Fragmentos de Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar
Libro de Arena comparte con sus lectores algunos fragmentos de Memorias de Adriano, la obra más célebre de Marguerite Yourcenar, traducida por Julio Cortázar, en la que el emperador romano habla de las lecturas que lo formaron desde su juventud.
“He
leído casi todo lo que han escrito nuestros historiadores, nuestros poetas y
aún nuestros narradores, aunque se acuse a éstos últimos de frivolidad, quizá
les debo más informaciones de las que pude recoger en las muy variadas
situaciones de mi propia vida. La palabra escrita me enseñó a escuchar la voz
humana, un poco como las grandes actitudes inmóviles de las estatuas me
enseñaron a apreciar los gestos. En cambio, y posteriormente, la vida me aclaró
los libros.
Pero
los escritores mienten, aún los más sinceros. Los menos hábiles, carentes de
palabras y frases capaces de encerrarla, retienen una imagen pobre y chata de
la vida, algunos, como Lucano, la cargan y abruman con una dignidad que no
posee. Otros, como Petronio, la aligeran, la convierten en una pelota hueca que
rebota, fácil de recibir y de lanzar en un universo sin peso. Los poetas nos
transportan a un mundo más vasto o más hermoso, más ardiente o más dulce, que
el que nos ha sido dado, diferente de él y casi inhabitable en la práctica.
Para estudiarla en toda su pureza, los filósofos hacen sufrir a la realidad
casi las mismas transformaciones que el fuego o el mortero hacen sufrir a los
cuerpos. Los historiadores nos proponen sistemas demasiado completos del
pasado, series de causas y efectos harto exactas, y claras como para que hayan
sido alguna vez verdaderas, reordenan esa dócil materia muerta y sé que aún a
Plutarco se le escapará siempre Alejandro. Los narradores, los autores de
fábulas milesias, hacen como los carniceros, exponen en su tabanco pedacitos de
carne que las moscas aprecian. Mucho me costaría vivir en un mundo sin libros,
pero la realidad no está en ellos, puesto que no cabe entera.”
“La
historia oficial quiere que un emperador romano nazca en Roma, pero nací en
Itálica, más tarde habría de superponer muchas otra regiones del mundo a aquel
pequeño país pedregosa. La ficción tiene su lado bueno, prueba que las
decisiones del espíritu y la voluntad primen sobre las circunstancias. El
verdadero lugar de nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con
una mirada inteligente, mis primeras patrias fueron los libros. “
“La
lectura de los poetas tuvo efectos todavía más trastornadores, no estoy seguro
de que el descubrimiento del amor sea por fuerza más delicioso que el de la
poesía. Más tarde preferí la lectura de Ennio, tan próximo a los orígenes
sagrados de la raza, a la sapiente amargura de Lucrecio, a la generosa soltura
de Homero, antepuse la humilde parsimonia de Hesíodo. Gusté por sobre todo de
los poetas más complicados y oscuros que someten mi pensamiento a una difícil
gimnástica, los más recientes o los más antiguos, aquellos que me abren caminos
novísimos o aquellos que me ayudan a encontrar las huellas perdidas.
Pero
por aquel entonces amaba en al arte de los versos lo que toca más de cerca de
los sentidos, el metal pulido de Horacio, la blanda carne de Ovidio. Scauro me desesperó al
asegurarme que yo no pasaría nunca de ser un poeta mediocre, me faltaban el don
y la aplicación. Mucho tiempo creí que
se había engañado; guardo en alguna parte, bajo llave, uno o dos volúmenes de
versos amorosos, en su mayoría imitaciones de Catulo. Pero ahora me importa muy
poco que mis producciones personales sean o no detestables.
Siempre
agradecí a Scauro que me hiciera estudiar el griego a temprana edad. Aún era un
niño cuando por primera vez probé de escribir con el estilo, los caracteres de
ese alfabeto desconocido, empezaba mi gran extrañamiento, mis grandes viajes y
el sentimiento de una elección tan deliberada y tan involuntaria como el amor.
Amé esa lengua por su flexibilidad de cuerpo bien adiestrado, su riqueza de
vocabulario donde a cada palabra se siente el contacto directo y variado de las
realidades, y porque todo lo que los griegos han dicho de mejor, lo han dicho
en griego.”
“Nada
iguala la belleza de una inscripción votiva o funeraria latina, esas pocas
palabras grabadas en la piedra resumen con majestad impersonal todo lo que el
mundo necesita saber de nosotros. Yo he administrado el imperio en latín, mi
epitafio será inscrito en latín sobre los muros de mi mausoleo a orillas del
Tíber, pero he pensado y he vivido en griego.”
“Releí
a los poetas, algunos me parecieron mejores que antes, y la mayoría peores.
Escribí versos que me dieron la impresión de ser menos insuficientes que de
costumbre.”
“De
todos los poetas antiguos, Antímaco fue el que más me atrajo; estimaba ese
estilo oscuro y denso, las frases amplias y a la vez condensadas al máximo,
grandes copas de bronce llenas de un vino espeso. Prefería su relato del
periplo de Jasón a los Argonautas de
Apolonio. Antímaco había comprendido mejor el misterio de los horizontes y los
viajes, la sombra que proyecta el hombre efímero sobre los paisajes eternos.
Había llorado apasionadamente a su esposa Lydye, dando el nombre de la muerta a
un extenso poema donde figuraban todas las leyendas de dolor y de duelo. Lydye,
a quien quizá yo no habría mirado en mi vida, se me convertía en una figurilla
familiar, más querida que muchos personajes femeninos de mi propia existencia.
Aquellos poemas, casi olvidados sin embargo, me devolvían poco a poco la
confianza en la inmortalidad.
Revisé
mis propias obras:los poemas de amor, los de circunstancias, la oda a la
memoria de Plotina. Llegaría el día en que alguien tuviera deseos de leer todo
eso. Un grupo de versos obscenos me hizo vacilar, pero acabé por incluirlos.
Nuestros poetas más honestos los escriben parecidos. Para ellos son un juego,
yo hubiera preferido que los míos fuesen otra cosa, la exacta imagen de una
verdad desnuda. Pero ahí, como en todo, los lugares comunes nos encarcelan;
empezaba a comprender que la audacia del espíritu no basta para librarse de
ellos y que el poeta sólo triunfa de las rutinas, y sólo impone sus
pensamientos a las palabras gracias a esfuerzos tan prolongados y asiduos como
mis tareas de emperador. Por mi parte no podía pretender más que a la buena
suerte del aficionado; demasiado sería ya si de todo aquel fárrago subsistían
dos o tres versos. Por aquel entonces, sin embargo, tuve intención de escribir
una obra asaz ambiciosa, parte en prosa y parte en verso, donde quería hacer
entrar a la vez lo serio y lo irónico, los hechos curiosos observados a lo
largo de mi vida, mis meditaciones, algunos sueños. Todo ello hubiera sido
enlazado con un hilo muy fino y habría servido para exponer una filosofía que
era ya la mía, la idea heraclitiana del cambio y el retorno. Pero he acabado
dejando de lado un proyecto tan vasto.”
Margarite Yourcenar
Editorial Hermes, 1984.
Comentarios
Publicar un comentario