Eduardo Abel Gimenez: “El argumento de que la ciencia ficción se basaba en presupuestos científicos sólidos y reales fue un verso para vender y para darle legitimidad”

Comenzamos una nueva modalidad de entrevistas, dirigida fundamentalmente a los participantes del “Laboratorio de análisis y producción de Literatura infantil y juvenil”. Como el primer mes se lo dedicamos a la ciencia ficción, el invitado que cerrara la ronda mensual no podía ser otro que Eduardo Abel Gimenez, referente y sin duda el más importante de los escritores argentinos que, dentro de la literatura para niños y jóvenes, se dedican a este género. La entrevista fue una clase, una clase de lujo que nos regaló Eduardo.


Mario Méndez: Acá las compañeras y los compañeros han escrito reseñas, han escrito ficción, historieta, y la tarea para hoy era que prepararan algunas preguntas. Yo trabajaré menos… pero además, menos todavía, porque Eduardo me hizo una propuesta que no puedo rechazar, que está buenísima, y que es que él va a abrir contándonos un panorama de la ciencia ficción en la Argentina, poniendo además el eje en Francisco Porrúa, traductor y editor. Así que me parece que es la mejor apertura. Antes sí, porque corresponde, porque todos lo conocen y lo leímos en el primer encuentro, una mini presentación: Eduardo Abel Gimenez es escritor, es músico (pueden encontrarlo en Spotify), editor en tiempos perdidos… ¿o bastante más ahora?

Eduardo Abel Gimenez: Ahora tengo algún plan de hacer bastante más. Ya se verá.

MM: Escritor premiado, compartió un premio con Úrsula K. Le Guin, así que ya con eso tiene una medalla de aquellas…

EAG: Ahí tendría que haberme retirado. Fue en los ’80. Todo lo demás, sobró. (Risas).

MM: Por suerte para nosotros, seguiste escribiendo y te estuvimos leyendo. Y el año pasado, el Premio del Fondo Nacional de las Artes. ¿El año pasado o el anterior?

EAG: El Premio anunciado en 2016, o sea que ya pasaron dos años.

MM: El premio del FNA lo ganó con una novela para adultos, que esperamos ver editada pronto y que se llama…

EAG: Juicio a las diez. Es una novela que escribí en el ’88. La tuve en un cajón casi treinta años, no hice nada con ella, la mandé al Fondo y la premiaron a fines del 2016.

MM: ¿No la tocaste, ni nada? Es increíble…

EAG: Nada. Está fechada, eh. El jurado lo sabía. Al final del texto está fechada en Buenos Aires en 1988.

MM: Probablemente no lo creyeron…

EAG: Probablemente. “Miren acá, qué chiste con el que termina…”. Cuando se enteren de que es verdad me retiran el premio. (Risas).

MM: Bueno, cualquier cosa, eso lo editamos y no lo ponemos. Eduardo, yo me corro, y te escuchamos y nos mostrás ese montón de libros que trajiste. Bienvenido.

EAG: Gracias, Mario. No saben lo que tuve que poner bajo la mesa para lograr esta invitación. (Risas).

MM: En dólares.

EAG: En dólares.
Hay un tema fuerte que en general se subestima, un problema grande con la ciencia ficción. El grueso de la ciencia ficción como la conocemos tiene su origen en inglés. Viene de los Estados Unidos, y de la sucursal de los Estados Unidos que es Inglaterra. Para que llegara a nosotros hubo que traducirla, y ahí la ciencia ficción no quedó exenta del problema que tiene todo lo demás que se traduce. Se tradujo mal, se tradujo horrible. Hubo colecciones enteras de ciencia ficción que son famosas por cómo destruían grandes libros. Todo el mundo habla, en el género, de cómo la colección Cenit, en los sesenta, cortaba novelas. Les faltaban pedazos, era absolutamente cualquier cosa. O colecciones que en su momento fueron prestigiosas entre los aficionados, como Nebulae, que publicaba, por ejemplo, Yo, robot. Esta colección tuvo ciento cuarenta libros, más algunos con los que volvió, la Selección Nebulae. Uno los mira ahora y realmente eran traducciones muy malas. Pésimas traducciones, como suele pasar con mucha de la literatura que todavía se publica.
Como toda literatura popular, de aquellas épocas en las que había una, antes de que el cine abarcara una gran parte de esto, realmente, lo que nos llegaba (y muchas veces no lo sabíamos ni lo podíamos distinguir) eran malas traducciones, ediciones realmente tristes. Ediciones en las que no se podía valorar lo que hacían los autores.
Por otra parte, algunos de los autores que más queríamos, por ejemplo Asimov, escribían francamente mal, no eran estilistas, nunca lo fueron. De hecho, Asimov fue un gran divulgador científico, y muy querido por algunos de sus primeros libros, que resultaron ser novelas de ciencia ficción. Después la dejó, se dedicó a la divulgación, hasta sus últimos años en los que volvió a escribir algunas novelas a las que nadie les tiene mucho cariño, porque no son tan entretenidas como las primeras. Sin querer devaluar a nadie, visto a distancia, Asimov y muchos otros no eran grandes escritores, pero aportaron elementos importantes a un género popular que estaba en desarrollo…

Alejandro Javier Alonso: De hecho, Asimov era químico, ¿no?

EAG: Era bioquímico, y era mujeriego, y tocaba a las mujeres en las Convenciones, era un personaje célebre en las Convenciones de Ciencia Ficción también por eso. Yo puedo hablar mal de cualquiera acá, ¿no? ¿Tengo vía libre? (Risas).

