Las noches de Goliadkin
En la literatura argentina, cuando pensamos en una sociedad creativa, la dupla Borges- Bioy Casares es contundente. Da cuenta de eso, su obra como recopiladores, como es el caso de Cuentos breves y extraordinarios, y su particular abordaje del relato policial en Seis problemas para Don Isidro Parodi. Compartimos "Las noches de Goliadkin", que forma parte de este último libro.
A la memoria del Buen Ladrón
I
Con
una fatigada elegancia, Gervasio Montenegro —alto, distinguido, borroso, de
perfil romántico y de bigote lacio y teñido— subió al coche celular y se dejó voiturer a la Penitenciaría. Se hallaba
en una situación paradójica: los cuantiosos lectores de los diarios de la tarde
se indignaban, en todas las catorce provincias, de que tan conocido actor fuera
acusado de robo y asesinato; los cuantiosos lectores de los diarios de la tarde
sabían que Gervasio Montenegro era un conocido actor, porque estaba acusado de
robo y asesinato. Esta admirable confusión era obra exclusiva de Aquiles
Molinari, el ágil periodista a quien había dado tanto prestigio el
esclarecimiento del misterio de Abenjaldún. También se debía a Molinari que la
policía permitiera a Gervasio Montenegro esa irregular visita a la cárcel: en
la celda 273 estaba recluido Isidro Parodi, el detective sedentario, a quien
Molinari (con una generosidad que a nadie engañaba) atribuía todos sus
triunfos. Montenegro, fundamentalmente escéptico, dudaba de un detective que
hoy era un presidiario numerado y ayer había sido peluquero en la calle Méjico;
por otra parte, su espíritu, sensible como un Stradivarius, se crispaba ante
esa visita de mal augurio. Sin embargo, se había dejado persuadir; comprendía
que no debía enemistarse con Aquiles Molinari, que, según su vigorosa
expresión, representaba el cuarto poder.
Parodi
recibió al aclamado actor sin levantar los ojos. Cebaba, lento y eficaz, un
mate en un jarrito celeste. Montenegro ya se disponía a aceptarlo; Parodi, sin
duda coartado por la timidez, no se lo ofreció; Montenegro, para darle valor,
le palmeó el hombro y encendió un cigarrillo de un atado de Sublimes que había
en un banquito.
—Viene
antes de hora, don Montenegro; ya sé lo que lo trae. Es el asunto ese del
brillante.
—Veo
que estos sólidos muros no son obstáculo para mi fama —se apresuró a observar
Montenegro.
—Qué
van a ser. No hay como este recinto para saber lo que sucede en la República:
desde las pillerías de todo un general de división hasta la obra cultural que
realiza el último infeliz de la radio.
—Comparto su aversión a la radio. Como siempre
me decía Margarita —Margarita Xirgu, usted sabe—, los artistas, los que
llevamos las tablas en la sangre, necesitamos el calor del público. El micrófono
es frío, contra natura. Yo mismo, ante ese artefacto indeseable, he sentido que
perdía la comunión con mi público.
—Yo
que usted me dejaba de artefactos y comuniones. He leído los sueltitos de
Molinari. El muchacho es habilidoso con la pluma, pero tanta literatura y tanto
retrato acaban por marear. ¿Por qué no me cuenta las cosas a su modo, sin arte
ninguno? A mí me gusta que me hablen claro.
—Estamos
de acuerdo. Por lo demás, estoy capacitado para complacerlo. La claridad es
privilegio de los latinos. Sin embargo, usted me permitirá arrojar un velo
sobre cierto suceso que compromete a una dama de la mejor sociedad de La Quiaca
—allí, como usted sabe, todavía queda gente bien—. Laissez faire, laissez passer. La necesidad impostergable de no
empañar el nombre de esa dama que para el mundo es un hada de salón —y para mí,
un hada y un ángel— me obligó a interrumpir mi gira triunfal por las Repúblicas
indoamericanas. Porteño al fin, yo había esperado no sin nostalgia la hora del
regreso y no creí jamás que la enturbiarían circunstancias que bien pueden
calificarse de policiales. En efecto, en cuanto llegué a Retiro, me arrestaron;
ahora se me acusa de un robo y dos asesinatos. Para coronar el accueil, los polizontes me despojaron de
una joya tradicional que yo había adquirido horas antes, en circunstancias muy
pintorescas, al atravesar el Río Tercero. Bref,
aborrezco los vanos circunloquios y contaré la historia ab initio, sin excluir, por cierto, la vigorosa ironía que
invenciblemente sugiere el espectáculo moderno. También me permitiré algún
toque de paisajista, alguna nota de color.
