El infinito en un junco
El 23 de abril de 1616 murieron William Shakespeare,
Miguel de Cervantes y Garcilaso de la Vega. Por esa razón, desde 1988
en esa fecha se celebra el Día del Libro en todo el mundo. Desde 1995
además, la UNESCO agregó los derechos de autor a la efemérides. Libro de
arena se suma a la celebración compartiendo el prólogo de El infinito en un junco, el extraordinario ensayo de Irene Vallejo sobre la invención de los libros en la antigüedad.
Prólogo
Misteriosos
grupos de hombres a caballo recorren los caminos de Grecia. Los campesinos los
observan con desconfianza desde sus tierras o desde las puertas de sus cabañas.
La experiencia les ha enseñado que solo viaja la gente peligrosa: soldados,
mercenarios y traficantes de esclavos. Arrugan la frente y gruñen hasta que los
ven hundirse otra vez en el horizonte. No les gustan los forasteros armados.
Los
jinetes cabalgan sin fijarse en los aldeanos. Durante meses han escalado
montañas, han franqueado desfiladeros, han cruzado valles, han vadeado ríos,
han navegado de isla en isla. Sus músculos y su resistencia se han endurecido
desde que les encargaron esta extraña misión. Para cumplir su tarea deben
aventurarse por los violentos territorios de un mundo en guerra casi constante.
Son cazadores en busca de presas de un tipo muy especial. Presas silenciosas,
astutas, que no dejan rastro ni huella.
Si
estos inquietantes emisarios se sentasen en la taberna de algún puerto, a beber
vino, comer pulpo asado, hablar y emborracharse con desconocidos (nunca lo
hacen por prudencia), podrían contar grandes historias de viajes. Se han
adentrado en tierras azotadas por la peste. Han atravesado comarcas asoladas
por incendios, han contemplado la ceniza caliente de la destrucción y la
brutalidad de rebeldes y mercenarios en pie de guerra. Como todavía no existen
mapas de regiones extensas, se han perdido y han caminado sin rumbo durante
días enteros bajo la furia del sol o las tormentas. Han tenido que beber aguas
repugnantes que les han causado diarreas monstruosas. Siempre que llueve, los
carros y las mulas se atascan en los charcos; entre gritos y juramentos han
tirado de ellos hasta caer de rodillas y besar el barro. Cuando la noche les
sorprende lejos de cobijo alguno, solo su capa les protege de los escorpiones.
Han conocido el tormento enloquecedor de los piojos y el miedo constante a los
bandoleros que infestan los caminos. Muchas veces, cabalgando por inmensas
soledades, se les hiela la sangre al imaginar un grupo de bandidos
esperándolos, conteniendo el aliento, escondidos en algún recodo del camino
para caer sobre ellos, asesinarlos a sangre fría, robarles la bolsa y abandonar
sus cadáveres calientes entre los arbustos.
Es
lógico que tengan miedo. El rey de Egipto les ha confiado grandes sumas de
dinero antes de enviarlos a cumplir sus órdenes a la otra orilla del mar. En
aquel tiempo, solo unas décadas después de la muerte de Alejandro, viajar
llevando una gran fortuna era muy arriesgado, casi suicida. Y, aunque los
puñales de los ladrones, las enfermedades contagiosas y los naufragios amenazan
con hacer fracasar una misión tan cara, el faraón insiste en enviar a sus
agentes desde el país del Nilo, cruzando fronteras y grandes distancias, en
todas las direcciones. Desea apasionadamente, con impaciencia y dolorosa sed de
posesión, esas presas que sus cazadores secretos rastrean para él, haciendo
frente a peligros ignotos.
Los
campesinos que se sientan a fisgonear a la puerta de sus cabañas, los
mercenarios y los bandidos habrían abierto los ojos con asombro y la boca con
incredulidad si hubieran sabido qué perseguían los jinetes extranjeros.
Libros,
buscaban libros.
Era
el secreto mejor guardado de la corte egipcia. El Señor de las Dos Tierras, uno
de los hombres más poderosos del momento, daría la vida (la de otros, claro;
siempre es así con los reyes) por conseguir todos los libros del mundo para su
Gran Biblioteca de Alejandría. Perseguía el sueño de una biblioteca absoluta y
perfecta, la colección donde reuniría todas las obras de todos los autores
desde el principio de los tiempos.