MM: Lo ponemos de título: “Asimov, el tocador de mujeres”, por Eduardo Abel Gimenez…

EAG: No, Mario, no me hagas eso. (Risas). Tengo que callarme la boca, siempre lo mismo. Ahora bien, esta historia tiene una especie de superhéroe salvador, un tipo increíble. No hay un equivalente en otros géneros, o en otras ramas de la literatura, o en la literatura en general. Fue Francisco Porrúa, alias Paco. Paco Porrúa inventó y fue el dueño de la Editorial Minotauro, desde principios de los ’50. Empezó a publicar libros creo que en 1953, y tenía dos características únicas: fue un gran editor, en el sentido de seleccionador de textos, lo que hoy se llama “curador”, tenía un don único para elegir su catálogo; y fue un gran traductor. Para que se den una idea, fue el que tradujo y publicó El señor de los anillos. La primera edición en castellano de El señor de los anillos, traducida acá, en un lenguaje bueno para nosotros, neutro pero aceptable, no tan español como tantas cosas posteriores, y con una calidad literaria de primerísima; tuvimos El señor de los anillos traducido por Paco Porrúa, con seudónimo, como fueron muchas de sus traducciones.
Yo nací en el ’54. En la segunda mitad de los ’60, en mi primera adolescencia, yo leía las novelas destrozadas por las malas traducciones y las malas ediciones, y también Minotauro. Y de a poco empezaba a distinguir la diferencia. De hecho, Minotauro pasó a ser lo que realmente importaba. Lo que publicaba Minotauro era lo que había que leer. La forma en que estaba escrito un libro de Minotauro era “como había que escribir”. Eran textos buenos en origen, y escritos en un castellano de primera calidad. Y eso estaba a años luz de todo lo que conocíamos. Les muestro algunos libros de Minotauro para que se den una idea. El primer libro que publicó fue Crónicas Marcianas… Esta no es la primera edición, es una edición de los ’60. Este lo compré y lo leí en el ’72. Es de los más tardíos…

MM: ¿Es el que tiene prólogo de Borges?

EAG: Sí. Minotauro empezó publicando a Bradbury, que no escribía como los demás, tenía un lenguaje diferente. Y logró que Borges le prologara su primer libro. Así empezó Porrúa, que no se privaba de nada. El prólogo de Borges vale la pena leerlo, porque es un prólogo de principios de los cincuenta, y de alguien que mira esto, realmente, con ojos de marciano. Por ejemplo, hay un momento en el que dice: “¿Cómo pueden tocarme estas fantasías y de una manera tan íntima? Toda literatura, me atrevo a contestar, es simbólica. Hay unas pocas experiencias fundamentales, y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo fantástico o a lo real, a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte. ¿Qué importa la novela o novelería de la science fiction? En este libro de apariencia fantasmagórica Bradbury ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad…”. Y así sigue. Esto, en el año ’53, a contracorriente de todo lo que se decía y hacía en la ciencia ficción que conocíamos en castellano, y mucha de la que se hacía originalmente en inglés.
En contraste con esto, está la colección Nebulae, que fue central por esos años. Acá tengo, como les dije, mi ejemplar de Yo, robot, que leí en el ’67, le puse el año, y en cada libro de Nebulae de esa época venía un prólogo de quien la dirigía, que hablaba de cómo Nebulae había logrado dar un panorama de la ciencia ficción, que describía así (comparen esto con Borges): “La incorporación de las nuevas ideas y descubrimientos científicos a novelas y cuentos ha ido acrecentándose de tal modo, que ya nadie hoy podría definir el género como una anticipación novelada de la conquista del espacio. La macro y micro física, la macro y micro biología, la nueva genética, geometrías no euclidianas, la arqueología, la sociología, la parapsicología, la economía y hasta la teología, han ido proporcionando nuevos temas y nuevos desarrollos, a la ficción científica contemporánea…”. Y así sucesivamente.
La versión previa de Nebulae, que era de otro director, decía que el fin de la ciencia ficción era “educar deleitando”. Esa era la frase, se suponía que la ciencia ficción enseñaba ciencia, y enseñaba cómo iba a ser el futuro, de una manera entretenida.
De pronto, Porrúa apareció en este panorama, antes incluso que mucho de esto, hablando de literatura a través de un prólogo de Borges, y publicando básicamente, literatura. Nos enseñó, y yo de adolescente mucho no lo entendía, que la literatura era otra cosa, que no era ciencia enseñada de manera divertida. Así y todo, Porrúa publicó a unos cuantos escritores claves de la época. Este ejemplar que tengo acá sí es una primera edición de El día de los trífidos, una novela muy célebre de John Wyndham, que fue un escritor británico. La edición de Minotauro es del ’56. Se ve que no le fue muy bien, porque todavía conseguí un ejemplar de la primera edición en el año ’69, que fue cuando lo leí. Se ve que no vendió muchos de este, a diferencia de Bradbury, que debía andar ya por la edición número cuarenta. John Wyndham es un clásico, y El día de los trífidos es una novela de aventuras, una novela de fin del mundo. Hay una invasión de una especie de extraterrestres que son como plantas, los trífidos, y toda la gente queda ciega.
También hay una novela muy famosa que traje, Más que humano. Theodore Sturgeon era un gran escritor. Este libro lo compré usado, ya no se conseguía se ve, lo compré en el año ’74. Había muchos libros que no se conseguían, era un triunfo encontrarlos. Más que humano fue una novela que hizo historia en los ’50.  Tenemos la suerte de tener una gran traducción de esa novela, que se hizo acá y se puede leer. Y eso es mucho más de lo que puede decirse de la mayor parte de la ciencia ficción.


