Bitácora de una mañana en el parque
Por Paula Dorador
Sábado. 10 hs. Mañana de sol en el barrio de Chacarita.
Estoy llegando tarde a la biblioteca Baldomero Fernández Moreno, espacio de
encuentros de la Capacitación en Narración Oral y lectura en voz alta a cargo
de Diana Tarnofky, porque antes de salir de casa me di cuenta que mi PUP no
estaba terminado. Había olvidado coser palabras en su red, un poco para no
olvidar el repertorio, un poco por si los transeúntes querían elegir que
escuchar.
Entro a la biblioteca, y veo a muchos de
mis compañeros y compañeras, y nuevas caras, que esperaban a los demorados,
intercambiando mates y experiencias, y preparando los motores para este nuevo
ritual. El destino pensado para hacer una de las jornadas de práctica del
Seminario fue Parque de los Andes, a metros de la biblioteca de nuestros
encuentros sabatinos.
Ya cada uno había pensado y preparado su
repertorio y su instrumento. Habíamos ensayado durante el último encuentro de octubre.
Creo que estábamos bastante expectantes con esta acción, este narrar al aire
libre y hacia un público desconocido, lejos de lo cotidiano de la biblioteca y
del grupo formado, o los públicos cautivos a los que algunos pudimos acceder -alumnos,
amistades, parejas. Digamos que esperábamos este “changüí”, para darle un
cierre al taller (¿era un cierre o una autoinvitación a seguir narrando…?).
Para mi repertorio, seguí amasando
cuentos cortos que había llevado a distintos encuentros. Le sumé algún poema
corto y cuentos sin fin, que, supuse, podrían divertir o por lo menos así lo
había sido para mis compañeros en el encuentro de “ensayo”.
Llegó la hora pautada para la salida y
después de un brevísimo caldeamiento, salimos a la calle en forma de serpiente
danzante y Diana, cual cabeza de Dragón en pleno festejo de Año Nuevo Chino,
marcaba movimientos y detenciones Quizás, también funcionaba como escudo para
inexpertos en el campo de la acción poética, como era mi caso.
Supusimos que habría gente en la plaza.
Como mínimo, contábamos con los feriantes, aunque habíamos decidido no
increparlos, ya que ellos estaban trabajando. Pero el miedo a la ausencia se
disipó cuando varios compañeros comentaron que ya veían bastante gente al
recorrer el parque después de los encuentros del taller y que los días de sol,
nos aseguraría la presencia de algunos niños interesados en jugar en la plaza.
Yo llevaba mi PUP con ambas manos, un
poco para negar cierto nerviosismo mío a la incertidumbre de no saber si sería
escuchada y otro poco porque ya tenía suficiente con darme cuenta que llevaba
en mí muchas palabras que se amontonaban en mi boca y no quería que salieran
desordenadas. Llegué a pensar que maniobrar un PUP durante una mañana soleada
era tan difícil como sostener un paraguas bajo plena tormenta de Santa Rosa.
Cruzamos la calle empedrada y llegamos a la plaza. En el
camino nos miraban y nos saludaban, algunos no dudaron en filmar o sacar
fotos. Ya en la plaza comenzamos una lenta dispersión, tal vez temerosa (en mi
caso), por no quedarme lejos del grupo y evitar el desconcierto de que ningún
transeúnte quiera escuchar.
No recuerdo en qué orden, pero solté
algunas palabras a dos grupos de niños. Sentí que ambos solo nos escucharon
unos pocos segundos. Tal vez no se enredaron en nuestras palabras, tal vez solo
pensaban en jugar. Tal vez, el nerviosismo, nuestro/mío, los alejó.
Mientras estábamos en la biblioteca Diana había sugerido no
increpar a quien parezca perdido en sus auriculares o en la pantalla de su
celular, pero una compañera pareció haberlo tomado como un desafío y, al ver a
uno/a que cumplía con esas condiciones, y a un grito parecido al de “¡Al
ataque!”, interpeló a la transeúnte saliendo airosa: la caminante aceptó la
propuesta y la escuchó con satisfacción. Ya no se podía dudar, las palabras podían
llegar a buen puerto, tal vez, solo había que elegir otros oídos.
Me animé y me dirigí a dos jóvenes. El primero, caminando,
me dijo que me escucharía, sin mucho entusiasmo, porque tenía que hacer tiempo. Tal vez su respuesta no me
motivó a conquistarlo, ya que no recuerdo que le conté.