»El 7 de enero, a las cuatro y catorce a.m.,
sobriamente caracterizado de tape boliviano, abordé el Panamericano, en Mococo,
eludiendo hábilmente —cuestión de savoir faire, mi querido amigo— a mis torpes
y numerosos perseguidores. La generosa distribución de algunos autorretratos
autografiados logró mitigar, ya que no abolir, la desconfianza de los empleados
del expreso. Me destinaron un camarote que me resigné a compartir con un
desconocido, de notorio aspecto israelita, a quien despertó mi llegada. Supe
después que ese intruso se llamaba Goliadkin y qué traficaba en diamantes.
¡Quién diría que el malhumorado israelita que el azar ferroviario me deparara,
iba a envolverme en una indescifrable tragedia!
»Al día siguiente, ante el peligroso capolavoro de algún chef calchaguí, pude
examinar con bonhomía la fauna humana que poblaba ese angosto universo que es
un tren en marcha. Mi riguroso examen comenzó —cherchez la femme— por una interesante silueta que aun en Florida,
a las ocho p.m., hubiera merecido el masculino homenaje de una ojeada. En esta
materia no me equivoco: constaté poco después que se trataba de una mujer
exótica, excepcional, la baronne
Puffendorf-Duvernois: una mujer ya hecha, sin la fatal insipidez de las
colegialas, curioso espécimen de nuestro tiempo, de cuerpo estricto, modelado
por el lawntennis, una cara tal vez basée, pero sutilmente comentada por
cremas y cosméticos, una mujer para decirlo todo en una palabra, a quien la
esbeltez daba altura y el mutismo elegancia. Tenía, sin embargo, el faible, imperdonable en una auténtica
Duvernois, de flirtear con el comunismo. Al principio logró interesarme, pero
después comprendí que su barniz atractivo ocultaba un espíritu banal y le pedí
a ese pobre señor Goliadkin que me relevara; ella, rasgo típico de mujer,
fingió no percibir el cambio. Sin embargo, sorprendí una conversación de la baronne con otro pasajero —un tal
coronel Harrap, de Texas— en la que usó el calificativo de "imbécil"
aludiendo sin duda a ce pauvre M.
Goliadkin. Vuelvo a mencionar a Goliadkin: se trata de un ruso, de un judío,
cuya impronta en la placa fotográfica de mi memoria es decididamente débil. Era
más bien rubio, fornido, de ojos atónitos; se daba su lugar: se precipitaba
siempre a abrirme las puertas. En cambio es imposible, aunque deseable, olvidar
al barbudo y apopléjico coronel Harrap, típico ejemplar de la vigorosa
vulgaridad de un país que ha logrado el gigantismo, pero que ignora los matices,
las nuances, que no desconoce el
último pillete de una trattoria de
Nápoles y que son la marca de fábrica de la raza latina.
—No
sé dónde queda Nápoles, pero, si alguien no le arregla este asunto, a usted se
le va a armar un Vesubio que no le digo nada.