MM: ¿También lo tradujo Porrúa?

EAG: No, fue José Valdivieso. Porrúa no era el único traductor de Minotauro. Hacían muchas traducciones Aurora Bernárdez, Matilde Horne, y Porrúa las revisaba.
Les cuento una anécdota, para darles una idea de lo que era no conseguir libros. El fin de la infancia, que es una gran novela, que tiene poco que ver con el resto de las novelas de Arthur Clarke, es la única de él que publicó Minotauro. Como muchos otros libros, no se conseguía. Lo que recuerdo es que fui al viejo edificio de la Biblioteca Nacional, cuando tenía quince años o algo así, y me lo leí entero en un día, en la biblioteca, rápido, rápido para poder terminarlo, porque no había otra manera. No teníamos mucha tecnología en aquel entonces.
Además, Porrúa trajo por primera vez a Kurt Vonnegut. Las sirenas del Titán es un gran libro de Vonnegut. No era un autor que estuviera dentro de la corriente de la ciencia ficción, venía de otro lado. Y sin embargo, Porrúa lo publicó. Esta traducción se sigue sosteniendo, es de Aurora Bernárdez. La novela original es del ’59, y esto se publicó en castellano en el ’71. Con el tiempo, Vonnegut se fue convirtiendo en un autor de culto, y no exactamente en el ambiente de la ciencia ficción.
Un amigo mío, hace añares, me preguntó si yo era el novio de Porrúa, (risas), se burlaba de mí cuando hablaba muy bien de alguien. Y es que además de todo esto que les digo que hizo Porrúa en aquellos años, publicó dentro de su colección (que era de ciencia ficción aunque en ninguna parte lo decía; donde los otros decían que la ciencia ficción enseñaba ciencia e instruía deleitando, Porrúa no ponía el rótulo, era literatura), publicó a Italo Calvino. Publicó Las Cosmicómicas; Tiempo Cero, que es en parte una especie de continuación; la primera edición de Las ciudades invisibles, un libro célebre y querido entre nosotros, si los hay.

MM: Y no es ciencia ficción, o es muy difícil ponerlo ahí.

EAG: El concepto era otro. Ya hablábamos más de lo fantástico, en un sentido amplio. El de los géneros es un tema del que me gustaría hablar, de cómo funcionan. Ya nos habíamos apartado, estábamos lejos de los robots de Asimov, leyendo esto.
Este trabajo de Porrúa se extendió durante cuarenta años o un poco más. Eventualmente se fue a España, a fines de los setenta. Y siguió desde allá, pero ya en los ’80 se ocupaba de publicar a William Gibson. No se quedó con las glorias de tiempos pasados. Esta novela de Gibson, Neuromancer, marcó un antes y un después en el año ’86 cuando salió; inició lo que se llama el cyberpunk. Empezó a hablar de redes, de computadoras, de meterse en las redes a vivir, de las redes como un espacio diferente de nuestro espacio. Una novela con tecnología, en 1986, a la que además utilizaba para mostrar otro tipo de actitudes. Sus personajes son punks.
Minotauro acompañó nuevos movimientos dentro del género y dentro de la fantasía. La era dorada de Minotauro terminó publicando esto en la segunda mitad de los ’90: Marte Rojo, el primer libro de una trilogía de Kim Stanley Robinson, que es un ladrillo tremendo, de seiscientas páginas. Cada uno de los tomos tiene seiscientas páginas. Los otros dos son Marte Verde y Marte Azul, y es una obra maravillosa, excepcional, que no me voy a poner a reseñar por el tiempo que me llevaría, y es ciencia ficción dura, hasta un cierto punto. Habla de una expedición a Marte, como Bradbury en el comienzo, pero son cien personas elegidas de distintos lugares del mundo, que van a vivir a Marte y no hay regreso. Como ahora mismo se está volviendo a hablar, es lo que dice Elon Musk, pero en los ’90. Por un lado, a la manera de la ciencia ficción dura de muchos años antes, la ciencia en este libro es muy sólida; el tipo trabajó en la NASA, la astronomía del asunto es muy creíble. Y por otro lado, hay desarrollo de personajes, hay literatura. Las cosas que ocurren, los conflictos, son humanos, no son traídos de los pelos, inventados o de cartón. Son profundos, y son complejos y a lo largo de muchos años. Es una obra en la que es impresionante ver cómo sintetiza una cantidad de corrientes y de cosas. Para mí, este fue el último gran logro de Porrúa, que siguió publicando luego algún libro nuevo de Bradbury…

Alejandro Javier Alonso: En el medio descubrió a García Márquez.

EAG: En el medio. Fue el que logró que Sudamericana publicara Cien años de soledad. García Márquez ya había publicado, pero con Cien años de soledad andaba por las editoriales y nadie le daba pelota, hasta que Porrúa habló con los Rodrigué, de los que fue socio, y logró que la publicaran.
Siguió publicando algo de Bradbury, algo de Ballard, un tiempo más, y vendió la editorial a Planeta; se retiró, porque ya estaba muy viejo. Rápido y presto, Planeta la destruyó. Entonces Minotauro existe como sello, si publica algo es irrelevante, no le importa a nadie más, nunca más hicieron una buena traducción.

Alejandro Javier Alonso: Publicaron ciencia ficción pero también publicaron ficción fantástica… cosas que no tienen nada que ver.

EAG: Además perdieron los derechos que tenían de una cantidad de libros buenos. Perdieron Ballard, perdieron Bradbury, perdieron todo.

