90 años de la publicación de Orlando, de Virgina Woolf
En Un cuarto propio, Virginia Woolf reflexionó sobre la condición femenina y la relación necesaria entre la posibilidad de ser escritora y la independencia económica. En todas sus novelas los personajes femeninos juegan un papel importante. Pero en ninguna llevó tan lejos la experimentación, como en Orlando, en la que el personaje, además de cambiar de género, atraviesa con esa metamorfosis quinientos años de historia inglesa. Al cumplirse 90 años de la publicación de Orlando, compartimos un fragmento del capítulo 1, en la traducción de Jorge Luis Borges. La novela está dedicada a Vita Sackville West, con quien la autora mantuvo una relación sentimental durante varios años.
Él
—porque no cabía duda sobre su sexo, aunque la moda de la época contribuyera a
disfrazarlo— estaba acometiendo la cabeza de un moro que pendía de las vigas.
La cabeza era del color de una vieja pelota de football, y más o menos de la
misma forma, salvo por las mejillas hundidas y una hebra o dos de pelo seco y
ordinario, como el pelo de un coco. El padre de Orlando, o quizá su abuelo, la
había cercenado de los hombros de un vasto infiel que de golpe surgió bajo la
luna en los campos bárbaros de África; y ahora se hamacaba suave y
perpetuamente en la brisa que soplaba incesante por las buhardillas de la gigantesca
morada del caballero que la tronchó.
Los
padres de Orlando habían cabalgado por campos de asfódelos, y campos de piedra,
y campos regados por extraños ríos, y habían cercenado de muchos hombros,
muchas cabezas de muchos colores, y las habían traído para colgarlas de las
vigas.
Orlando
haría lo mismo, se lo juraba. Pero como sólo tenía dieciséis años, y era
demasiado joven para cabalgar por tierras de Francia o por tierras de África,
solía escaparse de su madre y de los pavos reales en el jardín, y subir hasta
su buhardilla para hender, y arremeter y cortar el aire con su acero.
A
veces cortaba la cuerda y la cabeza rebotaba en el suelo y tenía que colgarla
de nuevo, atándola con cierta hidalguía casi fuera de su alcance, de suerte que
su enemigo le hacía muecas triunfales a través de labios contraídos, negros. La
cabeza oscilaba de un lado a otro, porque la casa en cuya cumbre vivía era tan
vasta que el viento mismo parecía atrapado ahí, soplando por acá, soplando por
allá, invierno y verano. La verde tapicería de Arrás con sus cazadores se
agitaba perpetuamente. Sus abuelos habían sido nobles desde que empezaron a
ser. Habían salido de las nieblas boreales con coronas en las cabezas. Las
barras de oscuridad en el cuarto y los charcos amarillos que ajedrezaban el
piso, ¿no eran acaso obra del sol que atravesaba el vitral de un vasto escudo
de armas en la ventana? Orlando estaba ahora en el centro del cuerpo amarillo
de un leopardo heráldico. Al poner la mano en el antepecho de la ventana para
abrirla, aquélla se volvió inmediatamente roja, azul y amarilla como un ala de
mariposa. Así, los que gustan de los símbolos y tienen habilidad para
descifrarlos, podrían observar que aunque las hermosas piernas, el gallardo
cuerpo y los hombros bien hechos estaban decorados todos ellos con diversos
tintes de luz heráldica, la cara de Orlando, al abrir la ventana, sólo estaba
alumbrada por el sol. Imposible encontrar cara más sombría y más cándida.
¡Dichosa la madre que pare, más dichoso aun el biógrafo que registra la vida de
tal hombre! Ni ella tendrá que mortificarse, ni él que invocar el socorro de
poetas o novelistas. Irá de gesta en gesta, de gloria en gloria, de cargo en
cargo, siempre seguido de su escriba, hasta alcanzar aquel asiento que
representa la cumbre de su deseo. Orlando, a primera vista, parecía
predestinado a una carrera semejante. El rojo de sus mejillas era aterciopelado
como un durazno; el vello sobre el labio era apenas un poco más tupido que el
vello sobre las mejillas. Los labios eran cortos y ligeramente replegados sobre
dientes de una exquisita blancura de almendra. Nada molestaba el vuelo breve y
tenso de la sagitaria nariz; el cabello era oscuro, las orejas pequeñas y bien
pegadas a la cabeza. Pero, ¡ay de mí!, estos catálogos de la hermosura juvenil
no pueden acabar sin mencionar la frente y los ojos. ¡Ay de mí!, pocas personas
nacen desprovistas de esos tres atributos, pues en cuanto miramos a Orlando
parado en la ventana, debemos admitir que tenía ojos como violetas empapadas,
tan grandes que el agua parecía haber desbordado de ellos ensanchándolos, y una
frente como la curva de una cúpula de mármol apretada entre los dos
medallones lisos que eran sus sienes. En cuanto echamos una ojeada a la frente
y los ojos, nos extraviamos en metáforas. En cuanto echamos una ojeada a la
frente y a los ojos, tenemos que admitir mil cosas desagradables de esas que
procura eludir todo biógrafo competente. Lo inquietaban los espectáculos como
el de su madre, una dama hermosísima de verde, que salía a dar de comer a los
pavos reales con Twitchett, su doncella, a la zaga; lo exaltaban los
espectáculos —los pájaros y los árboles; y lo hacían enamorarse de la muerte—,
el cielo de la tarde, las cornejas que vuelven; y así subiendo la escalera
espiral hasta su cerebro —que era espacioso— todos estos espectáculos y también
los ruidos del jardín, el martillo que golpea, la madera hachada, empezó ese
tumulto y confusión de las emociones y las pasiones que todo biógrafo
competente aborrece. Pero prosigamos: Orlando lentamente encogió el cuello, se
sentó a la mesa, y con el aire semiconsciente de quien está haciendo lo que
hace todos los días de su vida a esa misma hora, sacó un cuaderno rotulado
«Adalberto: una tragedia en cinco actos» y sumergió en la tinta una vieja y
manchada pluma de ganso.
Pronto
cubrió de versos diez y más páginas. Era sin duda un escritor copioso, pero era
abstracto. El Vicio, el Crimen, la Miseria eran los personajes de su drama;
había Reyes y Reinas de territorios imposibles; horrendas conspiraciones los
costernaban; sentimientos nobles los inundaban; no se decía una palabra como él
mismo la hubiera dicho; pero todo estaba enunciado con una fluidez y una
dulzura que, considerando su edad —estaba por cumplir los diecisiete— y el
hecho de que el siglo dieciséis tenía aún muchos años que andar, era asaz
notable. Sin embargo, al fin, hizo alto. Describía, como todos los poetas
jóvenes siempre describen, la naturaleza, y para determinar un matiz preciso de
verde, miró (y con eso mostró más audacia que muchos) la cosa misma, que
era un arbusto de laurel bajo la ventana. Después, naturalmente, dejó de
escribir. Una cosa es el verde en la naturaleza y otra en la literatura. La
naturaleza y las letras parecen tenerse una natural antipatía; basta juntarlas
para que se hagan pedazos. El matiz de verde que ahora veía Orlando estropeó su
rima y rompió su metro. Además, la naturaleza tiene sus mañas. Basta mirar por
la ventana abejas entre flores, un perro que bosteza, el sol que declina, basta
pensar «cuántos soles veré declinar», etc., etc. (el pensamiento es harto
conocido para que valga la pena escribirlo), y uno suelta la pluma, toma la
capa, sale fuera de la pieza, y se agarra el pie en un arcón pintado. Porque
Orlando era un poco torpe.
Orlando
Virginia Woolf
Edhasa, 1981.
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