Turista en Buenos Aires
Por elección,
azar o necesidad, muchos escritores eligieron a la Ciudad de Buenos Aires para
vivir temporadas más o menos largas de sus vidas. Como el caso de Federico
García Lorca, de quien se cumplen 120 años de su nacimiento el 5 de junio, y
que en octubre de 1933 vino a pasar unas pocas semanas y terminó quedándose
seis meses. Witold Gombrowicz; Eugene O’Neill; Paul
Groussac, Rafael Alberti, Ramón Gómez de la Serna, Augusto Roa Bastos, Bruce
Chatwin son algunos otros de ellos. Junio será el mes para ver a la
Ciudad de Buenos Aires con los ojos de estos autores.
Empezamos este
recorrido con la transcripción de un fragmento de Diario argentino de Witold Gombrowicz (Adriana Hidalgo, 2001), -que
vivió en Buenos Aires 24 años-, como punto de partida para reflexionar acerca
de las relaciones entre literatura y cultura, entre pasado y presente.
Viernes. Las muecas de los extranjeros con respecto a
Argentina, sus críticas altaneras, sus juicios sumarios, me parecen desprovistos
de calidad. Argentina está llena de maravillas y de encantos, pero el encanto
es discreto, arropado en una sonrisa que no quiere expresar demasiado. Hay aquí
una buena “materia prima” aunque todavía no sea posible fabricar productos. No
hay una Catedral de Notre-Dame ni un Louvre, en cambio a menudo se ven por la
calle dentaduras deslumbrantes, magníficos ojos, cuerpos armoniosos y ágiles.
Cuando de vez en cuando llegan de visita los cadetes de la marina francesa,
Argentina se arrebata –es algo obvio e inevitable– de admiración, como si
contemplara a la misma París, pero dice: “¡Lástima que no sean más apuestos!”.
El aroma de París de las actrices francesas naturalmente embriaga a los
argentinos, pero comentan: “No hay una sola que tenga todo en orden”. Este
país, saturado de juventud, tiene una especie de perennidad aristocrática
propia de los seres que no necesitan avergonzarse y pueden moverse con
facilidad.
Hablo
solamente de la juventud porque la característica de Argentina es una belleza joven y “baja”, próxima al suelo, y no se la encuentra en cantidades
apreciables en las capas medias o superiores. Aquí únicamente el vulgo es
distinguido. Sólo el pueblo es aristócrata. Únicamente la juventud es
infalible. Es un país al revés, donde el pillo vendedor de una revista
literaria tiene más estilo que todos los colaboradores de esa revista, donde
los salones –plutocráticos o intelectuales– espantan por su insipidez, donde al
límite de la treintena ocurre la catástrofe, la total transformación de la juventud
en una madurez por lo general poco interesante. Argentina, junto con toda
América, es joven porque muere joven. Pero su juventud es también, a pesar de
todo, inefectiva. En las fiestas de aquí es posible ver cómo al sonido de la
música mecánica un obrero de veinte años, que es en sí una melodía de Mozart,
se aproxima a una muchacha que es un vaso de Benvenuto Cellini, pero de esta
aproximación de dos obras maestras no resulta nada... Es un país, pues, donde
no se realiza la poesía, pero donde con fuerza inmensa se siente su presencia
detrás del telón, terriblemente silenciosa.
Es
mejor no hablar de obras maestras porque esa palabra en Argentina carece de
sentido... aquí no existen obras maestras, sino solamente obras, aquí la
belleza no es nada anormal sino que constituye precisamente la materialización
de una salud ordinaria y de un desarrollo mediocre, es el triunfo de la materia
y no una revelación de Dios. Y esta belleza ordinaria sabe que no es nada
extraordinario y por eso no se tiene el menor aprecio; una belleza
absolutamente profana, desprovista de gracia... y sin embargo, por su esencia
misma parece estar fundida con la gracia y la divinidad, resulta fascinante por
aparecérsenos como una renunciación.
Y
ahora:
Lo
que ocurre con la belleza física sucede también con la forma... Argentina es un
país de forma precoz y fácil. No es posible ver aquí esos dolores, caídas,
suciedades, torturas que son el acompañamiento de una forma que van
perfeccionándose con lentitud y esfuerzo. Es raro que alguien meta la pata. La
timidez es una excepción. La tontería manifiesta no es frecuente y estos
hombres no caen en el melodrama, el sentimentalismo o el patetismo y la
bufonería, al menos nunca por completo. Pero, consecuencia de esta forma que
madura precoz y llanamente (gracias a la cual el niño se mueve con la
desenvoltura del adulto), que facilita, que pule, en este país no se ha formado
una jerarquía de valores en el concepto europeo y es eso tal vez lo que más me
atrae de la Argentina. No sienten repugnancia... no se indignan... no
condenan... ni se avergüenzan en la misma medida que nosotros. Ellos no han
vivido la forma, no han experimentado su drama. El pecado en Argentina es menos
pecaminoso, la santidad menos santa, la repugnancia menos repugnante y no sólo
la belleza del cuerpo, sino en general cada virtud, es aquí menos señera, está
dispuesta a comer en el mismo plato que el pecado. Aquí surge algo en el aire
que nos desarma. El argentino no cree en sus propias jerarquías o las considera
como algo impuesto. La expresión del espíritu en Argentina no es convincente;
ellos lo saben mejor que nadie; existen aquí dos idiomas distintos, uno
público, que sirve al espíritu: ritual y retórico; otro privado, por medio del
cual los hombres se comunican a espaldas de los demás. Entre esos dos idiomas,
no existe la menor relación y el argentino oprime el botón que lo traslada a la
grandilocuencia para después oprimir lo que lo devuelve a la vida cotidiana.
¿Qué
es la Argentina? ¿Es acaso una masa que no llega todavía a ser pastel, es
sencillamente algo que no ha logrado cuajar del todo o es una protesta contra
la mecanización del espíritu, un gesto desdeñoso e irritado del hombre que
rechaza la acumulación demasiado automática, la inteligencia demasiado
inteligente, la belleza demasiado bella, la modalidad demasiado moral? En este
clima, en esta constelación, podría surgir una protesta verdadera y creadora
contra Europa... Si la blandura encontrase algún camino para convertirse en
dureza... Si la indefinición pudiera convertirse en programa, es decir en
definición.
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