Por María Pía Chiesino
En Gramática
de la Fantasía, Gianni Rodari presenta la idea de la piedra en el estanque.
Con ella se refiere a aquellas palabras lanzadas al azar que provocan
asociaciones en cadena. La relectura de El limonero real, de Saer,
me remite en principio a esta idea. En parte, la piedra será ese “Amanece y ya
está con los ojos abiertos”, que se repite nueve veces a lo largo de la novela,
y que es el punto que concentra y expande la acción, desde el momento en que
Wenceslao abre los ojos por primera vez.
Pero además, no puedo
evitar asociar la imagen de la piedra en el estanque, con ese recuerdo que
vuelve obsesivamente a la mente del protagonista: la imagen de su hijo niño,
vestido con un pantaloncito azul, y corriendo a tirarse al agua.
En esta hermosa
novela, que nos presenta a una familia de isleños que festeja el fin de año,
hay un punto en el que la celebración está incompleta, hay un nudo lateral de
oscuridad y de pena: el luto de la mujer de Wenceslao que se niega a salir de
su casa; que se prohíbe a sí misma festejo alguno, y se queda sola, recordando
a ese hijo muerto seis años antes.
Muchas lecturas
críticas han hecho hincapié, en el trabajo con el tiempo cíclico que hace Saer
en esta novela, y en el movimiento de concentración y expansión que la caracteriza.
Personalmente, me
interesó más ese devenir del protagonista, que tiene, por supuesto, su propio
duelo, pero en el que no se encierra. Ya pasó para él el momento de dolor
más intenso, en el que hasta había abandonado el cuidado de su terreno y
de su huerta. Nadie puede devolverle ese hijo, pero la vida sigue. Y si se
celebra el fin de año, él va a salir de su casa, y va a llevar brevas y
limones para los suyos.
Desde el momento en el
que Wenceslao se sube solo a su bote para ir a pasar el último día del año con
su familia, advertimos ese empuje que lo aparta irremediablemente de su mujer.
Este matrimonio, destrozado por la muerte del hijo, parece no tener retorno:
ella vive cosiendo cintas de luto en camisas que él se niega a usar.
Esta voluntad de Layo
por seguir con su vida, lo hace partícipe activo de lo que sucede en la fiesta.
No es un invitado más. De hecho, él es quien mata el cordero para la cena.
Pero hay un punto al
que su voluntad no llega: es absolutamente imposible para él, convencer a su esposa
de que salga de ese tremendo dolor y lo acompañe. Cuando las hermanas de la
mujer le dicen que van a ir a buscarla para que cene con todos, les advierte
que es un viaje inútil, que no van a conseguir que salga. Las mujeres no le
hacen caso, se van todas, en dos botes y, desde luego, vuelven sin ella.
Wenceslao ya ha matado el cordero y está nadando en el río, cuando las ve
volver, y las escucha hablar de la locura de la ausente.
Ese río por el que los
personajes van y vienen mientras se prepara el festejo, será el que recorra
Wenceslao al final de la novela, cuando regrese a la noche, con una porción de
cordero para su mujer y huesos para los perros.
Ese río, se ha llevado
años antes a ese hijo que no volvió.
Ese río, finalmente,
le trae el recuerdo de cuando ese hijo era un niño y corría a zambullirse en él
para nadar. No se mencionan otros momentos de la vida del chico. Solamente
vuelve a la mente de su padre, esa imagen de un niño moreno y flaco, con un
pantaloncito azul, que se tira al agua una y otra vez. Esa imagen es la “piedra
en el estanque”, que dispara las asociaciones de Wenceslao. La imagen de
su hijo ya muerto, jugando en el río, es el punto en el que se concentran sus
recuerdos y su dolor.
El limonero real
Juan José Saer
Buenos Aires, Seix
Barral, 1974
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