70 años de la publicación de Adán Buenosayres
Se cumplen 70 años de la publicación de Adán Buenosayres, la novela que Leopoldo Marechal escribió a lo largo de 18 años y en la que experimentó con técnicas narrativas que en Europa ya tenían a Joyce como máximo representante. Libro de arena conmemora el aniversario con un fragmento del primer capítulo.
El pañuelito blanco
que te ofrecí
bordado con mi pelo…
Templada y riente (como
lo son las del otoño en la muy graciosa ciudad de Buenos Aires) resplandecía la
mañana de aquel veintiocho de abril: las diez acababan de sonar en los relojes,
y a esa hora, despierta y gesticulante bajo el sol mañanero, la Gran Capital
del Sur era una mazorca de hombres que se disputaban a gritos la posesión del
día y de la tierra. Lector agreste, si te adornara la virtud del pájaro y si
desde tus alturas hubieses tendido una mirada gorrionesca sobre la ciudad, bien
sé yo que tu pecho se habría dilatado según la mecánica del orgullo, ante la
visión que a tus ojos de porteño leal se hubiera ofrecido en aquel instante. Ya
Buques negros y sonoros, anclando en el puerto de Santa María de los Buenos
Aires, arrojaban a sus muelles la cosecha industrial de los dos hemisferios, el
color y sonido de las cuatro razas, el yodo y la sal de los siete mares; al
mismo tiempo, atorados con la fauna, la flora y la gea de nuestro territorio,
buques altos y solemnes partían hacia las ocho direcciones del agua entre un
áspero adiós de sirenas navales. Si desde allí hubieses remontado el curso del
Riachuelo hasta la planta de los frigoríficos, te habría sido posible admirar
los bretes desbordantes de novillos y vaquillonas que se apretaban y mugían al
sol esperando el mazazo entre las dos astas y el hábil cuchillo de los
matarifes listos ya para ofrecer una hecatombe a la voracidad del mundo. Trenes
orquestales entraban en la ciudad, o salían rumbo a las florestas del norte, a
los viñedos del oeste, a las geórgicas del centro y a las pastorales del sur.
Desde Avellaneda la fabril hasta Belgrano ceñíase a la metrópoli un cinturón de
chimeneas humeantes que garabateaban en el cielo varonil del suburbio corajudas
sentencias de Rivadavia o de Sarmiento. Rumores de pesas y medidas, tintineos
de cajas registradoras, voces y ademanes encontrados como armas, talones
fugitivos parecían batir el pulso de la ciudad tonante: aquí los banqueros de
la calle Reconquista manejaban la rueda loca de la Fortuna; más allá ingenieros
graves como la Geometría meditaban los nuevos puentes y caminos del mundo.
Buenos Aires en marcha reía: Industria y Comercio la llevaban de la mano.
Pero
refrena tu lirismo, encabritado lector, y descolgándote de la región excelsa en
que te puso mi estilográfica desciende conmigo al barrio de Villa Crespo,
frente al número 303 de la calle Monte Egmont: allá, barriendo a grandes trazos
la vereda, Irma gritaba los versos iniciales de «El Pañuelito». Calló de pronto
y se afirmó en su escoba, desgreñada y caliente, bruja de dieciocho años: sus
oídos atentos captaron en un solo acorde la canción de los albañiles italianos,
el martilleo del garaje «La Joven Cataluña», el cacarear de las gordas mujeres
que discutían con el verdulero Alí, la oferta grandilocuente de los judíos
vendedores de frazadas y el clamor de los chiquilines que se hacían polvo
detrás de una pelota de trapo. Entonces, confirmada ya en su exaltación
mañanera, Irma volvió a cantar:
Fue para ti, lo has olvidado
y en llanto empapado
lo tengo ante mí.
Adán Buenosayres despertó como si regresara: la canción de
Irma, pescándolo en las honduras de su sueño, lo izó un instante a través de
rotas escenas y fantasmas que se desvanecían; pero se cortó el hilo de música,
y Adán bajó de nuevo a grandes profundidades, entregado a la disolución de tan
sabrosa muerte.
¡Númenes
de Villa Crespo, duros y alegres conciudadanos; viejas arpías gesticulantes
como gárgolas, porque sí o porque no; malevos gruñidores de tangos o silbadores
de rancheras; demonios infantiles, embanderados con los colores de River Plate
o de Boca Juniors; carreros belicosos que se agitaban en lo alto de sus
pescantes y se revolvían en sus cojinillos, para canturrear al norte, maldecir
al sur, piropear al este y amenazar al oeste! ¡Y sobre todo vosotras, muchachas
de mi barrio, dúo de taconeos y risas, musas del arrabal con la tos o sin la
tos de Carriego el poeta! Bien sé yo que si trepando la escalera del número 303
se hubiesen asomado todos ellos a la habitación de Adán Buenosayres, la presencia
del héroe dormido les habría inspirado un generoso silencio, máxime si hubieran
sabido que Adán, vuelto de espaldas al nuevo día, desertor de la ciudad
violenta, prófugo de la luz, al dormir se olvidaba de sí mismo y olvidándose
curaba sus lastimaduras; porque nuestro personaje ya está herido de muerte, y
su agonía es la hebra sutil que irá hilvanando los episodios de mi novela. “
Leopoldo Marechal
Sudamericana, 1966.
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