—Envidio su reclusión de benedictino, señor
Parodi, pero mi vida ha sido errátil. He buscado la luz en las Baleares, el
color en Brindisi, el pecado elegante en París. También, como Renan, he dicho
mi plegaria en la Acrópolis. En todas partes he estrujado el jugoso racimo de
la vida... Retomo el hilo de mi relato. En el pullman, mientras ese pobre
Goliadkin —judío, al fin, predestinado a las persecuciones— sobrellevaba con
resignación la incansable, y cansadora, esgrima verbal de la baronesa, yo, con
Bibiloni, un joven poeta catamarqueño, me solazaba como un ateniense,
platicando sobre la poesía y las provincias. Ahora confieso que al principio el
aspecto oscuro, más bien renegrido, del joven laureado por las cocinas Volcán,
no me predispuso en su favor. Los lentes bicicleta, la corbata de moño y
elástico, los guantes color crema, me hicieron creer que me hallaba ante uno de
los innumerables pedagogos que nos ha deparado Sarmiento —genial profeta a
quien es absurdo exigir las pedestres virtudes de la previsión—. Sin embargo,
la viva complacencia con que escuchó una corona de triolets que yo había burilado a vuela pluma en el tren carreta que
une el moderno ingenio azucarero de Jaramí con la ciclópea estatua a la Bandera
que ha cincelado Fioravanti, me demostró que era uno de los valores sólidos de
nuestra joven literatura. No era uno de esos rimadores intolerables que
aprovechan el primer tête-àtête para
infligirnos los abortos de su pluma: era un estudioso, un discreto, que no
malgastaba la oportunidad de callar ante los maestros. Lo deleité, después, con
la primera de mis odas a José Martí; poco antes de la undécima tuve que
privarlo de ese placer: el tedio que la incesante baronesa impartía al joven
Goliadkin había contagiado a mi catamarqueño, mediante un interesante fenómeno
de simpatía psicológica que muchas veces he observado en otros pacientes. Con
mi proverbial llaneza, que es el apanage
del hombre de mundo, no vacilé ante un procedimiento radical: lo sacudí hasta
que abrió los ojos. El diálogo, después de esa mésaventure, había decaído; para darle altura, hablé de tabacos
finos. Estuve atinado: Bibiloni fue todo animación e interés. Después de
explorar los bolsillos interiores de su cazadora, extrajo un habano de Hamburgo
y, no atreviéndose a ofrecérmelo, dijo que lo había adquirido para fumarlo esa
misma noche en el camarote. Comprendí el inocente subterfugio. Acepté el
cigarro con un rápido movimiento, y no tardé en encenderlo. Algún doloroso
recuerdo atravesó la mente del joven; por lo menos, así lo entendí yo, seguro
catador de fisonomías, y, arrellanado en la butaca y exhalando azules bocanadas
de humo, le pedí que me hablara de sus triunfos. El interesante rostro moreno
se iluminó. Escuché la vieja historia del hombre de pluma, que lucha contra la
incomprensión del burgués y atraviesa las ondas de la vida llevando a cuestas
su quimera. La familia de Bibiloni, después de varios lustros consagrados a la
farmacopea serrana, logró trasponer los confines de Catamarca y progresar hasta
Bancalari. Ahí nació el poeta. Su primera maestra fue la Naturaleza: por un
lado, las legumbres de la quinta paterna; por otro, los gallineros limítrofes,
que el niño visitara más de una vez, en noches sin luna, munido de una larga
caña de pescar... gallinas. Después de sólidos estudios primarios en Km. 24, el
poeta volvió a la gleba; conoció las proficuas y viriles fatigas de la
agricultura, que valen más que todos los huecos aplausos, hasta que lo rescató
el buen juicio de las cocinas Volcán, que premiaron su libro Catamarqueñas (recuerdos de provincia).
El importe del lauro le permitió conocer la provincia que con tanto cariño
había cantado. Ahora, enriquecido de romances y de villancicos, regresaba al
Bancalari natal.
»Pasamos
al salón comedor. Ese pobre Goliadkin tuvo que sentarse junto a la baronne; del otro lado de la misma mesa
nos sentamos el padre Brown y yo. El aspecto de este eclesiástico no era
interesante: tenía el pelo castaño y la cara vacua y redonda. Yo, sin embargo,
lo miraba con cierta envidia. Los que tenemos la desgracia de haber perdido la
fe del carbonero y del niño no hallamos en la fría inteligencia el bálsamo
reconfortante que brinda a su rebaño la Iglesia. Al fin de cuentas, ¿qué aporte
debe nuestro siglo, niño blasé y
canoso, al escepticismo profundo de Anatole France y de Julio Dantas? A todos
nosotros, mi estimado Parodi, nos convendría una dosis de inocencia y de
sencillez.