Alejandro Javier Alonso: Lo único que les interesaba era El señor de los anillos.

EAG: Lo único. Planeta compró El señor de los anillos, y habrá hecho mucha plata con eso. Lo demás, desapareció. Esto está perdido, como pasa con buena parte de los libros, es el problema del libro en papel. Todo esto está perdido, no existe más, no se puede conseguir. Salvo algún milagro tecnológico tipo Mercado Libre, en donde si uno busca alguna de estas cosas de Minotauro, de pronto aparece.
Entonces, si alguien quiere leer lo que se escribía, no hay que ir a lo que publicaban los otros, o no hay que atarse a los que hoy son vacas sagradas. Se habla mucho de Asimov… No tengo nada en contra, yo amaba a Asimov, lo nombro mucho porque hoy se lo nombra como un gran prócer, un tipo muy importante. Lo fue, pero no se puede seguir leyendo hoy como se leía entonces. Asimov era para leer de adolescente, en la época en la que él escribía. Yo, robot tiene ediciones recientes de cuando lo compró el Ministerio de Educación de Sileoni, y lo mandó a escuelas de todo el país. Yo hablé de eso con gente de la Comisión, que estaban encantados por haber elegido y comprado una edición reciente de Yo, robot, porque era un libro tan importante para los chicos… Es un libro muy difícil para entrar hoy, de chico. Son cuentos hilados que arman una especie de novela, que fueron escritos a fines de los ’40 y principios de los ’50. Cuando nombra una computadora del fututo, es una especie de calculadora que ocupa una manzana. El contexto es muy otro, es el de la inmediata posguerra de la Segunda Guerra Mundial. Era otra situación en el mundo, otra situación cultural, otra situación en cómo la gente funcionaba en la vida privada. Fuera de contexto, un chico hoy lee estructuras de vida, familiares y generales, que son disparatadas, que son clichés de otra época. El mundo social de Asimov era el cliché de posguerra. Imagínense ustedes ahora, casi setenta años más tarde, los clichés de ese momento leídos por chicos: no se entiende nada. Es como leer a un ruso del siglo XIX. La distancia cultural es equivalente, pero no se mide eso. Si uno hoy le da a leer a otro, por ejemplo, a Wells, es más fácil darse cuenta de que es de otra época, y uno se lo da a alguien sabiendo que es de otra época. Y tiene su gran valor, por supuesto. Entonces, leer La guerra de los mundos, El hombre invisible, o La máquina del tiempo de Wells, es ver el origen de todos esos temas, y leer a alguien que escribió a principios del siglo XX, en Inglaterra. En cambio, Asimov parece que fuera más moderno, más de ahora.
Es un problema que arrastramos todos los que vamos envejeciendo, que es el de confundir el presente con el presente de nuestra infancia. No quiero perder el hilo, ni irme mucho por las ramas, pero este es un problema típico. La literatura, en un sentido, atrasa. Porque quienes escribimos tendemos a copiar, a repetir lo que leímos. Aunque inventemos cosas nuevas, repetimos mucho de lo que leemos. Entonces, un libro tan moderno y fascinante como Los juegos del hambre (lamentablemente, todos ven las películas pero no todos leen los libros), está escrito con una habilidad inmensa para que uno no pueda dejar de leer. Realmente es apasionante. Y Suzanne Collins escribe ciencia ficción con elementos que uno podría decir que son muy contemporáneos. La heroína es una chica, no un chico; la autora mete cosas que son mucho más actuales. No necesita que cada familia sea la familia clásica de la época de Asimov, pero de pronto, sus temas de ciencia ficción están tomados de la ciencia ficción de los ’50, de lo que ella leyó de chica, claramente. Si uno leyó los mismos libros que Suzanne Collins, que tiene más o menos la misma edad que yo, se pesca de dónde vienen sus problemas tecnológicos. En el primer libro de Los juegos del hambre, el que se llama literalmente así, hay alguien que no puede salir de un lugar porque hay un campo eléctrico. Ni siquiera es un campo electromagnético, que era un invento de muchísimos años atrás, y por supuesto que no funciona ni sirve para nada de lo que ella dice. Cualquiera lo sabe, no tiene sentido, pero como ella lo leyó, se escribía eso, en aquella era dorada de la ciencia ficción, ella lo repite. Pone cosas sin pensar, en ese mundo futuro, post apocalíptico, en el que no hay computadoras, no hay celulares… Y uno dice que bueno, claro, después del Apocalipsis se destruye todo, no queda esa tecnología, pero sí tienen tecnología de ciencia ficción, asombrosa. Tienen cámaras que pueden grabar a la gente esté donde esté, y trasmitir eso, y una red de televisión que cubre el mundo. Pueden hacer aparecer mensajes para otra gente en el cielo. ¿Cómo hacen todo eso? O tienen lo que se llama hovercrafts, vehículos que se sostienen sobre colchones de aire. La idea es que andan cerca del suelo… pero ella pone hovercrafts andando por el cielo. Son artefactos anti gravitatorios. Lo que pasa es que como no puso antigravedad, porque se sabe que eso no existe, puso hovercrafts. Es como decir que puso una bicicleta voladora, es igual de delirante, es un uso de la ciencia futura como la imaginaban en los años ’40 o ’50, que ella leyó, como la leí yo, y la repite tal cual de una manera inconsciente.
Esa es una cosa que nos pasa mucho, creo que es más divertido hacerlo a propósito, tomándole el pelo, y no como lo hace Suzanne Collins. La gente que hizo las películas, que quitó mucha de la gracia de los libros (aunque las películas son realmente buenas), es más hábil con estas cosas, no comete estos mismos errores. Los “salvaron” en las películas. Vuelvo a mi tema y dejo atrás Los juegos del hambre que, por supuesto, recomiendo leer a pesar de que la traducción es mala.

