos, que optaron por inmortalizar
distintos momentos de la historia, como la escultura de bronce de Francisque Duret
en dónde Chactas medita sobre la tumba de su amada, o tapices de la época, que
realizan una secuencia narrativa de los episodios vividos por la pareja, así
como la escultura de mármol del americano Randolph Rogers, en dónde se aprecia
la dinámica de la pareja, o el dolor que Chactas experimentó al morir su amada,
sin la necesidad de utilizar el cuerpo de la fallecida Atala como recurso
dramático.
Existe, sin embargo, algo que hace de la muerte
el condimento especial que realza el clímax de una obra, o que se vuelve la
circunstancia clave para convertir en inmortal una historia de amor. Sea Orfeo
y Eurídice, Romeo y Julieta, Heathcliff y Catherine o Atala y Chactas, sea cual
sea el relato en el que dos amantes se vean separados por fuerzas opuestas, sus
historias se vuelven inolvidables, inmortales si se presenta la muerte como
sello trágico de aquel amor. Esta es, quizás, la paradoja más interesante de la
ficción.
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