El río que me atraviesa


Igual que el flujo vital que anima los cuerpos, el río atraviesa el espacio y corre con el tiempo. Anima la vida de todo lo que de él se nutre y lo rodea y aviva el recuerdo del tiempo, contiene todos los tiempos. El río es presente, futuro y pasado; señala lo que cambia y permanece inmutable. Libro de arena comparte un comentario acerca de un autor que cayó en el olvido, Vicente Barbieri, poeta argentino, que nació en 1903. El recuerdo de su escritura recupera los tonos y matices de agudas observaciones que componen un paisaje atravesado por el río.


  
Por Ernesto Hollamn*

                    
                                                                                                     Un cuerpo. Un alma.
  Un lugar. Un nombre.
      La ciudad donde nací.
      El río que la atraviesa.
                 
  Eavan Boland. *

* Poeta nacida (1944) en Dublín, ciudad atravesada por el río Liffey. El poema se titula “Anna Liffey” y pertenece a En un tiempo de violencia, de 1994.


Los poetas han cantado desde siempre  a la niñez, la vida, el amor, la muerte…a las profundas oquedades de las aguas... Un poeta argentino Vicente Barbieri nacido en Alberti en la provincia de Buenos Aires en 1903 y muerto a los cincuenta y dos años,  le ha cantado como nadie al agua del río,  ese elemento bello,  maravilloso y muchas veces cruel cuando sus márgenes se encabritan y la vida sucumbe a su arbitrio.
En 1945, pocos años antes de  su prematura muerte, publicó el relato El río distante, uno de los  textos más acabados, perfectos y poéticos que se hayan escrito sobre la dorada época de la infancia. Quizá el término “dorado” no sea el más adecuado… La felicidad tampoco es un patrimonio universal de la infancia. Para Barbieri no lo fue, en muchos  sentidos, pero él  supo dotarlo de belleza por medio de la poesía con mayúsculas.
El cuento nos retrotrae al pasado en un paisaje elegíaco de fiebres, sueños y libros. Está narrado desde el presente doloroso de un hombre que se encuentra gravemente enfermo de tuberculosis y que pasa sus días en las sierras de Córdoba. Es allí donde escribe esta suerte de autobiografía poética acerca de  la infancia vivida en las riberas de su amado río Salado con una candidez admirable. Lúcida mirada sobre ese niño al que recuerda con amor,  que vivió rodeado por las cosas más puras y naturales,  por los elementos impalpables e inmortales que sólo un gran poeta puede abarcar. 
El personaje  del cuento se llama José María y es un niño de salud quebradiza que habita una casona desde 1914 a1918, los años de la Gran Guerra. Allí comparte la  vida con sus compañeros; se nos presentan su despertar amoroso, sus tías, la escuela, el pueblo y el tiempo pasado en la chacra de su abuela, (su madre había muerto cuando era recién nacido, elemento que coincide con la historia de  Barbieri). Toda una síntesis simbólica en la que  él va construyendo un universo mágico y poético mientras el mundo cae y se lleva las fragancias y los valses vieneses en una vorágine de espanto. También ese mundo de sortilegios se puebla de melancolía, tristeza y soledad. Para esto basta una sensación, (un ropero que se abre hacia lo profundo, una palabra) o como él mismo describe: “Algunos  días tenía una soledad azul, o verde, o roja, o amarilla; otros una soledad cuadrada, o circular, cónica; José María tenía una soledad de grises aldabones.”
Como escribe Juan Carlos Ghiano en el epílogo a la Obra Poética de Barbieri  “…El niño no ignora la carcoma del tiempo, ni sus manotazos bruscos; pero presiente que algo ha de guardarse para siempre, que aquellos sitios y los seres que lo habitan y lo habitaron, son como reflejos de la eternidad”. Son el canto perpetuo de su propia existencia, el lugar donde las cosas se vuelven inmutables, en el refugio solemne y mágico del recuerdo.
Los tres elementos que fijan la imponderabilidad en el alma de José María son las lluvias, el viento y el río. La lluvia lo transporta a un ensueño donde sus héroes novelescos Sandokán, D’artagnan o la escuálida figura de Don Quijote, cabalgan por llanuras bañadas en cortinas de plata refulgente. También son los días en que la cocina se impregna de dulzores y en los que el niño piensa en palabras especiales: ‘acequias’, ‘acueductos’, ‘labrantíos’, a medida que se adormila arropado en un sillón frente al ventanal de la sala, mientras la lluvia repiquetea contra los cristales. El viento es un ángel negro que se siente silbar sobre los destartalados nidos y azotar con las ramas de los sauces las tranquilas aguas del río mientras golpea con furia las celosías de su cuarto. Y en el río, tiene al eterno acompañante, puede reír y ahí está, él deslizándose sobre sus riberas pobladas de juncos, amapolas y verdes pastizales; puede llorar abrazado en sí mismo y pensaría en los jóvenes muertos con sus melenas enredadas entre camalotes, en los lechos de cieno.
En la húmeda ribera del río José María pasa días de pesca y ensoñaciones: “Quedarse mirando, allá, abajo, un cielo sumergido…Un abandono de tiempo… La muerte… y el tiempo sin reposo…” Y también un encuentro de presagio. Una tarde en que acumula en sus ojos los vestigios más esplendentes, conocerá un ser que es el propio río y que dice llamarse Nemo como aquel otro que un día cruzó los mares remotos de la mano de Julio Verne.  
La vida se precipita invariablemente: las estaciones, los cumpleaños, la Navidad,  el Año Nuevo y Reyes  se suceden con sus tarjetas afiligranadas y regalos. Pero algo permanece inmutable en el tiempo aunque su cauce siempre esté en movimiento: el río. Tal como dice el primer verso de de su Balada del río Salado y que hoy es el epitafio de su tumba:

“Era en la infancia, en juncos y rocíos,
Cuando lo vi pasar, arrodillado.
Mojaba soles y castillos fríos
En relatos de tiempo lloviznado.
¡Ay! Ya sé que mi jugo enamorado
Fue de tiempo mejor, tiempo de ríos”
  
Barbieri compone en esta hermosa balada la historia de un amor que lo envuelve todo, metáfora de una niñez arbolada de sauces y peces acerados, de llanto y pesadumbre, de intensa vibración interna, de la gravidez de los objetos que describe. Así, la hipérbole se hace sangre en el vocabulario. La geografía de sus riberas es la vía por la cual densifica en sus venas el pasado y lo convierte en presente elegíaco:

“Infante de piedad, joven de río,
Había un niño allí, pálido de muerte.
Niñez del áncora en un cielo frío,
Creciendo en duelo y en ardida suerte.
Ninguno como tú perdido y fuerte,
Oh laberinto, oh niño amigo mío”

Transido de melancólica vastedad su verso atraviesa la claridad de las marismas, la inmensidad de la naturaleza lo cautiva y lo convierte como decía Carlos Mastronardi en “un poeta veladamente franciscano”. Yo agregaría que tiene mucho más de la métrica estoica y ascética de un verdadero franciscano.
Los crepúsculos, el río, sus amados árboles son la contemplación de la pureza evangélica. Sus ríos son el vergel donde corren raudos los sentidos más diáfanos de su poesía:

 “los cinco tallos de la mano moja
con agua de piedad y hierbabuena”.

En Flor del Oeste nos dice:

Y el corazón, a veces, es un río,
Corriendo por la palma
De la mano tendida al horizonte
Más puro de la infancia”

La integridad de su lírica nos sobrecoge en la fragua de su dolor; sublima, jamás explicita su quebranto, nunca llora. Siempre el verso es  recuerdo que se deshoja sobre las mansas aguas del Salado.

Así canta, donde yace ya sepulto:

  - Ya me alarga la sombra,
ya me invaden cruz y granos.
Ya configuran mis huesos
intensos mapas de pájaros,
 ………….
Ya caigo, ya me sostengo,
En el viento de los álamos.
Ya lava mi calavera
Lento y seguro, el Salado.

Ya me voy en tallos verdes,
Hacia arriba, con sol alto.
  
Su canto es la búsqueda de aquello que el tiempo irreversible no ha podido sepultar bajo las aguas de la Estigia; su caudaloso río es translucido y cristalino:

 “Desde el abierto cauce en que te alejas
 y desde el sol de plata en que deliras,
 nos ignora tu suma transparencia


En él pueden verse los rostros más queridos, las fotos perdidas, aquellas hojas de los álamos que lentamente se hundían ante los ojos de ese niño que era pura melancolía. De este poeta único de nuestra cultura que es Vicente Barbieri,  transcribo apenas un párrafo de esa joya de la prosa poética que es El río distante:

“¿Cómo no amar las cosas que se nombran en el viento, junto a la última tranquera de la infancia, en el color de las viejas revistas ilustradas con una guerra; y los trigales con máquinas segadoras, con sabor de hilo y sudor, junto a las parvas? ¿Cómo no decir Dios te salve río, Dios te salve álamo, torniqueta, poste, alambre, corderos mellizos, vecinos, hornos, visitas y atardeceres con carruajes? Dios te salve.”    


*Ernesto Hollmann: nacido en Buenos Aires el 23 de septiembre de 1947. Hizo crítica de cine para las revistas Siete Días, Biógrafo y El Porteño. Ha publicado Hierofanía de Samael (poemas), editado por Faro en 1992.  Fue integrante del FLH en los años '70, participó en el año 2008 de la película "Rosa Patria", de Santiago Loza, dedicada a la vida y la poesía de Néstor Perlongher. Se han publicado, además 12 poemas suyos en la antología Poesía Gay de Buenos Aires-Homenaje a Miguel Ángel Lens, de Acercándonos Ediciones.

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