»Recuerdo muy confusamente la conversación de
esa tarde. La baronne, pretextando el
rigor de la canícula, dilataba incesantemente su escote y se apretaba contra
Goliadkin — todo para provocarme—. El judío, poco avezado a esas lides, rehuía
en vano el contacto y, consciente del desairado rol que jugaba, hablaba
nerviosamente de temas que a nadie podían interesar, tales como la futura baja
de los diamantes, la imposibilidad de substituir un diamante falso por uno
verdadero y otras minucias de boutique.
El padre Brown, que parecía olvidar la diferencia que hay entre el salón
comedor de un express de lujo y un
auditorio de beatos indefensos, repetía no sé qué paradoja, sobre la necesidad
de perder el alma para salvarla: necios bizantinismos de teólogos, que han
oscurecido la claridad de los Evangelios.
»Noblesse oblige: desoír los envites
afrodisíacos de la baronne hubiera sido cubrirme de ridículo; esa misma noche
me deslicé en puntas de pie hasta su camarote y, en cuclillas, apoyada la
soñadora testa en la puerta, y el ojo en la cerradura, me puse a tararear
confidencialmente Mon ami Pierrot. De
esa apacible tregua, que el luchador lograra en plena batalla de la vida, me
despertó el anticuado puritanismo del coronel Harrap. En efecto, este barbudo
anciano, reliquia de la pirática guerra de Cuba, me tomó de los hombros, me
elevó a una altura considerable y me depositó frente al baño para caballeros.
Mi reacción fue inmediata: entré y le cerré la puerta en las narices. Allí
permanecí dos horas escasas, prestando oídos de mercader a sus amenazas
confusas, emitidas en un castellano incorrecto. Cuando abandoné mi retiro, el
camino estaba expedito. ¡Vía libre!, exclamé para mi coleto, y fui en el acto a
mi camarote. Decididamente, la diosa Aventura me acompañaba. En el camarote
estaba la baronne esperándome. Saltó
a mi encuentro. En la retaguardia, Goliadkin se ponía el saco. La baronne, con rápida intuición femenina,
comprendió que la intromisión de Goliadkin abolía ese clima de intimidad que
exigen las parejas enamoradas. Se fue, sin dirigirle una sola palabra. Conozco
mi temperamento: si me encontraba con el coronel, nos batiríamos en duelo. Esto
es incómodo en un ferrocarril. Además, aunque sea duro confesarlo, ya ha pasado
la época de los duelos. Opté por dormir.
»¡Extraño
servilismo el de los hebreos! Mi entrada había frustrado quién sabe qué
infundados propósitos de Goliadkin; sin embargo, desde ese momento, se mostró
cordialísimo conmigo, me obligó a aceptar un habano Avanti y me colmó de
atenciones.
»Al otro día, todos estaban de mal humor. Yo,
sensible al clima psicológico, quise animar a mis compañeros de mesa,
refiriendo unas anécdotas de Roberto Payró y algún acerado epigrama de Marcos
Sastre. La señora de Puffendorf-Duvernois, despechada por el percance de la
noche anterior, estaba atufada; sin duda, algún eco de su mésaventure había llegado a oídos del padre Brown; este párroco la
trató con una sequedad que no condice con la tonsura eclesiástica.
»Después del almuerzo le di una lección al
coronel Harrap. Para probarle que su faux
pas no había afectado la invariable cordialidad de nuestras relaciones, le
ofrecí uno de los Avanti de Goliadkin y me di el gusto de encendérselo. ¡Una
bofetada con guante blanco!
»Esa noche, la tercera de nuestro viaje, el
joven Bibiloni me defraudó. Yo había pensado referirle algunas aventuras
galantes, de ésas que no suelo confiar al primer venido, pero no estaba en su
camarote. Me incomodaba que un catamarqueño mulato pudiera introducirse en el
compartimento de la baronne
Puffendorf. A veces me parezco a Sherlock Holmes: sorteando astutamente al
guarda, a quien soborné con un interesante ejemplar de la numismática
paraguaya, traté, frío sabueso de Baskerville, de oír, más aún, de espiar lo
que sucedía en ese recinto ferroviario. (El coronel se había retirado
temprano.) El silencio total y la oscuridad fueron el fruto de mi examen. Pero
la ansiedad duró poco. Cuál no sería mi sorpresa al ver salir a la baronne del compartimento del padre
Brown. Tuve un momento de brutal rebeldía, perdonable en un hombre por cuyas
venas corre la abrasadora sangre de los Montenegro. Después comprendí. La baronne venía de confesarse. Estaba
despeinada y su ropa era ascética — un batón carmesí, con bailarinas de plata y
payasos de oro—. Estaba sin maquillar y, mujer al fin, huyó a su camarote para
que yo no la sorprendiera sin su coraza facial. Encendí uno de los pésimos
cigarros del joven Bibiloni y, filosóficamente, me batí en retirada.
