Fragmento de Kamchatcka, de Marcelo Figueras
Hoy comienza el Ciclo gratuito de literatura en el cine 2020, coordinado como siempre, por Mario Méndez. En esta oportunidad, y durante toda la primera mitad del año, el tema va a ser "La literatura argentina en el cine del siglo XXl". La primera película (que se proyectará la semana próxima) es Kamchatcka, de Marcelo Piñeiro. En el encuentro de hoy se va a hablar acerca la novela homónima de Marcelo Figueras.
1.
La palabra del adiós
Lo último que papá me dijo, la
última palabra que oí de sus labios, fue Kamchatka.
Me dio un beso raspándome con su
barba de días y se subió al Citroën. El auto se alejó sobre la cinta ondulante
de la ruta, una burbuja verde que aparecía y desaparecía en cada lomada, más
chiquita cada vez, hasta que ya no la vi más. Me quedé un rato ahí, la caja del
TEG bajo del brazo, hasta que el abuelo me puso la mano en el hombro y me dijo
vamos a casa.
Y eso fue todo.
Si es necesario puedo contar algo
más. El abuelo decía que Dios está en los detalles. También decía otras cosas:
que lo de Piazzolla no es tango, por ejemplo, y que lavarse las manos antes de
mear es tan importante como lavárselas después, porque vaya a saber qué tocó
uno, pero creo que ninguna de estas viene al caso.
La despedida ocurrió en un despacho
de naftas de la ruta 3, a pocos kilómetros de Dorrego, en el sur de la
provincia de Buenos Aires. Desayunamos los tres en el bar contiguo, papá,
el abuelo y yo, café con leche y medialunas de grasa, en tazas de loza grandes
como ollas que tenían el logo de YPF. Mamá también estaba pero se la pasó en el
baño. Algo le había revuelto el estómago y no retenía ni los líquidos. Y el
Enano, mi hermano menor, dormía despatarrado en el asiento trasero del Citroën.
Siempre se movía sin parar durante el sueño, brazos y piernas, como si
reclamase sus derechos sobre el absoluto, el rey del espacio infinito.
En ese momento tengo diez años. Soy
un chico de apariencia normal, con la excepción, quizá, del pelo rebelde que
tiende a alzarse sobre mi cabeza como un signo de exclamación.
Es primavera. Octubre brilla con
una luz de oro en el hemisferio sur y ese día honra el precepto; la mañana es
un palacio. El aire está lleno de esas semillas voladoras que en la Argentina
llamamos panaderos, estrellas diurnas que atesoro dentro del hueco de mis manos
y después libero con un soplo, alentando su busca de un suelo propicio.
(La frase el aire estaba
lleno de panaderos hubiese hecho las delicias del Enano. Se habría
tirado al suelo, agarrándose la panza y riendo como loco mientras imaginaba a
los hombrecitos flotando como pompas de jabón, delantal blanco y morro
enharinado.)
Me acuerdo hasta de la gente que
rondaba la estación de servicio. El despachante de nafta, un gordo de bigotes y
sobacos oscuros. El conductor de la Ika, contando un vuelto de billetes grandes
como sábanas en su camino hacia el baño. (Lavarse las manos antes de mear, me
corrijo, también viene al caso.) Y el mochilero que cruzaba el playón rumbo a
la aventura de la ruta, barbas de profeta y cacharros de lata, campanadas que
llaman a la contrición.
La nena deja de saltar la soga para
mojarse el pelo debajo de la canilla. Ahora se lo estruja en su camino de
regreso, agua cayendo sobre el polvo, drip drip. Las gotas que hace un instante
estaban allí, escribiendo en morse sobre el suelo, se desvanecen más y más a
cada segundo. Se están escurriendo entre las partículas minerales y orgánicas
de la tierra, fieles al mandamiento gravitatorio, aprovechando el espacio que
existe donde parece no haberlo, gotas que dejan jirones de su alma y dan vida a
esas partículas mientras pierden la propia, en su marcha hacia el corazón
ardiente del planeta, ese fuego donde la Tierra todavía se parece a lo que era
cuando se formó. (En el fondo, uno siempre es igual a lo que fue.)