Siempre
me asusta escribir las primeras líneas, cruzar el umbral de un nuevo libro.
Cuando he recorrido todas las bibliotecas, cuando los cuadernos revientan de
notas enfebrecidas, cuando ya no se me ocurren pretextos razonables, ni
siquiera insensatos, para seguir esperando, lo retraso aún varios días durante
los cuales entiendo en qué consiste ser cobarde. Sencillamente, no me siento
capaz. Todo debería estar ahí —el tono, el sentido del humor, la poesía, el
ritmo, las promesas—. Los capítulos todavía sin escribir deberían adivinarse
ya, pugnando por nacer, en el semillero de las palabras elegidas para empezar.
Pero ¿cómo se hace eso? Mi bagaje ahora mismo son las dudas. Con cada libro
vuelvo al punto de partida y al corazón agitado de todas las primeras veces.
Escribir es intentar descubrir lo que escribiríamos si escribiésemos, así lo
expresa Marguerite Duras, pasando del infinitivo al condicional y luego al
subjuntivo, como si sintiese el suelo resquebrajarse bajo sus pies.
En
el fondo, no es tan diferente de todas esas cosas que empezamos a hacer antes
de saber hacerlas: hablar otro idioma, conducir, ser madre. Vivir.
Después
de todas las agonías de la duda, después de agotar los aplazamientos y las
coartadas, una tarde calurosa de julio me enfrento a la soledad de la página en
blanco. He decidido abrir mi texto con la imagen de unos enigmáticos cazadores
al acecho de la presa. Me identifico con ellos, me gusta su paciencia, su
estoicismo, sus tiempos perdidos, la lentitud y la adrenalina de la búsqueda.
Durante años he trabajado como investigadora, consultando fuentes,
documentándome y tratando de conocer el material histórico. Pero, a la hora de
la verdad, la historia real y documentada que voy descubriendo me parece tan
asombrosa que invade mis sueños y cobra, sin yo quererlo, la forma de un
relato. Siento la tentación de entrar en la piel de los buscadores de libros en
los caminos de una Europa antigua, violenta y convulsa. ¿Y si empiezo narrando
su viaje? Podría funcionar, pero ¿cómo mantener diferenciado el esqueleto de
los datos bajo el músculo y la sangre de la imaginación?
Creo
que el punto de partida es tan fantástico como el viaje en busca de las Minas
del Rey Salomón o del Arca Perdida, pero los documentos atestiguan que existió
de verdad en la mente megalómana de los reyes de Egipto. Tal vez allá, en el
siglo III a. C., fue la única y última vez que se pudo hacer realidad el sueño
de juntar todos los libros del mundo sin excepción en una biblioteca universal.
Hoy nos parece la trama de un fascinante cuento abstracto de Borges —o, quizá,
su gran fantasía erótica—.
En
la época del gran proyecto alejandrino, no existía nada parecido al comercio
internacional de libros. Estos se podían comprar en ciudades con una larga vida
cultural, pero no en la joven Alejandría. Los textos cuentan que los reyes
usaron las enormes ventajas del poder absoluto para enriquecer su colección. Lo
que no podían comprar, lo confiscaban. Si era preciso rebanar cuellos o arrasar
cosechas para hacerse con un libro codiciado, darían la orden de hacerlo
diciéndose que el esplendor de su país era más importante que los pequeños
escrúpulos.
La
estafa, por supuesto, formaba parte del repertorio de cosas que estaban
dispuestos a hacer para conseguir sus objetivos. Ptolomeo III ansiaba las
versiones oficiales de las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides conservadas
en el archivo de Atenas desde su estreno en los festivales teatrales. Los
embajadores del faraón pidieron prestados los valiosos rollos para encargar
copias a sus minuciosos amanuenses. Las autoridades atenienses exigieron la
exorbitante fianza de quince talentos de plata, que equivale a millones de
dólares de hoy. Los egipcios pagaron, dieron las gracias con pomposas
reverencias, hicieron solemnes juramentos de devolver el préstamo antes de que
transcurrieran —digamos— doce lunas, se amenazaron a sí mismos con truculentas
maldiciones si los libros no volvían en perfecto estado y a continuación, por
supuesto, se los apropiaron, renunciando al depósito. Los dirigentes de Atenas
tuvieron que soportar el atropello. La orgullosa capital de tiempos de Pericles
se había convertido en una ciudad provinciana de un reino incapaz de
rivalizar con el poderío de Egipto, que dominaba el comercio del cereal, el
petróleo de la época.