»Gran
sorpresa en mi compartimento: a pesar de lo avanzado de la hora, Goliadkin
estaba levantado. Sonreí: dos días de convivencia ferroviaria habían bastado
para que el opaco israelita imitara el noctambulismo del hombre de teatro y de
club. Por supuesto, llevaba mal su nueva costumbre. Estaba descentrado,
nervioso. Sin respetar mis cabezadas y mis bostezos, me infligió todas las
circunstancias de su autobiografía insignificante y, tal vez, apócrifa.
Pretendió haber sido caballerizo, y después amante, de la princesa Claudia
Fiodorovna, con un cinismo que me recordó las páginas más atrevidas de Gil Blas de Santillana, declaró que,
burlando la confianza de la princesa y de su confesor, el padre Abramowicz, le
había substraído un gran diamante de roca antigua, un nonpareil que, por un simple defecto de talla, no era el más
valioso del mundo. Veinte años lo separaban de esa noche de pasión, de robo y
de fuga; en el ínterin la ola roja había expulsado del Imperio de los Zares a
la gran dama despojada y al caballerizo infidente. En la frontera misma empezó
la triple odisea: la de la princesa, en busca del pan cotidiano; la de
Goliadkin, en busca de la princesa, para restituirle el diamante; la de una
banda de ladrones internacionales, en busca del diamante robado en implacable
persecución de Goliadkin. Éste, en las minas del África del Sur, en los
laboratorios del Brasil y en los bazares de Bolivia había conocido los rigores
de la aventura y de la miseria; pero jamás quiso vender el diamante, que era su
remordimiento y su esperanza. Con el tiempo, la princesa Claudia fue para
Goliadkin el símbolo de esa Rusia amable y fastuosa, pisoteada por los
palafreneros y los utopistas. A fuerza de no encontrar a la princesa, cada día
la quería más; hace poco supo que estaba en la República Argentina,
regenteando, sin abdicar su morgue de
aristócrata, un sólido establecimiento en Avellaneda. Sólo a último momento,
sacó el diamante del secreto rincón donde yacía escondido. Ahora, que sabía el
paradero de la princesa, hubiera preferido morir a perderlo.
»Naturalmente,
esa larga historia en boca de un hombre que, por confesión propia, era caballerizo
y ladrón me incomodó. Con la franqueza que me caracteriza me permití expresar
una duda elegante sobre la existencia de la joya. Mi estocada a fondo lo
traspasó. De una valija de imitación cocodrilo, Goliadkin sacó dos estuches
iguales y abrió uno de ellos. Imposible dudar. Ahí, en su nido de terciopelo,
refulgía un hermano legítimo del Koh-i-nur. Nada humano me es extraño. Me
apiadó ese pobre Goliadkin, que antaño compartiera el lecho fugaz de una
Fiodorovna y que hogaño, en un crujiente vagón, confiaba sus cuitas a un
caballero argentino que no le negaría sus buenos oficios para llegar a la
princesa. Para entonarlo, afirmé que la persecución de una banda de ladrones
era menos grave que la persecución de la policía; improvisé, fraterno y
magnánimo, que una batida policial en el Salón Doré había deparado la inclusión
de mi nombre —uno de los más antiguos de la República— en no sé qué prontuario
infamante.
»¡Bizarra
psicología la de mi amigo! Veinte años sin ver el rostro amado, y ahora, casi
en vísperas de la dicha, su espíritu se debatía y dudaba.
»A
pesar de mi fama de bohemio, d'ailleurs
justificada, soy hombre de hábitos regulares; era tarde y ya no logré conciliar
el sueño. Revolví en la mente la historia del diamante inmediato y de la
princesa lejana. Goliadkin (sin duda emocionado por la noble franqueza de mis
palabras) tampoco pudo dormir. Por lo menos, durante toda la noche, estuvo
moviéndose en la litera superior.