El segundo muchacho, con actitud similar, aceptó mi
invitación a la escucha debido a la insistencia
de su compañera de banco, que, rápidamente, se
alejó cuando empecé a contarle un tratado sobre cómo hacer trampas al jugar al
ajedrez. Parecía indiferente, quizás provocada por mi falta de práctica del
texto o por mi desentendimiento por el juego. Seguí con un cuento sin fin,
pero, cuando se dio cuenta que era lo mismo que escuchar el “cuento de la buena
pipa”, rió y dio por terminado mi accionar (con qué facilidad uno se da cuenta
si es bienvenido o no…).
Retomé el camino, y, desde allí, lo vi. Sentado en un banco
estaba Julio. No vi a nadie cerca, así que podría decirse que corrí a sus
brazos. En el camino, pensé en contarle la historia del Abuelo Amadeo y la
Abuela Jacinta (obviamente, lo vi como abuelo, ¡no se me ocurría nada mejor!). Me
acerqué. Me presenté y comenzó una charla sincera. Me contó que había
estrechado la mano de Carlos Gardel. No puedo describir la situación paso a
paso, solo sé que él cantaba y yo me sumaba cuando recordaba los versos.
Nuestro romance fue breve, pero cálido. No puedo negar que
mis sentimientos se arremolinaron al recordar, en su rostro, a mi abuelo. ¿Cómo
hacer para que los sentimientos repentinos no interfieran en la narrativa? Creo
que un llanto inesperado obnubilaría un texto, pero, ¿cómo usar a favor las
reacciones inesperadas? ¿Cuánto sirve manejar los artilugios de la
improvisación en estos casos, que no es igual a olvidar el orden de las
palabras?
No sabía cuánto quedarme, quería narrar y escucharlo. Esta
situación de escucha me había tomado por sorpresa. Decidí seguir. Sentía la
necesidad de contar. Nos despedimos, pero antes, Julio me felicitó “ a vos y a tus amigos por lo que hacen”.
Más tarde, en la biblioteca, una compañera también contó
haber tenido un romance con Julio. ¡Quizás, estaba ávido de cantos!
Llegaron los niños. Volví a contar historias. Escucharon.
Uno, pidió el de Caperucita, mientras su papá le sugería que él cuente un
cuento. Respondió bajito que no sabía contar cuentos y le dije que lo ayudaría
porque yo no conocía el cuento de Caperucita. Le pregunté quiénes eran los
personajes y que hacían y contó la historia: “Caperucita era una nena que llevaba una canasta a la casa de su
abuelita y allí el lobo las comió y el leñador le abrió la panza y sacó a
caperucita y a la abuelita y chau lobo”.
Durante el relato llegó otro niño. A esa altura yo estaba
arrodillada, teniendo el PUP con las dos manos porque los niños jugaban con la
red y uno insistía, suavemente, con tenerlo. Firmemente le dije que solo lo
tendría con mi ayuda, para que nadie se lastime (a veces se narra, a veces
escucha, a veces se ayuda a sostener un PUP).
Diana se acercó, justo cuando pidieron escuchar la historia
de los tres chanchitos, para avisar que en cinco nos reuníamos para volver. Le
dije que me contarían una historia y me quedé. Les propuse que ellos la
cuenten, y así lo hicieron. Varios de los niños no se conocían, pero se
turnaban, cual juego de improvisación narrativa y contaron el cuento, cada
chanchito con su casita y el desenlace del lobo (el papá ayudaba detrás del
PUP).
Terminaron de contar. Me despedí. Todavía arrodillada, uno
de los niños me abrazó. Fue como el canto de Julio: ese acto imprevisible, pero
tan sincero, inesperado, e imposible rechazar.
Volvimos a la biblioteca. Brevemente contamos nuestras
sensaciones. Una compañera contó que todo le pasó por el cuerpo, y que todavía
lo estaba procesando. Yo recién lo procesé al tomar el colectivo, al alejarme
de la plaza, del sol, de la gente y recordar, casi paso a paso, todo lo
realizado.
Recordé, también, haber escuchado que la narración oral no
es solo contar, es “habilitar la palabra”. Que el narrador no cuenta para otro,
si no con el otro, que quien está con el oído atento y receptivo, no solo
escucha y procesa, también dialoga con uno, a veces con una sonrisa, o con una
lágrima, con una palabra o con una canción. Y ahí, quien cuenta es el otro, el
diálogo cambia de forma, pero continúa, y a veces se parece al canto de Julio,
o a un coro de voces que no se conocen y te cuentan un cuento o te regalan un
abrazo.
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