Alejandría
era el principal puerto del país y su nuevo centro vital. Desde siempre, una
potencia económica de esa magnitud puede extralimitarse alegremente. A todos
los barcos de cualquier procedencia que hacían escala en la capital de la
Biblioteca se les sometía a un registro inmediato. Los oficiales de aduanas
requisaban cualquier escrito que encontraban a bordo, lo hacían copiar en
papiros nuevos, devolvían las copias y retenían los originales. Estos libros
tomados al abordaje iban a parar a las estanterías de la Biblioteca con una
breve anotación aclarando su procedencia («fondo de las naves»).
Cuando
estás en la cima del mundo, no hay favores excesivos. Se decía que Ptolomeo II
envió mensajeros a los soberanos y gobernantes de cada país de la tierra. En
una carta sellada les pedía que se tomasen la molestia de enviarle para su
colección sencillamente todo: las obras de poetas y escritores en prosa de su
reino, de oradores y filósofos, de médicos y adivinos, de historiadores y todos
los demás.
Además
—y esta ha sido mi puerta de entrada a esta historia—, los reyes enviaron por
los peligrosos caminos y mares del mundo conocido a agentes con la bolsa llena
y órdenes de comprar la máxima cantidad posible de libros y de encontrar, allí
donde estuvieran, las copias más antiguas. Ese apetito de libros y los precios
que se llegaban a pagar por ellos atrajeron a pícaros y falsificadores.
Ofrecían rollos de falsos textos valiosos, envejecían el papiro, fundían varias
obras en una para aumentar su extensión e inventaban toda clase de hábiles
manipulaciones. Algún sabio con sentido del humor se divirtió escribiendo obras
bien amañadas, auténticos fraudes calculados para tentar la codicia de los
Ptolomeos. Los títulos eran divertidos; podrían comercializarse hoy con
facilidad, por ejemplo: «Lo que Tucídides no dijo». Sustiyamos a Tucídides por
Kafka o Joyce, e imaginemos la expectación que provocaría el falsario al
aparecer en la Biblioteca con las fingidas memorias y los secretos
inconfesables del escritor bajo el brazo.
A
pesar de las prudentes sospechas de fraude, los compradores de la Biblioteca
temían dejar pasar un libro que pudiera ser valioso y arriesgarse a enfurecer
al faraón. Cada poco tiempo, el rey pasaba revista a los rollos de su colección
con el mismo orgullo con el que pasaba revista a los desfiles militares.
Preguntaba a Demetrio de Falero, el encargado del orden de la Biblioteca,
cuántos libros tenían ya. Y Demetrio lo ponía al día sobre la cifra: «Ya hay
más de veinte decenas de millares, oh Rey; y me afano para completar en breve
lo que falta para los quinientos mil». El hambre de libros desatada en
Alejandría empezaba a convertirse en un brote de locura apasionada.
He
nacido en un país y una época en que los libros son objetos fáciles de
conseguir. En mi casa, asoman por todas partes. En etapas de trabajo intenso,
cuando pido docenas de ellos en préstamo a las distintas bibliotecas que
soportan mis incursiones, suelo dejarlos apilados en torres sobre las sillas o
incluso en el suelo. También abiertos boca abajo, como tejados a dos aguas en
busca de una casa que cobijar. Ahora, para evitar que mi hijo de dos años
arrugue las hojas, formo pilas sobre el reposacabezas del sofá, y cuando me
siento a descansar, noto el contacto de sus esquinas en la nuca. Al trasladar
el precio de los libros al de los alquileres de la ciudad donde vivo, resulta
que mis libros son unos inquilinos costosos. Pero yo pienso que todos, desde
los grandes libros de fotografía hasta esos viejos ejemplares de bolsillo
encolados que siempre intentan cerrarse como si fueran mejillones, hacen más
acogedora la casa.