»La
mañana me reservaba dos satisfacciones. Primero, un lejano anticipo de la
pampa, que habló a mi alma de argentino y de artista. Un rayo de sol cayó sobre
el campo. Bajo el benéfico derroche solar, los postes, los alambrados, los
cardos lloraron de alegría. El cielo se hizo inmenso y la luz se calcó
fuertemente sobre el llano. Los novillos parecían haber vestido ropas nuevas...
Mi segunda satisfacción fue de orden psicológico. Ante los cordiales tazones
del desayuno, el padre Brown nos demostró palmariamente que la cruz no está
reñida con la espada: con la autoridad y el prestigio que da la tonsura,
reprendió al coronel Harrap, a quien calificó (muy certeramente, según mis
luces) de asno y de animal. Le dijo también que sólo valía para meterse con
infelices, pero que ante un hombre de temple sabía guardar distancia. Harrap ni
chistó.
»Sólo después alcancé el pleno significado de
la reprimenda del párroco. Supe que Bibiloni había desaparecido esa noche; ese
hombre de pluma era el infeliz a quien había agredido el soldadote.
—Déme
calce, amigo Montenegro —dijo Parodi—. Ese tren tan raro de ustedes ¿no para en
ninguna parte?
—¿Pero
dónde vive, amigo Parodi? ¿Usted ignora que el Panamericano hace el viaje
directo desde Bolivia hasta Buenos Aires?
»Prosigo.
Esa tarde, el diálogo fue monótono. Nadie quería hablar de otra cosa que de la
desaparición de Bibiloni. Por cierto, algún pasajero observó que la tan
cacareada seguridad que los capitalistas sajones atribuyen al convoy
ferroviario quedaba en tela de juicio después de este suceso. Yo, sin disentir,
anoté que la actitud de Bibiloni bien podía ser el fruto de una distracción
propia del temperamento poético, y que yo mismo, atenaceado por la quimera,
solía estar en las nubes. Estas hipótesis, aceptables en el día ebrio de
colores y de luz, se desvanecieron con la última pirueta solar. Al caer de la
tarde, todo se tornó melancólico. A intervalos de la noche el quejido fatídico
de un búho oscuro, que remeda la tos cascada de un enfermo. Era el momento en
que cada viajero resolvía en su mente los lejanos recuerdos o sentía la vaga y
tenebrosa aprensión de la vida sombría; al unísono, todas las ruedas del convoy
parecían deletrear las palabras: Bibi-lo-ni-ha-si-do-a-se-si-na-do,
Bi-bi-lo-ni-ha-si-do-a-se-si-na-do, Bi-bi-lo-ni-ha-si-doa-se-si-nado.
»Esa noche, después de cenar, Goliadkin (sin
duda para mitigar el clima de angustia que había sentado sus reales en el salón
comedor) cometió la ligereza de desafiarme al póker, mano a mano.
»Tal
era su deseo de medirse conmigo, que rechazó, con una obstinación sorprendente,
las proposiciones de la baronesa y del coronel de jugar un cuatro.
Naturalmente, las esperanzas de Goliadkin recibieron un rudo golpe. El clubman del Salón Doré no defraudó a su público. Al principio, no me
favorecieron las cartas, pero después, a pesar de mis admoniciones paternas,
Goliadkin perdió todo su dinero: trescientos quince pesos y cuarenta centavos,
que los polizontes me han substraído arbitrariamente. No olvidaré ese duelo: el
plebeyo contra el hombre de mundo, el codicioso contra el indiferente, el judío
contra el ario. Valioso cuadro para mi galería interior. Goliadkin, en busca de
un desquite supremo, abandona de pronto el salón comedor. No tarda en regresar
con la valija de imitación cocodrilo. Extrae uno de los estuches y lo pone
sobre la mesa. Me propone jugar los trescientos pesos perdidos contra el
diamante. No le niego esa última chance. Doy las cartas; tengo en la mano un
póker de ases; mostramos el juego; el diamante de la princesa Fiodorovna pasa a
mi poder. El israelita se retira, navré.
