Fragmento de La madre de Frankenstein, de Almudena Grandes
“–
Yo leía esos libros cuando era pequeño – al doctor Velázquez se le iluminó la
cara de pronto -. Me gustaban mucho. Tengo que preguntarle a mi madre dónde
están, aunque a lo mejor…- se calló, se quedó pensando -. Igual tuvo que
venderlos después de…
-Bueno
– seguí hablando para sacarle del atolladero -, yo también había leído muchos.
Doña Aurora se llevó a Ciempozuelos los que habían sido de Hildegart, y como
sabía que eran para niños, empecé por ahí para que don Tomás no pensara mal de
mí. Había uno que no había leído, El hombre que vendió su sombra,
y me encantó, aunque ya había leído otros parecidos, de hacer tratos con el
demonio y eso… Yo creo que lo que me gustó fue volver a leer, fíjese, volver a
estar tumbada en una cama con un libro entre las manos. No se puede imaginar lo
bien que me sentó. Mientras limpiaba y fregaba y hacía los baños, pensar en eso
me ponía de buen humor. Y como los libros de Araluce eran muy pequeñitos, los
metía debajo del colchón y doña Prudencia no se enteraba de nada, porque de eso
Rosarito no se chivó, claro. Pero cuando me terminé todos los que había en la
parroquia de esa colección…
En
ese momento me arrepentí de haber empezado a hablar tan alegremente, fíjate. Y
mira que había pasado el tiempo, y que yo ya estaba bien, y que el doctor
Velázquez me gustaba, que no es que estuviera pensando yo en cosas raras, pues
no faltaba más que eso, como si no hubiera tenido bastante ya, pero vamos, que
estar aquella noche en casa del doctor Méndez, me gustaba. Me lo estaba pasando
muy bien, mucho mejor de lo que esperaba y, sin embargo, durante un instante me
arrepentí de haber ido a la fiesta, de haberme sentado a su lado, de haberle
contado tantas cosas, porque es que no quería ni acordarme de Alfonso Molina,
de cómo era cuando le conocí, de por qué me compré el vestido que llevaba
puesto.
-
¿Qué pasó entonces, María?
(…)
-Pues
lo que pasó – dije cuando volví a sentarme a su lado - fue que cuando me acabé
lo que había de Araluce, me leí Los miserables, de Víctor Hugo, ¿sabe,
no? – asintió con la cabeza y sonrió, porque no sólo conocía el libro sino que
además, lo que iba a decir yo a continuación. Por eso le he dicho antes que yo
creo que ni don Tomás ni doña Albertina tenían mucha idea de los libros que
había allí, porque ninguno de los dos los había leído. Los miserables
era un tomazo, claro, no podía meterlo debajo de la cama. Todas las noches
tenía que hacer gimnasia, arrimar una silla al armario, abrir la maleta sin
bajarla del maletero, sacar el libro y, por la mañana, cuando sonaba el
despertador, guardarlo antes de lavarme la cara siquiera. Pero me daba igual
porque me gustaba mucho y ya estaba un poco cansada de libros para niños, la
verdad. Los jueves, cuando íbamos al Retiro, lo llevaba en el bolso, que tengo
uno grande, de tela, de esos que llevan un aro de madera para agarrarlos, que
me hizo Rosarito. Y mientras ella paseaba con Antonio, yo me sentaba en un
banco y leía, y así adelantaba, porque por las noches se me cerraban los ojos
de sueño, me quedaba frita aunque no quisiera… Luego Rosarito rompió con su
novio y se enfadó conmigo. Me decía que era una aburrida, pero no dejé de leer
y se acabó acostumbrando. Se compraba una bolsa de pipas y se las iba comiendo
hasta que se le acercaba un soldado, y así, hasta que se reconcilió con
Antonio… Total que cuando se terminó Los miserables, como ya había aprendido a
esconder tomos gordos, empecé con las Obras Completas de Pérez Galdós, que
también habían sido del marido de doña Albertina.
-Pues
muy barato no sería- el doctor Velázquez sonrió.
--¿Verdad
que no? Eso pensé yo cuando me leí Tormento, que fue la primera y me encantó,
pero tanto, tanto, tanto… Lo bueno de Galdós era que no se acababa nunca. Esos
seis tomos tan gordos, ¡qué gusto! El caso es que doña Aurora también los tenía
pero claro, cuando yo iba a su cuarto a leer, era muy pequeña y me gustaban
otras cosas. Total, que en el verano de 1949 los señores me dieron dos semanas
de vacaciones, que las del año anterior se las habían comido, porque como
empecé a trabajar para ellos en septiembre del 47, dijeron que no me tocaban,
pero en agosto del 49 me fui quince días a Ciempozuelos, con permiso de las
monjas, claro está, y me llevé uno de los tomos de las novelas de Galdós de la
parroquia. Me metí en el cuarto donde está ahora mi abuela, ese que tiene una
forma tan rara, en el Sagrado Corazón, y aunque ella me interrumpía mucho, y me
pedía que la ayudara cada dos por tres, me leí Fortunata y Jacinta dos veces
seguidas. Es que cuando la terminé no me apetecía leer ninguna otra cosa, así
que me la empecé otra vez. Y no me arrepentí, no crea, me pareció un libro
maravilloso.”
La madre de Frankenstein
Almuneda Grandes
Tusquets, 2020.
La madre de Frankenstein
Almuneda Grandes
Tusquets, 2020.
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