A 35 años de la muerte de Heinrich Böll
Hoy se conmemoran 35 años de la muerte de Heinrich Böll, el gran
escritor alemán. A pesar de ser opositor al nacional socialismo, fue
reclutado por las fuerzas armadas y participó en la Segunda Guerra
Mundial. Después de 1945. Se dedicó a la escritura y a apoyar causas
pacifistas. Ganó el Premio Nobel de Literatura en 1972. Compartimos el
comienzo de la que quizá sea su novela más célebre, Opiniones de un payaso. En
ella Hans Schnier, abandonado por su esposa, critica la hipocresía
católica (que no ha sido ajena a la separación), y sobrevive en la Bönn
de posguerra.
Oscurecía ya cuando llegué a Bonn, y me forcé esta vez a no poner en marcha el piloto automático que en cinco años de viajar se ha formado en mi interior: bajar las escaleras del andén, subir las escaleras del andén, dejar maleta, sacar billete del bolsillo del abrigo, recoger maleta, entregar billete, al puesto de periódicos, comprar periódicos de la tarde, salir a la calle, llamar un taxi. Durante cinco años partí yo casi todos los días de algún punto y llegué a cualquier otro punto, por la mañana subía y bajaba las escaleras de la estación, por la tarde bajaba y subía la escaleras de la estación, tomaba taxis, buscaba dinero en el bolsillo de mi chaqueta para pagar al conductor, compré periódicos en el quiosco, y en algún rincón de mi conciencia disfruté la incuria minuciosamente estudiada de este piloto automático. Desde que Marie me ha abandonado para casarse con este católico, Züpner, el funcionamiento se ha hecho todavía más automático, sin perder su incuria. Para el trayecto de la estación al hotel, del hotel a la estación, hay una unidad de medida: el taxímetro. Y así dista dos marcos, tres marcos, cuatro marcos cincuenta de la estación. Desde que Marie se ha ido, he perdido el ritmo alguna que otra vez, he tomado el hotel por estación, nervioso ante la conserjería he buscado mi billete o a la entrada del andén he preguntado al empleado el número de mi habitación, algo, llámesele casualidad, o lo que sea, me hizo recordar mi profesión y mi situación. Soy un payaso, de profesión designada oficialmente como "Cómico", no afiliado a ninguna Iglesia, de veintisiete años de edad, y uno de mis números se titula: la partida y la llegada, una larga (casi demasiado) pantomima, en la cual el espectador acaba confundiendo la llegada con la partida; puesto que frecuentemente vuelvo a ensayar dicho número en el tren (consta de más de seiscientos mutis, cuya coreografía debo naturalmente tener presente), es evidente que de vez en cuando cedo a mi propia fantasía: entro precipitadamente en un hotel, busco con la vista el cuadro de salidas de trenes, lo descubro al fin, subo o bajo corriendo las escaleras, para no perder mi tren, en tanto que no necesito más que subir a mi habitación y ensayar mi número. Afortunadamente me conocen en la mayoría de los hoteles; en el intervalo de cinco años se alcanza un ritmo con escasas posibilidades de variación, que de ordinario se puede tomar por una cierta armonía interior — y que además preocupa a mi representante, quien conoce mi manera de ser. Lo que él llama "la sensibilidad del alma de artista", es enteramente respetado, y tan pronto como entro en mi habitación me envuelve un "hálito de bienestar": flores en un lindo jarrón, y apenas he tirado el abrigo y dejado caer con estrépito mis zapatos (odio los zapatos) en un rincón, una bonita camarera me trae café y coñac, me prepara el baño, que por adición de ciertos ingredientes de color verde se pone perfumado y tonificante. En la bañera leo periódicos, los frívolos nada más, hasta un total de seis, pero tres como mínimo, y entono a media voz cantos exclusivamente litúrgicos: corales, himnos, secuencias, que aún recuerdo de la escuela. Mis padres, protestantes acérrimos, siguieron las corrientes de tolerancia religiosa que imperaban en la postguerra y me enviaron a un colegio católico. En lo que a mí respecta, no soy religioso, ni siquiera clerical, y me sirvo de textos y melodías litúrgicos por motivos terapéuticos: me ayudan de modo inmejorable a aliviarme las dos dolencias con que me agobia la Naturaleza: melancolía y jaqueca. Desde que Marie ha desertado con el católico (si bien Marie es ella misma católica, me parece justo llamarle a él así), ambas dolencias se me agudizan, e incluso el Tantum ergo o la letanía lauritánica, hasta entonces mis favoritas para atajar el dolor, apenas me sirven ya. Existe un remedio de efectos pasajeros: el alcohol; había una medicina eficaz y duradera: Marie; Marie me ha abandonado. Un payaso que se da a la bebida cae más aprisa todavía de lo que un techador borracho cae.
Cuando estoy borracho, al salir a escena, realizo imprecisamente ejercicios que únicamente justifica la precisión, e incurro en el fallo más grave que puede cometer un payaso: me río de mis ocurrencias. Una terrible humillación. Mientras estoy sobrio, el miedo a salir a escena va en aumento hasta el instante en que piso el escenario (casi siempre tuvieron que empujarme para hacerme salir a escena), y lo que algunos críticos denominaban "ese humorismo reflexivo y crítico, tras el cual se oye latir el corazón", no era más que una desesperada impasibilidad, con la cual yo me convertía en marioneta; mala cosa, por lo demás, si el hilo se rompía y volvía a ser yo mismo. Es probable que se me parezcan ciertos monjes en estado contemplativo; Marie siempre viajó cargada de literatura mística, y recuerdo que allí eran frecuentes las expresiones "vacío" y "nada".
Heinrich Böll
Bruguera, 1983.
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