Estar a la deriva
Unidad, junto con la naturaleza, y unidad de la
representación de la naturaleza del hombre, el río es el símbolo ambivalente de
la fijeza y la transformación. El destino solitario de todo hombre se halla
inscripto en él y en la imagen que refleja. Libro de arena comparte
una nota personal sobre Quiroga,
que apunta un conjunto de impresiones de lectura a propósito del cuento “A la
deriva”.
Por Eugenia Galiñanes*
El río va. El río baja. El río fluye. A su alrededor,
la naturaleza permanece inmutable. Todo cambia para que nada cambie.
La primera vez que leí el
cuento “A la deriva” de Horacio Quiroga tenía 13 años. Acababa de empezar el
colegio secundario y muchos mundos nuevos se abrían, como ventanas y puertas
concatenadas. La literatura fue uno de ellos. Junto con aquel, leí todos los
“Cuentos de amor, de locura y de muerte” y quedé fascinada. Un poco por la
oscuridad y la pesadumbre que atraviesa la prosa de Quiroga (¿a qué adolescente
no le fascina lo trágico?), pero también por su lirismo profundo, por sus
descripciones abigarradas y su narración contundente y, sobre todo, por la
temática que atraviesa su obra: la soledad, la naturaleza, lo salvaje, el
destino irremediable, la muerte y el hombre frente a todo.
“A la deriva” no cuenta mucho. Cuenta poco para decir
mucho. Es una historia sencilla en el plano discursivo que, no obstante, deja
traslucir mucho en el orden simbólico. Un hombre, que vive en un entorno
selvático y cuyo nombre no sabemos al comienzo, es picado por una serpiente
venenosa. Decide buscar ayuda en un pueblo vecino y para ello sube a su canoa.
Presa del dolor y el entumecimiento que le provoca el veneno fatal, no puede ya
palear y deja que la corriente lo lleve. Anochece en el Paraná. Al hombre le
sobrevienen una serie de recuerdos. Por un instante el dolor agudo se va,
siente frío y, finalmente, muere.
Si esta historia fuera la
historia de ese hombre individual quizás no sería tan interesante. Pero sucede
que ese hombre es todos los hombres. Es el hombre “antisocial” de Quiroga, ese
que escapa a la selva queriendo huir de lo civilizatorio. Si tan sólo se
pudiera salir de la opresión del ámbito social, de los vínculos, de las
relaciones, si tan sólo el hombre pudiera encontrar su liberación en lo
natural... Sin embargo, el hombre trágico tampoco puede realizarse en ese otro
entorno. El hombre y su civilización pueden coexistir o confrontar con la
naturaleza, pueden vivir con o de espaldas a ella, pero la naturaleza es más
fuerte. Es más fuerte porque estuvo antes y estará después. Es el orden de lo ya determinado. Y porque lo
trágico está a su vez en la naturaleza del hombre, es una operación de su
mente, es una estrategia argumental que traduce su conexión con los otros y el
universo.
Los
finales trágicos son marca registrada en la literatura de Quiroga, la idea de
un destino ineluctable que signa al hombre como individuo pero también, en él,
como humanidad. El hombre de esta historia (que es ése, que tiene nombre,
que se llama Paulino, pero que bien podría ser otro, o todos), aunque lucha por
salvarse terminará pereciendo, hamacado por el río, recorriendo kilómetros de
soledad. Pero esa soledad no es tal únicamente porque el hombre viaja solo en
esa canoa que lo lleva sin rumbo hacia su final, sino porque, en definitiva,
cada hombre (y por eso todos los hombres) está solo ante la muerte. El río va. El río baja. El río fluye. A su alrededor,
la naturaleza permanece inmutable. Todo cambia para que nada cambie.
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