Álvar Torales: ¿Entonces la ficción está sujeta al verosímil de la parte científica?

EAG: No, ni un poquito. Ese es un gran tema de discusión. El argumento de que la ciencia ficción se basaba en presupuestos científicos sólidos y reales fue un verso para vender y para darle legitimidad. Ese verso lo empezó Hugo Gernsback en el año ’26 con su revista Amazing Stories. Es una expresión disparatada, un rótulo para poder vender. A partir de ahí, todos los que decían, como en Nebulae, que la ciencia ficción instruye deleitando, y enseña ciencia, verseaban para dale ciertos visos de prestigio y cierta credibilidad a una cosa que si no, no la tenía.



AT: Entonces es válido que esta mujer ponga coches en el cielo…

EAG: Por supuesto. Lo que no es válido es que quiera decir que eso es posible. Ella no lo presenta como magia, sino como “la tecnología es así, los hovercrafts hacen eso”, y no hacen eso. Se convierte en un error que parte de una lectura simplista de cómo se imaginaba la tecnología futura en los años ’50. Es más vueltero el tema.

AJA: Pero es un error porque hoy sabemos que no funcionan. Lo mismo que lo de lo electromagnético, lo sabemos hoy…

EAG: Algunas cosas, sí, porque ahora las sabemos, y otras porque la ciencia ficción siempre estuvo equivocada. Se presentaba como ciencia algo que no era. Cuando se hablaba de ciencia, y ponían viajes interplanetarios, y rápidamente viajes interestelares, y después viajes en el tiempo con alguna excusa científica, estaban verseando. Lo que pasa es que eso era fascinante, era genial. Eran unos genios. Lo digo con admiración y cariño. Yo de chico me moría leyendo esas cosas. Eran lo mejor que había; podía haber un futuro así. Yo veía cosas completamente imposibles, y la idea, por vaga que fuera, de que a lo mejor en el año 2000 íbamos a tener robots e íbamos a ir a Marte era tan hermosa… Porque yo en el año 2000 iba a tener cuarenta y seis años, iba a ser viejo, pero a lo mejor llegaba y podía ir a Marte. (Risas). Nos enganchábamos con las aventuras que leíamos, era lo mejor que había, eran muy entretenidas, y además, comprábamos que el mundo iba a ser así. Eso se pinchó rápidamente pero yo le sigo teniendo un gran cariño, como el que le podemos tener a Verne. ¿Por qué todos amamos a Verne? No sé si ustedes lo aman a Verne…  (Risas). Cuando era chico empecé a leer libros gordos, a los ocho o nueve años, leyendo a Verne. Y mucha gente de mi edad, que son lectores desde muy chicos, empezaron leyendo a Verne y a Salgari, que era otra cosa, era aventura. Y Verne era la aventura, pero en un submarino. Era la aventura, pero yendo a la luna en una bala de cañón, o La vuelta al mundo en ochenta días, era una maravilla total.

Asistente: Sería directamente ficción, dejando de lado la ciencia.

EAG: Claro, la ciencia era una excusa. Como escribían en esta colección, Nebulae, “es indudable que las nuevas ciencias han dado una gran cantidad…”. Con eso ganó credibilidad y fue un gran logro, ya no de la ciencia ficción en castellano, sino en general. La ciencia ficción volcó a la ciencia a toda una generación de pibes inquietos, lectores, inteligentes, en los años ’40 y ’50. Hubo una generación de físicos e ingenieros, en Estados Unidos muy particularmente, que hicieron notables avances tecnológicos y científicos, que fueron lectores de ciencia ficción. La ciencia ficción de algún modo habrá colaborado en que se inclinaran para ese lado.

AJA: Y grandes inventos tecnológicos surgieron a partir de eso.

EAG: Quienes hablan de ciencia ficción en los Estados Unidos, llaman a esos años “La era dorada”, “The Golden Age”. Y hay un juego de palabras precioso, que funciona en inglés mejor que en castellano, que dice que la Golden Age de la ciencia ficción es los doce. Mal traducido, porque si lo traduzco bien no funciona, La Edad Dorada de la ciencia ficción es los doce años. Es la edad en la que uno compra todo y le cambia la cabeza. Y vale para esos textos de esa época.

AJA: De todos modos, creo que lo que validaba el lector era el verosímil, era la literatura, esa no está en discusión, uno entraba en esa lógica que ellos construían y se quedaba. No cuestionabas el verosímil, pero porque era buena literatura, más allá de la ciencia dura o no, o de que se amparara en algunas cuestiones factibles de la ciencia.

EAG: Loa autores que hoy conservamos más como gente de primera, y grandes escritores y demás, no son los que hicieron la ciencia más dura. Bradbury nunca hizo ciencia dura, nunca intentó poner ciencia en sus libros, no era su tema, no era su territorio. Y escribió otras cosas que a veces coincidían con temas de ciencia ficción. Como en Crónicas Marcianas, Farenheit 451 o El hombre ilustrado, donde hay ciencia ficción y fantasía en un sentido muy amplio. Fue un escritor de terror costumbrista, también, psicológico, de la angustia del pueblo chico del sur de los Estados Unidos, una cosa muy peculiar. Ese era uno, y sobrevive. En su vida. Hacía parapsicología, delirios. Desde ya, Kurt Vonnegut, jamás. Philip Dick, jamás. Dick empezó a publicar novelas de ciencia ficción a comienzos de los ’50. Y jamás van a encontrar algo de ciencia dura, aunque trató de disimularlo, ni un poquito, en Philip Dick.