¡Interesante momento!
»A
tout seigneur, tout honneur. Los enguantados
aplausos de la baronne Puffendorf,
que había seguido con mal reprimido interés la victoria de su campeón,
coronaron la escena. Como siempre dicen en el Salón Doré, yo no hago las cosas
a medias. Mi decisión estaba tomada: llamé al mozo y le pedí ipso facto la
carta de vinos. Un rápido examen me aconsejó la conveniencia de un Champagne El
Gaitero, media botella. Brindé con la baronne.
»El
hombre de club se reconoce en todos los momentos. Después de tamaña aventura,
otro que yo no hubiera conciliado el sueño en toda la noche. Yo, bruscamente,
insensible a los encantos del tête-à-tête, ansié la soledad de mi camarote.
Bostecé una excusa y me retiré. Era prodigioso mi cansancio. Recuerdo haber
caminado entre sueños por los interminables corredores del tren; sin dárseme un
ardite de los reglamentos que las compañías sajonas inventaban para coartar la
libertad del viajero argentino, entré por fin en un compartimento cualquiera y,
fiel guardián de mi joya, me encerré con pasador.
»Le
declaro sin ruborizarme, estimado Parodi, que esa noche dormí vestido. Caí como
un trompo en la litera.
»Todo esfuerzo mental tiene su castigo. Esa
noche una pesadilla angustiosa me sojuzgó. El ritornello de esa pesadilla era la burlona voz de Goliadkin, que
repetía: No diré dónde está el diamante.
Me desperté sobresaltado. Mi primer movimiento se dirigió al bolsillo interior;
ahí estaba el estuche; adentro, el auténtico
nonpareil.
»Aliviado,
abrí la ventanilla.
»Claridad.
Frescura. Loco bullicio madruguero de pajarillos. Mañanita nebulosa de
principios de enero. Mañanita soñolienta, arrebujada todavía en las sábanas de
un vapor blanquecino.
»De
esa poesía matinal pasé en el acto a la prosa de la vida, que golpeó a mi
puerta. Abrí. Era el subcomisario Grondona. Me preguntó qué hacía yo en ese
camarote y, sin esperar contestación, me dijo que fuéramos al mío. Yo siempre
he sido como las golondrinas para la orientación. Por increíble que parezca, mi
camarote estaba al lado.
»Lo
hallé todo revuelto. Grondona me sugirió que no fingiera asombro. Supe después
lo que usted habrá leído en los diarios. Goliadkin había sido arrojado del
tren. Un guarda oyó su grito y tocó la campana de alarma. En San Martín subió
la policía. Todos me acusaron, hasta la baronne,
sin duda por despecho. Rasgo que denota al observador que hay en mí: en medio
del trajín policíaco observé que el coronel se había afeitado la barba.
II
A
la semana Montenegro se presentó de nuevo en la Penitenciaría. En el apacible
retiro del coche celular había premeditado no menos de catorce cuentos baturros
y de siete acrósticos de García Lorca, para edificar a su nuevo protegido, el
habitué de la celda 273, Isidro Parodi; pero este peluquero obstinado extrajo
una baraja mugrienta de su birrete reglamentario y le propuso, mejor dicho le
impuso, un truco mano a mano.
—Todo
juego es mi juego —replicó Montenegro—. En la estancia de mis mayores, en el
almenado castillo que duplica sus torres en el Paraná transeúnte, he
condescendido a la tonificante sociedad y al rústico pasatiempo del gaucho. Por
cierto que mi a ley de juego todo está
dicho era el pavor de los truqueros más canosos del Delta.
Muy
pronto, Montenegro (que no salió de malas en los dos partidos que jugaron)
reconoció que el truco, en razón de su misma sencillez, no podía cautivar la
atención de un devoto del chemin de fer
y del bridge con remate.
Parodi,
sin hacerle caso, le dijo:
—Mire, para retribuir la lección de truco que
usted le ha dado a este hombre anciano, que ya no sirve ni para jugar con un
infeliz, le voy a contar un cuento. Es la historia de un hombre muy valiente
aunque muy desdichado, un hombre a quien yo respeto muchísimo.