La nena se inclina con gracia
delante de mí. Durante un momento pienso que está haciendo una reverencia. En
realidad, recoge su soga. Vuelve a saltar, un ritmo perfecto, cortando el aire,
wuppety wupp, y así traza el límite de la burbuja en que se encierra.
Papá abre la puerta del bar y me
deja pasar. El abuelo está adentro, esperándonos. Su cuchara crea un remolino
dentro del café con leche.
A veces hay variaciones dentro del
recuerdo. A veces mamá no baja del Citroën hasta que salimos del bar, porque se
queda garabateando algo en la marquilla de sus Jockey Club. A veces los
números del surtidor de nafta van hacia atrás, en vez de hacia adelante. A
veces el mochilero se nos adelanta y cuando llegamos ya está haciendo dedo,
como si estuviese apurado por descubrir el mundo que aún no ha visto y
anunciarle la salvación con campanadas de aluminio. Los cambios no me
preocupan. Estoy acostumbrado a ellos. Significan que estoy viendo algo que
antes no vi; significan que no soy exactamente quien era la última vez que
recordé.
El tiempo es raro. Esto es obvio. A
menudo creo que ocurre todo junto, lo cual no tiene nada de obvio y es todavía
más raro. La persona que se vanagloria de vivir sólo el presente me da un poco
de pena, como la que entra al cine con la película empezada o la que toma coca
light; se pierde lo mejor. Yo creo que el tiempo funciona como la sintonía de
una radio. Al común de la gente le gusta elegir una estación, a la que pretende
nítida y sin interferencias. Pero eso no implica que uno no pueda mezclar dos o
más estaciones; no implica que la sincronía sea imposible. Hasta no hace mucho
se consideraba imposible que cupiese un universo entre dos átomos, y cabe. ¿Por
qué desechar la idea de que en la radio del tiempo pueda oírse en simultáneo la
historia de la humanidad?
La vida cotidiana nos provee de
intuiciones sobre el tema. Sentimos que coexisten dentro nuestro todos aquellos
nosotros que hemos sido (¿que seremos?): conservamos lo esencial de aquel niño
inocente y egoísta, y somos a la vez el joven sensual y generoso hasta la
inconsciencia, y somos también aquel adulto con los pies sobre la tierra que no
olvida su sueño y somos, por fin, el viejo que no ve en el oro más que un
metal; ha perdido vista para ganar visión. Cuando recuerdo, mi voz suena de a
ratos como si tuviese diez años nuevamente, y a veces suena como si hablase
desde los setenta que no alcancé; también suena como sueno hoy, a la edad que
tengo… o que creo tener. Aquellos que he sido, soy y seré dialogan
constantemente, modificándose los unos a los otros. Que mi pasado y mi presente
se alíen para definir mi futuro suena a verdad elemental, pero sospecho que mi
futuro y mi presente son capaces de hacer lo mismo con mi pasado. Cada vez que
recuerdo, aquel que fui dice sus líneas y ejecuta sus acciones con elegancia
creciente, como si entendiese más y mejor al personaje con cada nuevo intento.
Los números de mi surtidor
empezaron a ir para atrás. No puedo detenerlos.
El abuelo está otra vez en su
camioneta, el pie sobre el estribo, canturreando su tango favorito: decí
por Dios qué me has dau, que estoy tan cambiáu, no sé más quién soy.
Papá se inclina y me dice al oído
la palabra del adiós. Siento como entonces el calor de su mejilla. Me besa y me
raspa al mismo tiempo.
Kamchatka.
Yo no me llamo Kamchatka, pero sé
que al decir eso piensa en mí.
Kamchatka
Marcelo Figueras
Alfaguara, 2002.
Hermoso fragmento del libro de Marcelo Figueras, ya tengo ganas de leerlo completo, gracias !
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