Asistente: Igual hay procesos de investigación, porque cuando yo leo creo en lo que estoy leyendo. No me cuestiono. Quizás el lector más experimentado diga que eso es cualquier cosa.

Asistente: Esa es la habilidad literaria…

EAG: Sí, pero además, el pacto del lector es creerte lo que estás leyendo. Si no, dejás el libro. Pero eso vale también para la magia…

AJA: Dentro de la ciencia ficción tenés escritores que realmente eran investigadores científicos (el caso de Clarke) y después tenés otros como Larry Niven, de Mundo Anillo, donde los mismos lectores le dicen: “Macho, hiciste girar el planeta al revés, porque el sol tiene que salir por el otro lado”. Se viene de aquella “Mecánica Popular”, es un género “ingenieril”, pero mucho de lo que hoy sobrevive, no tiene que ver con predecir el futuro. Como decís vos, porque las multivacs o las reglas de cálculo…

EAG: Y, donde acertaron, acertaron. Como decía un escritor clásico de esta ciencia ficción, que es Frederik Pohl, con respecto a la predicción del futuro. Decía que es “un reloj descompuesto”. Marca la hora bien dos veces por día. La ciencia ficción es un reloj descompuesto. A veces acierta. Lo que quiero decir es que la permanencia literaria pasó por otro lado, no por la predicción ni por la ciencia dura. También podemos respetar y querer y valorar a escritores por lo que lograron como otro tipo de cosas. Lo que lograron prediciendo, o lo que lograron difundiendo ciencia. Ahí está el aprecio a Asimov, pero con todo el cariño que le tengo, yo no lo puedo poner a Asimov en la misma “liga” con otros que fueron grandes escritores o innovadores como Philip Dick.

Asistente: Que era un escritor desparejo, además.

EAG: Era muy desparejo. Tiene novelas que escribió muy rápido y mal. Y además siempre fue muy mal traducido. . Pero quiero volver al tema de qué es lo que pasó con la ciencia ficción de acá. La ciencia ficción y la fantasía como territorio literario y de buena escritura, se la debemos a Porrúa. Y luego a su continuador en Argentina, que fue Marcial Souto, que había sido colaborador de él. Marcial tradujo para Porrúa. Tradujo a Bradbury y a Ballard, por ejemplo. E hizo la revista El Péndulo. Este es el número 10 de esa revista. La sacó Ediciones de la Urraca en sus épocas de esplendor, de la revista Humor, y en esta revista-libro, Marcial publicaba a algunos de los autores clásicos. Elegía a la manera de Porrúa, pasando también a lo fantástico, por más tenuemente fantástico que fuera. Publicó a Mario Levrero, que de ninguna manera quería que lo llamaran un escritor de ciencia ficción. Se enojó mucho con Marcial porque hizo que la gente lo llamara escritor de ciencia ficción, y él no lo era.

Asistente: Publicó a Leo Masliah.

EAG: Sí, se abrió mucho. Y en este número de El Péndulo en particular (es del año ’83, si no me equivoco) logró hacer una revista-libro de ciencia ficción, casi exclusivamente con autores de acá, y se vendieron muchos miles de ejemplares de esto. Nunca más volvió a pasar algo así. Miren la lista de autores: Carlos Gardini, Angélica Gorodischer, Luisa Axpe, Eduardo Abel Gimenez, que no sé quién es (Risas), Mario Levrero, después está Philip Dick, después hay un artículo que se llama “Los sueños de la ciencia ficción”, de Isaac Asimov, y después otro artículo de Pablo Capanna, hay textos de Gandolfo sobre crítica y demás. Esto fue bastante notable. Hizo unos cuantos números, y luego hizo también una segunda parte de la revista Minotauro. Yo acá tengo el número 1 de la revista Minotauro que editaba Porrúa a principios de los años ’60. Muy en el molde Porrúa, Marcial, con quien nos hicimos muy amigos con el tiempo. El Gallego Souto. “Ese gallego de mierda”, decía Mario Levrero, que se enojaba con todos los editores. (Risas). En cuanto un amigo se convertía, porque lo quería, en su editor, pasaba a estar en el bando opuesto, era el enemigo. (Risas). Marcial hizo una cosa genial: logró que Porrúa, a través de Sudamericana, bancara una colección de Minotauro, nada menos que con el sello mitológico de Minotauro, de autores argentinos. Que tenía un aspecto diferente de la otra Minotauro, y ahí salió mi primera novela. No quiero hacer autobombo, a mí no me sale. El fondo del pozo, que fue mi primer libro publicado, lo publicó Marcial en Minotauro en el año ’84. Una maravilla, nunca más se repitió. Yo dejé de publicar novelas para adultos, pasé a hacer cosas para chicos; por lo tanto, del ambiente de la ciencia ficción, desaparecí. Dejé de escribir, no saben nada más de mí, porque empecé a publicar libros para jóvenes y para chicos.
Me olvidé de un par de cosas, pero básicamente lo que les quería transmitir es este tema de lo que logró Porrúa, porque no se suele hablar mayormente de esto. Lo que logró Porrúa con sus ediciones y sus traducciones, y cómo influyó en las generaciones de personas que nos pusimos a escribir, y en generaciones de lectores. Hoy está un poco perdido, porque hace como veinte años que su trabajo se esfumó. Pero vale la pena rescatarlo y valorar eso que hizo, que influyó mucho, aunque muchos no lo sepamos.

