Escribir, de Marguerite Duras

Habitualmente compartimos textos en los que se reflexiona sobre la lectura y la escritura, o ficciones en las que alguna de las dos está presente. Hoy se trata de un fragmento de Escribir, de Marguerite Duras.



“Cuando yo escribía en la casa todo escribía. La escritura estaba en todas partes. Y cuando veía a los amigos, a veces no acertaba a reconocerlos. Hubo varios años así, difíciles, para mí, sí, diez años quizá, quizá duró diez años. Y cuando amigos incluso muy queridos acudían a visitarme, también era terrible. Los amigos nada sabían de mí: me apreciaban y acudían por gentileza creyendo que hacían bien. Y lo más extraño era que no me importaba.
Eso hace salvaje la escritura. Se acerca a un salvajismo anterior a la vida. Y siempre lo reconocemos, es el de los bosques, tan antiguo como el tiempo. El del miedo a todo, distinto e inseparable de la vida misma. Uno se encarniza. No se puede escribir sin la fuerza del cuerpo. Para abordar la escritura hay que ser más fuerte que uno mismo, hay que ser más fuerte que lo que se escribe. Es algo curioso, sí. No es sólo la escritura, lo escrito, también los gritos de las bestias de la noche, los de todos, los vuestros y los míos, los de los perros. Es la vulgaridad masificada, desesperante, de la sociedad. El dolor; también es Cristo y Moisés y los faraones y todos los judíos, y todos los niños judíos, y también lo más violento de la felicidad. Siempre, eso creo.
Compré esta casa de Neauphle-le-Cháteau con los derechos cinematográficos de mi libro Un dique contra el Pacífico. Me pertenecía, estaba a mi nombre. Esa compra precedió a la locura de la escritura. Esa especie de volcán. Creo que esta casa ha servido de mucho. La casa me consolaba de todas mis penas de infancia. En cuanto la compré, en seguida supe que había hecho algo importante, para mí, y definitivo. Algo para mí sola y para mi hijo, por primera vez en mi vida. Y me ocupaba de ella. Y la limpiaba. Me «ocupé» mucho. Después, una vez embarcada en mis libros, me ocupé menos.
La escritura va muy lejos... Hasta que uno la remata. A veces es imposible. De repente todo cobra un sentido relacionado con la escritura, es para enloquecer. Dejamos de conocer a la gente que conocemos y creemos haber esperado a quienes no conocemos. Sin duda se trataba simplemente de que ya estaba cansada de vivir, un poco más cansada que los demás. Era un estado de dolor sin sufrimiento. No intentaba protegerme de los demás, en especial de quienes me conocían. No era triste. Era desesperado. Estaba embarcada en el trabajo más difícil de mi vida: mi amante de Lahore, escribir su vida. Escribir El vicecónsul. Debí de emplear tres años en escribir aquel libro. No podía hablar de él porque la menor intrusión en el libro, la menor opinión “objetiva” habría borrado todo de ese libro. Otra escritura, corregida, habría destruido la escritura del libro y mi propio conocimiento del libro. Esa ilusión que tenemos -y que es justa- de ser la única persona que ha escrito lo que hemos escrito, sea nulo o maravilloso. Y cuando leía críticas, la mayor parte de las veces, era sensible al hecho de que dijeran que no se parecía a nada. Es decir, que remitía a la soledad inicial del autor.
(…)
Aquí aún puedo estar sola. Tengo mi mesa, mi cama, mi teléfono, mis cuadros y mis libros. Y los guiones de mis películas. Y cuando voy a la casa, mi hijo está feliz. Esa felicidad, la de mi hijo, es ahora la mía.
Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sinsentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido. Un escritor es algo que descansa, con frecuencia, escucha mucho. No habla mucho porque es imposible hablar a alguien de un libro que se ha escrito y sobre todo de un libro que se está escribiendo. Es imposible. Es lo contrario del cine, lo contrario del teatro y otros espectáculos. Es lo contrario de todas las lecturas. Es lo más difícil. Es lo peor. Porque un libro es lo desconocido, es la noche, es cerrado, eso es. El libro avanza, crece, avanza en las direcciones que creíamos haber explorado, avanza hacia su propio destino y el de su autor, anonadado por su publicación: su separación, la separación del libro soñado, como el último hijo, siempre el más amado.
Un libro abierto también es la noche.
Estas palabras que acabo de pronunciar me hacen llorar, no sé por qué.
Escribir a pesar de todo pese a la desesperación. No: con la desesperación. Qué desesperación, no sé su nombre. Escribir junto a lo que precede al escrito es siempre estropearlo. Y sin embargo hay que aceptarlo: estropear el fallo es volver sobre otro libro, un posible otro de ese mismo libro.
Ese extravío de uno mismo por la casa no es nada voluntario. No decía: «Estoy encerrada aquí todos los días del año». No lo estaba, decirlo hubiera sido falso. Iba a hacer compras, iba al café. Pero, al mismo tiempo, estaba aquí. El pueblo y la casa es lo mismo. Y la mesa frente al estanque. Y la tinta negra. Y el papel blanco es lo mismo. Y en lo que a los libros se refiere, no, de pronto, nunca es lo mismo.
Antes de mí, nadie había escrito en esta casa…”



Escribir
Marguerite Duras
Tusquets, 1993.

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