La
historia de los esfuerzos, viajes y penalidades para llenar los estantes de la
Biblioteca de Alejandría puede parecer atractiva por su exotismo. Son
acontecimientos extraños, aventuras, como las fabulosas navegaciones a las
Indias en busca de especias. Aquí y ahora, los libros son tan comunes, tan
desprovistos del aura de novedad tecnológica, que abundan los profetas de su
desaparición. Cada cierto tiempo leo con desconsuelo artículos periodísticos
que vaticinan la extinción de los libros, sustituidos por dispositivos electrónicos
y derrotados frente a las inmensas posibilidades de ocio. Los más agoreros
pretenden que estamos al borde de un fin de época, de un verdadero apocalipsis
de librerías echando el cierre y bibliotecas deshabitadas. Parecen insinuar que
muy pronto los libros se exhibirán en las vitrinas de los museos etnológicos,
cerca de las puntas de lanza prehistóricas. Con esas imágenes grabadas en la
imaginación, paseo la mirada por mis filas interminables de libros y las
hileras de discos de vinilo, preguntándome si un viejo mundo entrañable está a
punto de desaparecer.
¿Estamos
seguros?
El
libro ha superado la prueba del tiempo, ha demostrado ser un corredor de fondo.
Cada vez que hemos despertado del sueño de nuestrasrevoluciones o de la
pesadilla de nuestras catástrofes humanas, el libro seguía ahí. Como dice
Umberto Eco, pertenece a la misma categoría que la cuchara, el martillo, la
rueda o las tijeras. Una vez inventados, no se puede hacer nada mejor.
Por
supuesto, la tecnología es deslumbrante y tiene fuerza suficiente como para
destronar a las antiguas monarquías. Sin embargo, todos añoramos cosas que
hemos perdido —fotos, archivos, viejos trabajos, recuerdos— por la velocidad
con la que envejecen y quedan obsoletos sus productos. Primero fueron las canciones
de nuestras casetes, después las películas grabadas en VHS. Dedicamos esfuerzos
frustrantes a coleccionar lo que la tecnología se empeña en hacer que pase de
moda. Cuando apareció el DVD, nos decían que por fin habíamos resuelto para
siempre nuestros problemas de archivo, pero vuelven a la carga tentándonos con
nuevos discos de formato más pequeño, que invariablemente requieren comprar
nuevos aparatos. Lo curioso es que aún podemos leer un manuscrito pacientemente
copiado hace más de diez siglos, pero ya no podemos ver una cinta de vídeo o un
disquete de hace apenas algunos años, a menos que conservemos todos nuestros
sucesivos ordenadores y aparatos reproductores, como un museo de la caducidad,
en los trasteros de nuestras casas.
No
olvidemos que el libro ha sido nuestro aliado, desde hace muchos siglos, en una
guerra que no registran los manuales de historia. La lucha por preservar
nuestras creaciones valiosas: las palabras, que son apenas un soplo de aire;
las ficciones que inventamos para dar sentido al caos y sobrevivir en él; los
conocimientos verdaderos, falsos y siempre provisionales que vamos arañando en
la roca dura de nuestra ignorancia.
Por
eso decidí sumergirme en esta investigación. Al principio de todo, hubo
preguntas, enjambres de preguntas: ¿cuándo aparecieron los libros? ¿Cuál es la
historia secreta de los esfuerzos por multiplicarlos o aniquilarlos? ¿Qué se
perdió por el camino, y qué se ha salvado? ¿Por qué algunos de ellos se han
convertido en clásicos? ¿Cuántas bajas han causado los dientes del tiempo, las
uñas del fuego, el veneno del agua? ¿Qué libros han sido quemados con ira, y
qué libros se han copiado de forma más apasionada? ¿Los mismos?
Este
relato es un intento de continuar la aventura de aquellos cazadores de libros.
Quisiera ser, de alguna manera, su improbable compañera de viaje, al acecho de
manuscritos perdidos, historias desconocidas y voces a punto de enmudecer.
Quizá aquellos grupos de exploradores eran solo esbirros al servicio de unos
reyes poseídos por una obsesión megalómana. Tal vez no entendían la
trascendencia de su tarea, que les parecía absurda, y en las noches al raso,
cuando se apagaban los rescoldos de la hoguera, mascullaban entre dientes que
estaban hartos de arriesgar la vida por el sueño de un loco. Seguramente
hubieran preferido que los enviasen a una misión con más posibilidades de
ascenso, como sofocar una revuelta en el desierto de Nubia o inspeccionar el
cargamento de las barcazas del Nilo. Pero sospecho que, al buscar el rastro de
todos los libros como si fueran piezas de un tesoro disperso, estaban poniendo,
sin saberlo, los cimientos de nuestro mundo.
El infinito en un junco
Irene Vallejo
Debolsillo, 2021.
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