Asistente: Eduardo Carletti, el editor de la revista Axxón, dijo que no sabía lo que estaba comprando. Y compraba Minotauro, porque era Minotauro.

EAG: Era lo que hacíamos todos. Cuando Porrúa publicaba a Olaf Stapledon, un británico de principios del siglo XX que hizo unos libros rarísimos, lo leíamos. Publicó Hacedor de Estrellas, después, Juan Raro y después publicó Sirio, tres novelas. Ahora nos enteramos de muchas cosas, en esa época no había más información que lo que decía la contratapa. No había Wikipedia, no se podía googlear, y no estaba en el diccionario enciclopédico que me había comprado mi papá; no figuraba. Hizo muchas cosas así, raras. Tres cuartas partes de su catálogo no eran parte del canon de la ciencia ficción: eran otra cosa. Hoy es un canon acá, que él impuso. Es el canon Porrúa. Es para nosotros, no existe ese canon en inglés. Una generación nuestra asocia a Italo Calvino con la ciencia ficción, porque Porrúa lo publicó en Minotauro. Y a Cortázar, porque Porrúa le publicó en Minotauro la primera edición de Historias de cronopios y de famas. Lo tengo en mi biblioteca y no lo encontré, mi biblioteca es un desorden monumental.
Con esto básicamente estamos hasta los ’90.
Yo traje un par de cosas más y me las comí en el medio, tanto hablar de Porrúa. La ciencia ficción a partir de los ’20, ’30, se difundió a través de revistas con cuentos y novelas de carácter muy popular. Se leía mucho, la gente leía, no había radio siquiera en los comienzos. No había muchas otras cosas, la gente leía cosas populares. Antes de entrar a la fábrica se leía. Ahí entraba la ciencia ficción. Lo que tengo en la mano son tres ejemplares de la revista Más allá, que se publicó en Buenos Aires en los años ’50. Esto estaba saliendo cuando yo nací, y yo los compré usados hace casi cincuenta años. Tenía este tipo de tapas coloridas con cohetes, extraterrestres, astronautas, cosas vagamente científicas…

MM: Una onda Selecciones la edición, ¿no?

EAG: Parece Selecciones, solo que con planetas, cohetes… Era mucho más ortodoxo, era ciencia ficción dura…

AJA: Oesterheld la dirigía.

EAG: No sabía que la había dirigido.

AT: ¿No se consigue en librerías?

EAG: En librerías, no. Por ahí podés encontrar algún número en Mercado Libre.

AT: En Barracas recibíamos mucho de eso. Teníamos el depósito de libros…

Asistente: ¿Dónde?



MM: En Barracas, el depósito de Bibliotecas para Armar, que estaba debajo de la Estación Yrigoyen. Y un día fuimos (ciencia ficción y ciencias políticas), y nos lo habían “quitado”. Todos esos miles de libros que estaban ahí, no sabemos adónde fueron a parar. Nos cambiaron la cerradura… y ahí había un montón de esto.

EAG: Horrible.

Asistente: ¿Cuándo fue esto?

MM: Dos años y pico.

EAG: Más allá es como otra vereda. En este mundo entró Porrúa con una mirada más elitista, más intelectual, y desde el punto de vista actual, más literario. Esto es mucho más cultura popular y valiosísima, pero Porrúa era más literario. Yo no voy para nada en contra de la cultura popular. La Guerra de las Galaxias en los ’70 fue un boom popular. Un ícono central de la cultura popular. Y por supuesto, me encanta. Obvio. Por otro lado, la versión en cine que hizo Tarkovski de Solaris, de Stanislav Lem, es una cosa maravillosa y extremadamente intelectual. Si uno se va al extremo, digamos que la colección Nebulae, la revista Mas allá, eran la Guerra de las Galaxias, y Porrúa era Tarkovski haciendo Solaris. De hecho, Porrúa fue el primero que tradujo la novela al castellano. Y la publicó en Minotauro.

Asistente: Me da la impresión de que Más allá era más balanceada, por ver lo que publicaba…

EAG: Yo hace mucho que no la leo. En general la veo mirando los índices ahora…

Asistente: También hay una publicación que se llama Revista de Ciencia Ficción, que editaba a Carl Sagan y que publicó un rastreo…

EAG: Veo en este índice a Robert Sheckley, que es un gran autor, que Porrúa nunca publicó, y que tiene algunos de los cuentos más memorables de la ciencia ficción, y parte de la mejor ciencia ficción humorística de la historia. Tiene artículos de Werner von Braun y gente así; era muy ingenieril.

Asistente: Oesterheld era geólogo…

EAG: No lo sabía. El molde de todo esto siguió todavía hasta los ’60, incluidos. Esta otra es una revista estadounidense del año ’66, todavía tenían este aspecto en ese momento. Es bastante notable cómo duraron. Después, en España se publicaron muchas cosas, por supuesto. En particular la revista Nueva Dimensión, que arrancó en 1968 con un criterio más abierto y más ciencia ficción, realmente. Y con una mirada sobre el cine, la historieta, otra cosa.

Asistente: En esas revistas se ve lo que vos decías de las traducciones.

EAG: Acá hay muy malas traducciones, y además trajeron gente que nunca se había publicado. Publicaron muchas cosas buenas, pero mal traducidas. Era un problema.

MM: ¿Porrúa intentó hacer algo así en Barcelona cuando se fue?