—Penetro
su intención, querido Parodi —dijo Montenegro, sirviéndose con naturalidad un
Sublime—. Ese respeto lo honra.
—No,
no me refiero a usted. Hablo de un finado a quien no conozco, de un extranjero
de Rusia, que supo ser cochero o caballerizo de una señora que tenía un
brillante valioso; esa señora era una princesa en su tierra, pero no hay ley
para el amor... El joven, mareado por tanta suerte, tuvo una debilidad
—cualquiera la tiene— y se alzó con el brillante. Ya era tarde, cuando se arrepintió.
La revolución maximalista los había desparramado por el mundo. Primero en una
localidad de África del Sur, después en otra de Brasil, una pandilla de
ladrones quiso arrebatarle esa alhaja. No la consiguieron: el hombre se daba
maña para esconderla, no la quería para él; la quería para devolvérsela a la
señora. Después de muchos años de aflicciones supo que la señora estaba en
Buenos Aires; el viaje con el brillante era peligroso, pero el hombre no se
echó atrás. En el tren lo siguieron los ladrones: uno se había disfrazado de
fraile, otro de militar, otro de provinciano, otro se había pintarrajeado la
cara. Entre los pasajeros había un paisano nuestro, medio botarate, un actor.
Este mozo, como se había pasado la vida entre disfrazados, no vio nada raro en
esa gente... Sin embargo, era evidente la farsa. Era demasiado surtido el
grupo. Un cura que saca el nombre de las revistas de Nick Carter, un
catamarqueño de Bancalari, una señora que tiene la idea de ser baronesa porque
hay una princesa en el asunto, un anciano que de la noche a la mañana pierde la
barba y que se muestra capaz de elevarlo a usted, que debe pesar unos ochenta
kilos, "a una altura considerable" y guardarlo en un excusado. Eran
gente resuelta; tenían cuatro noches para trabajar. La primera, cayó usted en
la celda de Goliadkin y les arruinó el pastel. La segunda, usted volvió a
salvarlo sin querer: la señora se le había metido en la pieza con el cuento del
amor, pero a su llegada tuvo que retirarse. La tercera, mientras usted estaba
pegado como un engrudo en la puerta de la baronesa, el catamarqueño asaltó a
Goliadkin. Le fue mal: Goliadkin lo tiró del tren. Por eso el ruso andaba
nervioso y se revolvía en la cama. Pensaba en lo que había ocurrido y en lo que
iba a ocurrir; pensaba tal vez en la cuarta noche, la más peligrosa, la última.
Recordó una frase del cura sobre los que pierden el alma para salvarla.
Resolvió dejarse matar y perder el brillante para salvarlo. Usted le había
contado lo del prontuario: comprendió que, si lo mataban, usted sería el primer
sospechoso. La cuarta noche exhibió dos estuches, para que los ladrones
pensaran que había dos brillantes, uno de veras y uno falso. A la vista de
todos lo perdió a manos de un negado para el naipe; los ladrones creyeron que
les quería hacer creer que había perdido la alhaja verdadera; a usted lo
durmieron con algún menjunge en la sidra. Se metieron después en el
compartimento del ruso y le ordenaron que les entregara la alhaja. Usted le oyó
en sueños repetir que no sabía dónde estaba; a lo mejor también les dijo que
usted la tenía, para engañarlos. La combinación le salió bien a ese hombre
valiente: al alba lo mataron los desalmados, pero el brillante estaba seguro,
en poder de usted. Efectivamente, en cuanto llegaron a Buenos Aires, la policía
le echó el guante y se encargó de entregar la alhaja a su dueño.
»Tal
vez pensó que no le valía mucho vivir: veinte años crueles habían caído sobre
la princesa que ahora dirigía una casa mala. También yo, en su lugar, hubiera
sido un miedoso.
Montenegro
encendió un segundo Sublimé.
—Es
la vieja historia —observó—. La rezagada inteligencia confirma la intuición
genial del artista. Yo siempre desconfié de la señora Puffendorf-Duvernois, de
Bibiloni, del padre Brown y, muy especialmente, del coronel Harrap. Pierda
cuidado, mi querido Parodi: no tardaré en comunicar mi solución a las
autoridades.
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