Siglos de amor a Stoker
Hoy se conmemoran 170 años del nacimiento del gran escritor irlandés Bram Stoker. Se cumplen además 120 de la primera edición de Drácula. Libro de Arena lo recuerda en esta nota de María Pía Chiesino.
Por María Pía Chiesino
En el momento en el que me siento a escribir sobre Bram Stoker y Drácula, su novela más importante, no puedo evitar la asociación con la película de Francis Ford Coppola, que menciona a Stoker desde su título.
Drácula es una novela epistolar clásica, en la que se accede a la
historia del Conde, a partir de la lectura de los diarios íntimos de distintos personajes,
que son representantes de la moral victoriana en la que vivían y en la que
concebían todos sus proyectos. El proyecto de Jonathan y Mina, por ejemplo, es
el de casarse y formar una típica familia media. Ningún personaje, excepto el
Conde, encarna proyectos que rompan con la moral burguesa que marcaba la época.
Así, la voz del diario de
Jonathan Harker expresa los recelos que siente frente al conde cuando lo
conoce, y el horror que le provoca descubrir que es su prisionero en el
castillo de Transilvania. El diario de Mina (antes y después de casarse),
expresa su repulsión por esa figura que en un principio es solo amenazante,
pero que toma contacto con ella y le deja una marca en el cuerpo.
Toda la novela está atravesada
por el deseo de los personajes, constreñidos por la moral victoriana. El único
que no se inscribe en esta tradición es Drácula, que ni siquiera ha nacido en
Inglaterra y que no tiene por qué sostener ni atenerse a ese sistema de
creencias. Ha llegado a la isla en medio de una tormenta, dispuesto a
apoderarse de la mayor cantidad de cuerpos y de almas posibles para continuar
con su vida eterna.
El marco de los hechos es esa
sociedad que tiene como motor una doble moral, de la que la literatura venía
dando cuenta desde tiempo atrás (con obras como Dr Jekyll y Mr Hyde, de Stevenson, por ejemplo).
Con Drácula, el gótico inglés alcanza su culminación. Y lo expone en
esos diarios en los que los personajes cuentan solo una parte de lo que les
ocurre, y a los que los lectores tenemos que buscarles, necesariamente, una
contracara. En una sociedad en la que se reprime la consumación del deseo, es
justamente ese el lugar que tenemos que rastrear, si queremos encontrar aquello
que los personajes no cuentan de sí mismos.
¿Acaso Jonathan no disfruta
con las mujeres del conde que se le ofrecen en el castillo de Transilvania?
¿Van Helsing no es una especie
de contracara pacata del Conde, en la que hasta podríamos adivinar admiración y
cierta envidia?
Drácula consigue todo lo que
desea desde que llega a Inglaterra. Puntualmente, ha conseguido el cuerpo y el
alma de Lucy, antes de la mitad de la novela.
Stoker fue un típico hombre de
su época, y su historia parecería responder a esa doble moral. Casado y
monógamo desde 1878, muere de sífilis en 1912. No hay que ser demasiado
perspicaz para pensar en la casi certeza de una doble vida, que no haya tomado
estado público.
Instalado en esa cultura nos
presenta esta historia, en la que para él, el Conde es la encarnación del mal absoluto. Todo esfuerzo por combatirlo,
es poco. Así se justifica, por ejemplo, la profanación de la tumba de Lucy,
para clavar una estaca en su cuerpo, y salvar su alma, liberarla de la tiranía
del deseo que la condujo donde está.
El deseo es el gran enemigo al
que combaten los personajes de la novela. Esa cadena interminable de posibles
seres deseantes que Drácula quiere instalar, tiene que ser cortada cuando
apenas tiene unos pocos eslabones. Y en una sociedad de hombres, la propia Mina
les encomienda a ellos la tarea de
salvarla de ese ser que: “… puede hipnotizarme y hacer que le diga lo que ni
siquiera yo sé”.
¿A qué se refiere Mina Harker
cuando afirma esto? ¿A la perversión del Conde? ¿O es una manera elegante de
enmascarar el propio deseo?
Sería anacrónico esperar que
Stoker nos revelara si estas pulsiones son ciertas o no, en un personaje
femenino que además, encarna la voluntad
de hacer el bien.
Pero podemos observar
naturalmente, como se materializa ese deseo en la película de Francis Ford
Coppola, que está a más de un siglo de distancia de la moral victoriana, y
puede permitirse, desde el cine, una mirada en la que los gestos y las palabras
hagan explícito lo que la novela oculta.
“He cruzado océanos de tiempo
para encontrarte”, le dice el Conde a Mina, en esa relectura en la que se pone
en juego hasta la idea de la reencarnación, como motor de la búsqueda de
Drácula.
En la película de Coppola,
Jonathan usurpa desde el comienzo el lugar que le corresponde al Conde hace
miles de años. Y Mina ofrece toda la resistencia posible, pero también está
marcada por la historia. Y en un acto indudable de correspondencia amorosa,
elige beber ella la sangre de ese muerto vivo, en una secuencia bellísima en la
que el vampirismo cambia de protagonista.
Drácula es una de las grandes novelas del siglo XlX. La versión
cinematográfica de Coppola, no lee los acontecimientos en clave de perversión o
de maldad. Nos presenta una historia de amor que atraviesa siglos, y que desafía
a la muerte. Y en la que, igual que en el gótico literario, estallan las
categorías tradicionales de tiempo y espacio.
Esto le permite a Mina, aunque
sea por una sola noche, elegir la inmortalidad al beber la sangre del hombre
que ama. Aunque después todo se desvanezca, como si se hubiera tratado de un
sueño, ha tenido la posibilidad de sustraerse a la represión que en la novela
se le señalaba como destino.
Ideológicamente, quizá haya
pocas lecturas más justas con el personaje de Mina que la que hace Francis Ford
Coppola con su versión del Drácula de
Bram Stoker.
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