La hija de la guerra

En un nuevo aniversario de su nacimiento, recordamos a Ana María Matute, una de las escritoras más relevantes de la posguerra española. Agradecemos a Diana Tarnofky y Analía Deferrari por su colaboración para acercarnos textos y fotos.




Por Laura Ávila


Ana María Matute jugaba en el bosque. Cuando era chica iba a la finca del abuelo -era una castellanita de muy buen pasar-, pero en lugar de cocinar para sus muñecas, ella se perdía entre los árboles y el río. Un día, en una peña cerca del agua, vio a un macho cabrío, de cuernos retorcidos, que se alzó en dos patas y le devolvió la mirada.
Despavorida, volvió corriendo a la finca a contarle a su madre que había visto al diablo. La mujer ni siquiera pestañeó.
-Viniendo de ti, no me extraña- le dijo.
Con esas palabras la marcó a fuego.  Ana María se supo distinta. Asumió el destino de ser la rara, la posesa, la de imaginación encendida.
Había nacido el 26 de julio de 1925 en Barcelona. Su impávida madre era hija de hacendados y su padre tenía una empresa de toldos y paraguas, Matute S.A. 
Por cuestiones del trabajo paterno, pasaban medio año en Madrid y medio en Barcelona. Ana María sentía que tanto ella como sus cuatro hermanos eran niños de ninguna parte, porque nunca se quedaban mucho tiempo en un lugar y no echaban suficiente raíz como para querer a nadie. Igual tenían los mejores juguetes, ropa blanca y abrigada, libros ilustrados y golosinas. 
A Ana María no le gustaba ir a la escuela. No les creía a las maestras, sentía que la estaban engañando. Era mala alumna pero en su casa leía los cuentos de Andersen. Pronto empezó a escribir los propios. Antes de los diez años, lápices de colores en mano, producía, ilustraba, diagramaba y editaba una revista casera, la Shibil, que después leían sus hermanos. Inventaba relatos con hadas, bosques, gnomos y una naturaleza exaltada.
Como eran hijos de burgueses, los pequeños Matute vivían alejados de las terribles diferencias sociales que se sucedían en España. Los veranos en la finca eran la única oportunidad en la que veían otros niños, los hijos de los campesinos, los de la aldea. Niños rudos, que “solo sonreían cuando pensaban algo malo.” 
Cuando tenía 11 años estalló la Guerra Civil. 
Los bombardeos en Barcelona la llenaron de espanto. Fue espectadora involuntaria de los ruidos de la guerra, de la miseria que dejaba junto a las colas por un pedazo de pan. Contempló a los heridos que alcanzaban las bombas, porque a la vuelta de su edificio había una clínica donde los llevaban. Ana María vio pasar la muerte por la ventana.
 “Descubrí que el mundo no era como me lo habían contado. El mundo era otra cosa”.
La escuela de la guerra y su brutalidad le dejó un trauma. Trauma que con el tiempo explotó en una prosa límpida, fragante, que narraba con lujos de detalles todas las injusticias de este mundo. Una pluma cruel, cargada sin embargo de compasión amarga y de lirismo.
Se especializó en relatos cortos, casi microrrelatos, con niños como protagonistas.  Estas cualidades  –en la España de posguerra y ahora mismo-, más el hecho de ser una mujer, le dieron la equivocada etiqueta de escritora para chicos. 
Pero ella escribía para vomitar la maldad de los seres humanos, escribía para aquel que se aguantara leerla. Y escribía como los dioses, como el canto de las sirenas. Cocinaba, en sus pequeños hornitos del infierno, cuentos de hadas atravesados por un realismo crudo, que dejaba en evidencia lo solas, tristes y desencajadas que habían quedado las infancias españolas después de tanto horror.
Su primera novela, “Pequeño teatro” la escribió a los 17. Tardó 10 años en publicarla. Con ella ganó el Premio Planeta en 1956. También obtuvo un Premio Nacional, el premio Nadal, el de Literatura Infantil y, casi al fin de su vida, en 2010, el prestigioso Premio Cervantes.
Formó parte de la Real Academia Española, fue una de las pocas mujeres aceptadas en aquel sitio. 
Se comportó toda su vida como una feminista, aunque no se reconocía como tal. Se casó una vez y fue muy infeliz. Se animó a separarse en una época en donde solo por irse de su casa, le quitaron la custodia de su hijo Juan Pablo. Tardó tres años en recuperarlo y se fue con él de viaje académico por Estados Unidos.
Mi libro favorito suyo es “Los niños tontos”, una serie de cuentos breves en donde da rienda suelta a una poesía del espanto. Habla de los inadaptados, de los perdedores, de los gordos, de las feas, de los negros, de la muerte. Habla de la infancia que no logra acomodarse.


De niña me perturbó muchísimo, pero entendía de algún modo su atroz sentido del humor, su forma de contar jugando, pero muy en serio, la marca imborrable que el capitalismo deja en las criaturas más débiles.
En esa línea también corre el cuento “Los chicos”, “Bernardino”,  o “El libro de juegos para los niños de otros”.
En la década del setenta Ana María dejó de escribir.
Sufrió 20 años de sequía hasta que en 1996 publicó “Olvidado rey Gudú”. Su literatura entonces regresó a los espacios del bosque y el cuento de hadas, aunque siempre preocupada por denunciar las injusticias contra los niños.
Tuvo best sellers, un amor que le duró 29 años, una vida larga que terminó en 2014. Dejó una novela inconclusa que fue publicada después de su muerte.
Ana María Matute supo ejercer la protesta social desde un mundo infantil. 
Se atrevió a mostrar niños pobres, sin nombre. Niños furiosos y resentidos. Niños hijos de la guerra.
Quizás ella misma haya sido así también, una hija de la guerra, si se miraba en el reflejo mágico de las aguas del río que corría tras la finca de su abuelo. Una niña loca que veía al diablo en las peñas.
Una castellanita que entendió que el mundo se retorcía herido más allá de la tierra de sus antepasados.
Si en vida fue una princesa, en sus libros fue feminista, combativa, republicana.


Los niños tontosAna María Matute
Editorial Austral, 2016.

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