EAG: No, ya no. Lo que hizo acá a través de Marcial fue revivir la revista Minotauro. Pero acá, en Argentina, no en España.
Este es el número 12 de Nueva Dimensión, de enero del ’70. Sacó más o menos ciento cuarenta números. Más ediciones especiales, más libros y todo eso. Y en este, de 1970, cuando yo tenía quince años, salió mi primer cuento publicado en una revista y por eso lo guardo así. En casa tengo la colección entera de Nueva Dimensión. Pero este lo guardo con todo mi cariño.

MM: ¿Cómo se llama el cuento?

EAG: “Tan cerca, tan lejos”. Tengo dos ejemplares. Este es el ejemplar en buen estado. El otro está destruido, hecho puré como varios de los libros que ven acá, pero este, que lo vengo guardando, lo tengo cuidadito y entonces se conserva. Lo que les recomiendo, si lo encuentran usado por ahí, es esto, La ciencia ficción en Argentina, una antología hecha por Marcial Souto, que publicó EUDEBA en el ’85. Por supuesto, hoy atrasa, es una foto de época. Tiene una buena introducción de Marcial que cuenta algunas cosas sobre la ciencia ficción, y hay cuentos de varios autores de acá, cada uno acompañado por una entrevista al autor. Las mismas preguntas para todos, y son respuestas diferentes, cada uno con su estilo.

MM: Entre ellos, vos…

EAG: Entre ellos, yo. Hay fotos de la época de cada uno. Están Goligorsky, Angélica Gorodischer, Elvio Gandolfo…

MM: ¿Ese sos vos?

EAG: Sí.

Asistente: Estás a disgusto…

EAG: A disgusto… con la vida. (Risas).

MM: ¿Acá está “Quiramir”?

EAG: Acá está “Quiramir”, sí, que recibió el Premio Gilgamesh, junto con Ursula K. Le Guin, en España. Como decía Orson Wells: “Empecé en lo más alto y me fui abriendo camino trabajosamente hacia abajo”. (Risas). Eso decía Orson Wells de sí mismo.
Con esto y con la serie de Marte, llegamos a duras penas hasta el 2000. Después de ahí no hubo una voz que nos orientara. Lo que sí hay es un gran auge de las sagas en general, de la fantasía y de lo que los críticos están llamando “la evaporación de los géneros”. La ciencia ficción, la fantasía, el terror, todos los géneros fantásticos, lo maravilloso, se funden entre sí. Y es difícil distinguir. Por supuesto que hay cuentos que están muy definidamente en un género, siempre los hay. Pero la zona gris es cada vez más grande y ocupa cada vez más.
A mi gusto, al menos, lo mejor que se viene publicando desde hace unos años, está en una zona de clasificación difícil. Para mí, hay una reivindicación de esa mirada de Porrúa que abarcaba otros territorios. Hoy Porrúa podría hacer una colección Minotauro gloriosa. Y se podría hacer (y esto es maravilloso) una colección Minotauro gloriosa exclusivamente con escritoras mujeres. Cosa que no pasaba en otra época. En los ’50 no había. Luego aparecieron algunas con seudónimo masculino, como en tantas otras zonas de la literatura. Y hoy tenemos una colección de autoras, una cantidad de gente muy buena, muy desconocida en general por acá. Hay una mujer que está en una especie de estrellato que se llama N.K. Jemisin, que es mujer, es negra, anda por los cuarenta y pico y acaba de ganar en agosto pasado su tercer premio Hugo consecutivo de novela, por los tres libros de una trilogía que venía escribiendo que es bastante notable, The Broken Earth, La Tierra rota. En España, en la traducción pusieron algo ridículo, La Tierra fragmentada, y ya como está escrita la contratapa es una tristeza, no se puede leer. Es una desgracia, es como si no hubiera una buena traducción de Italo Calvino, a ese nivel estamos con eso. Es muy malo.




AJA: No es muy conocida pero está empezando a verse acá en librerías de saldo. En España hay un editor que se llama Luis Prado, que tomó mucho de Porrúa en cuanto a eso de bucear. La colección se llama Bibliópolis, que empezó dentro del fandom con un grupo de fanáticos sacando revistitas, después descubrió a Sapkowski que es un polaco que hace fantasía épica muy buena, y lo reflotó. Y ahí hay una cantidad de autores clásicos y muy nuevos, como Ted Chiang, que llegó a España gracias a esta editorial…

EAG: Ted Chiang es muy recomendable.

AJA: Y China Miéville, también…

EAG: ¿Está ahí también?

AJA: No, China Miéville está donde estaba La Factoría, que en los últimos años se vino muy abajo. La Factoría de Ideas, con traducciones relativamente buenas, que en los últimos años empezaron a publicar cualquier porquería y se apartaron totalmente de lo que era ciencia ficción.

EAG: Qué lástima… Bueno, China Miéville es uno de los grandes autores de los últimos menos de veinte años. Es un gran autor, hay que leer cosas de él. Creo que está traducido, no sé con qué calidad, un libro que es La ciudad y la ciudad, The City and the City, que uno termina de leerlo y no está muy claro por qué eso es ciencia ficción, y por qué es fantasía incluso. Creo que lo es, pero es muy notable.

AJA: En toda la saga de La estación de la calle perdida

EAG: Que son tres libros inmensos, difíciles de leer. Confieso que no pude pasar del primero de esos tres.

Comentarios

  1. Solo decir que me agrada volver a recordar todo lo que ha hecho Paco, mi hermano.
    Jesús B. Porrúa

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