Un vino blanco para Juani Saer

Poeta, periodista y refinado editor, además de amigo, Guillermo Saavedra suele comunicar mucho y muy  bien en las redes. Hace pocos días publicó esta nota como un "simple" posteo en su muro de Facebook. Apenas lo vimos le pedimos autorización para compartirlo en Libro de arena, a propósito de la lectura que hicimos en el Ciclo de cine y literatura de El limonero real, de Juan José Saer, y la proyección con debate de la película homónima de Gustavo Fontán.


Por Guillermo Saavedra

Conocí a Juan José Saer a principios de la década del 80. Yo trabajaba como editor del suplemento cultural del diario La Razón en su etapa como matutino, a las órdenes de mi primer gran maestro, Ernesto Schoo, secundado por un periodista apenas menos joven que yo pero ya experto, el querido Oscar Taffetani. Para un poeta en ciernes como yo y ávido lector desde la más remota infancia, ese trabajo era un medio de vida pero también un salvoconducto para entrar en contacto con los escritores que admiraba. Yo leía y disfrutaba a Saer desde hacía varios años y, cuando supe que él estaba viniendo desde París, como casi todos los fines de año, para presentar “Glosa” y visitar a sus amigos, fui a ver a su editor de toda la vida, Alberto Díaz, le pedí un ejemplar de la novela y una entrevista con el Turco. Con su generosidad habitual, Alberto accedió a mis pedidos y unos días después, tras haberme devorado esa novela que es, entre otras cosas, una sutil parodia de “El banquete” platónico, me encontré en casa de María Teresa Gramuglio y Juan Pablo Renzi conversando con ese hombre campechano, que me recibía desparramado en un sillón de la casa de sus amigos en medio de un calor digno de sus narraciones, calzando unas criollísimas alpargatas y poniendo a prueba la resistencia de los botones de su camisa con la presión de una barriga que confesaba haber sido fugaz domicilio de innumerables asados. 
Con la irresponsable avidez de mis 24 años, sometí a Juani a una conversación de varias horas que él soportó con su persistente lucidez y su inoxidable ironía. No dejó de consignarlo en la dedicatoria que anotó en mi ejemplar: “A Guillermo Saavedra, con la satisfacción compartida de haber inaugurado un género: el reportaje-río”, en alusión a las caudalosas “novelas-río”, en boga por esos años. 
Desde entonces, mi admiración y su calidez fueron tramando algo que con los años se transformó en amistad. Él o Alberto nunca dejaron de llamarme cada vez que Juani fatigaba las calles de Buenos Aires, y compartimos largas charlas, cafés, almuerzos, cenas y desde luego entrevistas para cuanto diario o revista he trabajado, incluidas dos visitas que tuvo la amabilidad de hacer a un programa de radio que conduje durante 8 años y una entrevista pública que le hice en el MALBA. 
En uno de sus viajes, tras publicar su libro de ensayos “El concepto de ficción”, nos pidió a Alan Pauls y a mí que lo presentáramos. Al terminar el acto, cuando Alan y yo nos disponíamos a prolongar la celebración con una cena como tantas otras veces, Juani nos miró con su sonrisa socarrona de siempre y nos dijo, señalando a Alberto Díaz: “Nosotros nos vamos a comer. Ustedes váyanse a coger por ahí, que todavía son jóvenes”, y se esfumó, con una media vuelta teatral y definitiva. 
En otra ocasión, me llamó desde Francia a la oficina de Alfaguara para pedirme que recibiera a un gran amigo suyo, el poeta y narrador Arnaldo Calveyra, cuya obra pedía a gritos ser publicada en la Argentina. La mediación de Juani hizo posible no solo que yo pudiera publicar tiempo después “La cama de Aurelia” en Tusquets, hermosísima parábola narrativa de Arnaldo, sino también disfrutar largamente de su preciosa amistad. 
De las dos o tres veces que visité a Juani en París, prefiero recordar una que lo rescata de cuerpo entero. Yo había publicado hacía un tiempo en “El País” de Montevideo una reseña de su novela “Lo imborrable”, en la cual, tras celebrar sus infaltables virtudes, me permitía decir, con la mayor elegancia posible, que no era tal vez su mejor libro. Desde entonces y hasta ese viaje mío a Francia, habíamos hablado varias veces por teléfono y no me había dicho una palabra al respecto. 
Cuando lo llamé al llegar a París, me recibió con su cordialidad de siempre y aproveché para entrevistarlo acerca de su novela “Las nubes”, que él había terminado de escribir en esos días y estaba por publicarse en Buenos Aires. Al final de la charla, me regaló no el original porque él ya escribía en computadora, pero sí una copia impresa de la última versión con una dedicatoria por demás afectuosa. Como era un mediodía caluroso de París, me invitó a almorzar en la glorieta al aire libre de un restaurante de pescado donde regamos la charla y la comida con abundante vino blanco. 
A los postres, después de preguntarme por mi vida y mi poesía y contarme de sus proyectos narrativos, con el mismo tono que tenía para salpimentar cualquier bocado de la conversación y una mirada levemente torva sin dejar de ser afectuosa, me descerrajó la pregunta que había estado madurando desde hacía meses: “Decime, ‘juna’ gran puta, ¿por qué carajo no te gustó ‘Lo imborrable’?”. Creo que todavía conservo, en algún lugar de mi memoria esofágica, la sensación de tener el delicioso pescado y el inmejorable vino francés atragantados por la sorpresa, el estupor y la risa que me causó la pregunta de ese Turco irrepetible.


Para acceder a la última entrevista que le hicimos a Guillermo Saavedra en el ciclo "Literatura sin fronteras" ver: primera y segunda parte.

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