8 de octubre de 2017 - 50 años del asesinato del Che Guevara



Por María Pía Chiesino

Cuando era adolescente, una mañana en el desayuno, mi vieja contó que había soñado con el Che Guevara. No recuerdo detalles de ese sueño que ni siquiera fue mío, pero sí lo que ella decía haber sentido cuando estaba al lado del Che: protección. Sentía que el Che la `protegía como nadie. 

Este sueño fue  bastante posterior a la muerte de Guevara, que antes de ser asesinado por el ejército en la selva boliviana había vivido su martirio personal acosado por el hambre y por el asma, ignorado (en el mejor de los casos) por los campesinos. 

La vida y la muerte del Che Guevara concentraron todos los elementos necesarios para que su figura trascendiera la dimensión histórica y llegara a ser uno de los mitos latinoamericanos del siglo XX. Acaso el más potente. La silueta de la cabeza de Guevara con boina, anclada en la foto de Korda que lo transformó en un ícono pop, llegó a ser utilizada hasta por quienes  están en las antípodas de su ideología. 

Guevara podría haber elegido la comodidad de un consultorio médico en Buenos Aires, o de un despacho ministerial de La Habana. No lo hizo. Eligió ser quien encabezara la revolución socialista en América Latina, y en esa elección, dejó la vida antes de cumplir cuarenta años. Esa juventud, esa renuncia a espacios de mínima comodidad que podría haberse garantizado a sí mismo, se conjugan para darle la dimensión heroica que tiene, y que, sin dudas, era el trasfondo sobre el que se moldeó ese sueño de mi madre en el que Guevara la protegía.

La literatura latinoamericana se hizo cargo del peso cultural y político que adquiría la figura de Guevara desde la altura que le confería la muerte. 

En el recorte que necesitamos hacer cuando nos referimos a la presencia del Che en la literatura, la poesía hizo su contribución a la construcción de este mito generacional. Así tenemos la mirada fraternal con la que Julio Cortázar lo evocaba desde París:

“No nos vimos nunca 
pero no importaba, 
mi hermano despierto 
mientras yo dormía, 
mi hermano mostrándome 
detrás de la noche 
su estrella elegida.” (Che)

Otra mirada insoslayable es la de Nicolás Guillén, que en Cuba, la segunda patria de Guevara, mencionaba en ese momento la desaparición de su cuerpo. Una anticipación tremenda del horror que iba a significar la desaparición como herramienta del terrorismo de estado en años posteriores:

“Un caballo de fuego
sostiene tu escultura guerrillera
entre el viento y las nubes de la Sierra.
No por callado eres silencio.
Y no porque te quemen,
porque te disimulen bajo tierra,
porque te escondan 
en cementerios, bosques, páramos,
van a impedir que te encontremos,
Che Comandante, 
amigo.” (Che Comandante)

Además de esta imprescindible presencia de Guevara en la literatura cubana, desde el comunismo más ortodoxo Pablo Neruda le dedicó su poema fúnebre, remarcando esa soledad que lo atravesaba en el momento de la muerte. Ni siquiera omitió responsabilizar de la muerte al  campesinado boliviano, desde su escritorio en Isla Negra, frente al mar.

El pueblo movió la cabeza:
y volvió el héroe a su silencio.
Pero el silencio se enlutó hasta ahogarnos en el luto cuando moría en las montañas
el fuego ilustre de Guevara.
El comandante terminó asesinado en un barranco.
Nadie dijo esta boca es mía.
Nadie lloró en los pueblos indios.
Nadie subió a los campanarios.
Nadie levantó los fusiles, y cobraron la recompensa aquellos que vino a salvar
el comandante asesinado. (Tristeza en la muerte de un héroe)

Acaso la mirada con la que más fácil nos resulta identificarnos sea la de Juan Gelman, que se hace cargo de poner en palabras, el debate político que se desata en Argentina en el momento del asesinato de Guevara. Gelman, desde luego, no tuvo el gesto de soberbia intelectual de culpar a los campesinos. Y sí de enumerar a los responsables políticos de la caída de un cuadro revolucionario que se juzgaba imprescindible:

“pregunto yo
¿quién habrá de aguantarle la mirada?
¿ustedes momias del partido comunista argentino?
ustedes lo dejaron caer
¿ustedes izquierdistas que sí que no?
ustedes lo dejaron caer
¿ustedes dueños de la verdad revelada?
ustedes lo dejaron caer
¿ustedes que miraron a China sin entender que
mirar a China en realidad
era mirar nuestro país?
ustedes lo dejaron caer
¿ustedes pequeñitos
teóricos del fuego por correo partidarios
de la violencia por teléfono o
del movimiento de masas metafísico?
ustedes lo dejaron caer
¿ustedes sacerdotes del foquismo y más nada?
ustedes lo dejaron caer
(…)
¿ustedes los que escupen
sobre la vida sin
advertir que en realidad están
escupiendo contra el gran viento de la historia?
ustedes lo dejaron caer
¿ustedes que no creen en la magia?
ustedes lo dejaron caer” (Pensamientos)

Afirma, unos versos más adelante, que él mismo se hace cargo de la caída de Guevara. Y en el final,  inscribe su propia participación política en una dimensión que reconoce en el Che la figura de un padre,  y que quizá tenga que ver también, con ese sueño al que me referí al comienzo de la nota.

“algún día la belleza vendrá
pero no hoy que estás ausente
el poeta
apenas sabe vigilar
che
guevara
ahora deseo un gran silencio
que baje sobre mi corazón y lo abrigue
padre Guevara ¿qué será de tus hijos?
¿por qué te fuiste hermoso
sobre caballos de cantar?
¿quién habrá de juntarte otra vez?” (Pensamientos)

No sé si hay otros discursos que puedan dar cuenta de la muerte con la potencia con la que lo hace la literatura. Y en el inmenso panorama de la poesía latinoamericana, es necesario hacer un recorte cuando se habla del Che, porque se corre el riesgo de no terminar nunca.
Personalmente, cuando en plena dictadura militar, leí este poema de Gelman, en la vieja edición de Corregidor de su Obra Poética, supe que para mí ya estaba. Que no había nada más que buscar. Que en ese largo poema, escrito también hace cincuenta años, Juan Gelman decía con las palabras que a mí me hubiera gustado usar, lo que tenía que decir la literatura sobre la muerte de Ernesto Guevara.

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