Las cosas como son

Se cumplen 25 años del fallecimiento de Eugene Ionesco, autor emblemático del teatro del absurdo. La imposibilidad de la comunicación y la soledad de los seres humanos constituyeron el eje de su dramaturgia. María Trombetta nos acerca a la obra del dramaturgo y escritor franco-rumano con un fragmento de La lección (1951), una de sus obras más importantes.



Por María Trombetta

Tres ejemplos cotidianos que nos ayudan a comprender el teatro del absurdo:
La niña ve televisión con la adulta que la cuida. En un programa musical, una banda de rock interpreta un tema en castellano. La niña se concentra, sigue minuciosamente la letra. Entonces mira a su acompañante y comenta: “no dicen nada… dicen palabras, pero no dicen nada”.
La joven mantiene un educado intercambio de opiniones con una señora en el colectivo. La señora se enoja un poco, la joven mantiene la calma y responde con educación. La señora, frustrada, le espeta “volvete a tu país”.
Usted se decide a encarar, por fin, ese reclamo que viene postergando desde hace un tiempo. La tarjeta de débito que el banco no le manda, el cambio de módem para la conexión a Internet, la reparación de su teléfono de línea. Se comunica con el call center correspondiente o (si es lo suficientemente intrépido/a) se dirige al punto habilitado de atención al público. Deja que la interacción con quien representa a la empresa se desarrolle por los carriles habituales. Y escucha.

Eugene Ionesco (Rumania 1912 – Francia 1994), digno representante de las vanguardias de la primera mitad del SXX, se ocupó en sus obras del absurdo de la condición humana, el tema que ocupaba a la filosofía de la época. La imposibilidad de la comunicación y la soledad de los seres humanos constituyen el eje de su dramaturgia. En contraposición con el realismo, el teatro del absurdo presenta obras sin intriga, con personajes indefinidos, guiados por el azar, y con una trama circular: al final, la obra vuelve al mismo punto que presentaba al principio.
La lección (1951), muestra la total y absoluta dificultad de la educación en el sentido tradicional del término: alguien, depositario del saber universal, que derrama sus conocimientos en la mente virgen del aprendiz. Si comunicarse es imposible, todavía más lo será en el contexto de desigualdad, poder y violencia que supone esta concepción de la educación.
EL PROFESOR (hombre, maduro, seguro, el dueño de casa) recibe a LA ALUMNA (mujer, joven, desorientada) para la primera lección de un curso preparatorio para algún doctorado impreciso. Lo primero que hace, por supuesto, es probar los conocimientos previos de la joven, que claramente son muy inferiores a los suyos. A medida que la situación avanza, la torpeza de la alumna crece ayudada por la impaciencia del profesor, que se vuelve más y más violento en la impotencia de no lograr que la estudiante se corresponda con su propia excelencia. Todo esto a partir de diálogos triviales, cuestionarios insólitos y amenazas sutiles realizadas por el bien de la muchacha. El final se precipita hacia la tragedia de esa alumna que no es esa alumna, si no todas las que pasaron por la clase del profesor, como la que toca el timbre para que todo vuelva a comenzar.
En sus obras, Ionesco devela los monstruos que se esconden en las leyes que rigen al mundo. En las situaciones cotidianas que muestra, el absurdo se tensa hasta el límite de dejar caer el velo que cubre la mirada y no deja ver lo que está frente a nuestros ojos.

“EL PROFESOR. - Lo más… ¿cómo decirlo?... más paradójico… Sí… esa es la palabra… Lo más paradójico es que un montón de gente que carece completamente de instrucción habla esas diferentes lenguas… ¿Me oye? ¿Qué he dicho?
LA ALUMNA. - …” ¡Habla esas diferentes lenguas!¿Qué he dicho?”
EL PROFESOR. - ¡Tuvo usted suerte!... La gente del pueblo habla francés, lleno de palabras neofrancesas que no distingue, creyendo que habla latín… O bien habla latín, lleno de palabras orientales, creyendo que habla rumano… O francés, lleno de neofrancés, creyendo que habla sardanápali o francés… ¿Me comprende?
LA ALUMNA. - ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¿Qué más quiere usted…?
EL PROFESOR. - ¡Nada de insolencias, preciosa, cuidado con lo que haces…! (Enfurecido) El colmo, señorita, es que algunos, por ejemplo, en un latín, que suponen español, dicen: “Sufro de mis dos heces a veces”, dirigiéndose a un francés que no sabe una palabra de español; sin embargo, este lo comprende tan bien como si fuera su propia lengua. Por otra parte, cree que es su propia lengua. Y el francés responderá, en francés: “Yo también, señor, sufro de mis veces”, y se hará comprender perfectamente por el español, quien tendrá la certeza de que le ha respondido en puro español y que hablan en español… Cuando, en realidad, no es ni español ni francés, sino latín a la neofrancesa… Quédese tranquila, señorita, no mueva más las piernas, no patalee más…
LA ALUMNA. – Me duelen las muelas.
EL PROFESOR. - ¿Cómo es posible que, hablando sin saber en qué lengua habla, o incluso creyendo que habla otra, la gente del pueblo se entienda de todos modos entre sí?
LA ALUMNA. – Me lo pregunto.
EL PROFESOR. – Es simplemente una de las curiosidades inexplicables del empirismo grosero del pueblo (¡No confundirlo con la experiencia!) una paradoja, un sinsentido, una de las rarezas de la naturaleza humana. Es el instinto, simplemente, para decirlo en una sola palabra, lo que entra en juego aquí.
LA ALUMNA. - ¡Ja! ¡Ja!
EL PROFESOR. – En lugar de andar papando moscas mientras yo me tomo todo este trabajo… sería mejor que tratara de estar más atenta… No soy yo quien se presentará al concurso del doctorado parcial… yo lo aprobé hace mucho tiempo… incluyendo mi doctorado total… y mi diploma supratotal… ¿Entonces, no comprende que lo hago por su bien?”


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