Centenario del nacimiento de Manuel J. Castilla
En el centenario del nacimiento del poeta salteño Manuel J.
Castilla, Libro de arena lo conmemora con un comentario de María Pía Chiesino.
Por María Pía Chiesino
El
Barbudo. Así le decíamos. Como si fuera un tío, un vecino, un viejo conocido,
no uno de los poetas más importantes de las Generación del 40. Cuando entré a la facultad, en 1980, a Castilla
lo nombrábamos con familiaridad y con cierta tristeza, porque acababa de morir.
Muy
probablemente, lo que nos acercaba a su figura (a nosotros, estudiantes de
Filosofía y Letras, que rondábamos los veinte años) haya sido la posibilidad de
estar en contacto con su poesía, a través de esa parte de su obra musicalizada
por ese otro gigante de la cultura popular que fue el Cuchi Leguizamón. Maturana, Balderrama, Zamba del Silbador, La
Pomeña, eran parte de nuestra banda de sonido cuando nos juntábamos,
sábado tras sábado, en un patio santiagueño que quedaba en San Fernando, en la
noche espantosa que era el país por esos años. Cantábamos y escuchábamos poemas
de Manuel J. Castilla. Pavada de autor para moldearnos la intensidad.
Además de ser una de las voces más importantes de la renovación del folklore argentino
en la década del 60, Castilla había sido fundador del grupo La Carpa, en el que
coincidieron las voces más importantes de la poesía del noroeste argentino en
los ‘40. Y ya había recibido más de una vez el Premio Regional de Poesía, el
Premio de Honor de la SADE, el del Fondo Nacional de las Artes de Mendoza, y
hasta el Primer Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Educación y Cultura
de la Nación, en el año 1973.
Nosotros
sabíamos esto. Siempre supimos que teníamos la suerte que cantar la obra de un
poeta inmenso. Quizá no sabríamos la fecha exacta de un premio, o por cual de
sus libros lo había recibido. Las viejas
(y no tan viejas) ediciones de Burnichon
eran inconseguibles. Yo tenía (tengo) un ejemplar de El cielo lejos, con la dedicatoria manuscrita del poeta a mi abuela
Mecha, la mamá de mi papá. Alguien tenía el melancólico Triste de la lluvia, o la primera edición de Cantos del gozante, con la foto en blanco y negro del Barbudo en la
tapa…
Años
más tarde, ya en democracia, Corregidor hizo una edición en dos o tres tomos, y
más adelante juntó los tres en un solo libro. Eudeba hizo la suya,
difícil de conseguir. Que los libros se agoten indica que Castilla sigue
teniendo lectoras y lectores que lo disfrutan, y que cuando se encuentran con
su obra publicada, se la llevan de los anaqueles y las bateas de las librerías.
De
todas formas, aunque mucha de su producción se conoce por las versiones
grabadas del Dúo Salteño, o de Juan Falú y Liliana Herrero, no creo que, por lo
menos en Buenos Aires, se le haya hecho justica a su enorme estatura poética
con aquella (muchísima) obra que no fue musicalizada.
Una
muestra:
EL
GOZANTE
Me dejo estar sobre la
tierra porque soy el gozante.
El que bajo las nubes se queda silencioso.
Pienso: si alguno me tocara las manos
se iría enloquecido de eternidad,
húmedo de astros lilas, relucientes.
Estoy solo de espaldas transformándome.
En este mismo instante un saurio me envejece y soy
leña
y miro por los ojos de las alas de las mariposas
un ocaso vinoso y transparente.
En mis ojos cobijo todo el ramaje vivo del quebracho.
De mi nacen los gérmenes de todas las semillas y los riego con rocío.
Sé que en este momento, dentro de mí,
nace el viento como un enardecido río de uñas y de
agua.
Dentro del monte yazgo preñado de quietudes furiosas.
A veces un lapacho me corona con flores blancas
y me bebo esa leche como si fuera el niño más viejo
de la tierra.
De cara al infinito
siento que pone huevos sobre mi pecho el tiempo.
Si se me antoja, digo, si esperase un momento,
puedo dejar que encima de mis ingles
amamante la luna sus colmillos pequeños.
Zorros la cola como cortaderas,
gualacates rocosos,
corzuelas con sus ángeles temblando a su costado,
garzas meditabundas
yararás despielándose,
acatancas rodando la bosta de su mundo,
todo eso está en mis ojos que ven mi propia triste
nada y mi alegría.
Después, si ya estoy muerto,
échenme arena y agua. Así regreso.
El que bajo las nubes se queda silencioso.
Pienso: si alguno me tocara las manos
se iría enloquecido de eternidad,
húmedo de astros lilas, relucientes.
Estoy solo de espaldas transformándome.
En este mismo instante un saurio me envejece y soy
leña
y miro por los ojos de las alas de las mariposas
un ocaso vinoso y transparente.
En mis ojos cobijo todo el ramaje vivo del quebracho.
De mi nacen los gérmenes de todas las semillas y los riego con rocío.
Sé que en este momento, dentro de mí,
nace el viento como un enardecido río de uñas y de
agua.
Dentro del monte yazgo preñado de quietudes furiosas.
A veces un lapacho me corona con flores blancas
y me bebo esa leche como si fuera el niño más viejo
de la tierra.
De cara al infinito
siento que pone huevos sobre mi pecho el tiempo.
Si se me antoja, digo, si esperase un momento,
puedo dejar que encima de mis ingles
amamante la luna sus colmillos pequeños.
Zorros la cola como cortaderas,
gualacates rocosos,
corzuelas con sus ángeles temblando a su costado,
garzas meditabundas
yararás despielándose,
acatancas rodando la bosta de su mundo,
todo eso está en mis ojos que ven mi propia triste
nada y mi alegría.
Después, si ya estoy muerto,
échenme arena y agua. Así regreso.
De “Cantos del
gozante”, 1972
Para
cerrar esta celebración de los cien años del nacimiento del Barbudo Castilla,
va un poema breve, publicado en Triste de
la lluvia en ese año espantoso que fue 1977. ¿De qué se podía hablar ese
año, desde el título de un poemario, que no fuera de una pena, imposible de
medir? Quizá de pocas cosas. Así y todo, Castilla nos deja una hermosa
evocación de la infancia. Acaso la única patria de la que uno nunca quiere, ni
puede, irse:
El aire de la casa era celeste
si la madre amasaba.
En el horno las llamas de la leña,
torres de hojas de otoño soliviaban.
“-Es para la semana-”, decía y en la
mano
la pala carbonilla de quemada.
Debajo el lienzo tibio
el pan caliente se desaromaba.
“-Vaya cada uno con su palomita-", y a
cada uno
quemándole las manos la paloma dorada.
Le estábamos comiendo
las alas a la infancia.
Es
lindo recordar a Manuel J. Castilla, hoy, celebrando los cien años de su
nacimiento. Es lindo además, reconocernos como las personas gozantes que nos
ayudó a ser con su poesía.
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