Fragmento de La salud de los enfermos, de Julio Cortázar
Si bien se trata de narrativas artísticas distintas,
muchas veces el gran tema, tanto en el relato como en el cine, es la creación
de un verosímil. Frente a ciertas producciones nos preguntamos qué quieren
hacernos creer la literatura, y/o el cine, a los lectores, a los espectadores,
a los propios personajes. En el próximo encuentro del ciclo "La literatura
argentina en el cine del siglo XXI", se leerá y analizará el cuento
"La salud de los enfermos", de Julio Cortázar, uno de sus relatos más inquietantes. Fue
publicado originalmente en Todos los fuegos el fuego, en el año 1966.
Cuando inesperadamente tía Clelia se sintió mal, en la
familia hubo un momento de pánico y por varias horas nadie fue capaz de
reaccionar y discutir un plan de acción, ni siquiera tío Roque que encontraba
siempre la salida más atinada. A Carlos lo llamaron por teléfono a la oficina,
Rosa y Pepa despidieron a los alumnos de piano y solfeo, y hasta tía Clelia se
preocupó más por mamá que por ella misma. Estaba segura de que lo que sentía no
era grave, pero a mamá no se le podían dar noticias inquietantes con su presión
y su azúcar, de sobra sabían todos que el doctor Bonifaz había sido el primero
en comprender y aprobar que le ocultaran a mamá lo de Alejandro. Si tía Clelia
tenía que guardar cama era necesario encontrar alguna manera de que mamá no
sospechara que estaba enferma, pero ya lo de Alejandro se había vuelto tan
difícil y ahora se agregaba esto; la menor equivocación, y acabaría por saber
la verdad. Aunque la casa era grande, había que tener en cuenta el oído tan
afinado de mamá y su inquietante capacidad para adivinar dónde estaba cada uno.
Pepa, que había llamado al doctor Bonifaz desde el teléfono de arriba, avisó a
sus hermanos que el médico vendría lo antes posible y que dejaran entornada la
puerta cancel para que entrase sin llamar. Mientras Rosa y tío Roque atendían a
tía Clelia que había tenido dos desmayos y se quejaba de un insoportable dolor
de cabeza, Carlos se quedó con mamá para contarle las novedades del conflicto diplomático
con el Brasil y leerle las últimas noticias. Mamá estaba de buen humor esa
tarde y no le dolía la cintura como casi siempre a la hora de la siesta. A
todos les fue preguntando qué les pasaba que parecían tan nerviosos, y en la
casa se habló de la baja presión y de los efectos nefastos de los mejoradores
en el pan. A la hora del té vino tío Roque a charlar con mamá, y Carlos pudo
darse un baño y quedarse a la espera del médico. Tía Clelia seguía mejor, pero
le costaba moverse en la cama y ya casi no se interesaba por lo que tanto la
había preocupado al salir del primer vahído. Pepa y Rosa se turnaron junto a
ella, ofreciéndole té y agua sin que les contestara; la casa se apaciguó con el
atardecer y los hermanos se dijeron que tal vez lo de tía Clelia no era grave,
y que a la tarde siguiente volvería a entrar en el dormitorio de mamá como si
no le hubiese pasado nada.
Con Alejandro las cosas
habían sido mucho peores, porque Alejandro se había matado en un accidente de
auto a poco de llegar a Montevideo donde lo esperaban en casa de un ingeniero
amigo. Ya hacía casi un año de eso, pero siempre seguía siendo el primer día
para los hermanos y los tíos, para todos menos para mamá ya que para mamá
Alejandro estaba en el Brasil donde una firma de Recife le había encargado la
instalación de una fábrica de cemento. La idea de preparar a mamá, de
insinuarle que Alejandro había tenido un accidente y que estaba levemente
herido, no se les había ocurrido siquiera después de las prevenciones del
doctor Bonifaz. Hasta María Laura, más allá de toda comprensión en esas
primeras horas, había admitido que no era posible darle la noticia a mamá.
Carlos y el padre de María Laura viajaron al Uruguay para traer el cuerpo de
Alejandro, mientras la familia cuidaba como siempre de mamá que ese día estaba
dolorida y difícil. El club de ingeniería aceptó que el velorio se hiciera en
su sede y Pepa, la más ocupada con mamá, ni siquiera alcanzó a ver el ataúd de
Alejandro mientras los otros se turnaban de hora en hora y acompañaban a la
pobre María Laura perdida en un horror sin lágrimas. Como casi siempre, a tío
Roque le tocó pensar. Habló de madrugada con Carlos, que lloraba
silenciosamente a su hermano con la cabeza apoyada en la carpeta verde de la
mesa del comedor donde tantas veces habían jugado a las cartas. Después se les
agregó tía Clelia, porque mamá dormía toda la noche y no había que preocuparse
por ella. Con el acuerdo tácito de Rosa y de Pepa, decidieron las primeras
medidas, empezando por el secuestro de La Nación –a veces mamá
se animaba a leer el diario unos minutos– y todos estuvieron de acuerdo con lo
que había pensado el tío Roque. Fue así como una empresa brasileña contrató a
Alejandro para que pasara un año en Recife, y Alejandro tuvo que renunciar en
pocas horas a sus breves vacaciones en casa del ingeniero amigo, hacer su
valija y saltar al primer avión. Mamá tenía que comprender que eran nuevos
tiempos, que los industriales no entendían de sentimientos, pero Alejandro ya
encontraría la manera de tomarse una semana de vacaciones a mitad de año y
bajar a Buenos Aires. A mamá le pareció muy bien todo eso, aunque lloró un poco
y hubo que darle a respirar sus sales. Carlos, que sabía hacerla reír, le dijo
que era una vergüenza que llorara por el primer éxito del benjamín de la
familia, y que a Alejandro no le hubiera gustado enterarse de que recibían así
la noticia de su contrato. Entonces mamá se tranquilizó y dijo que bebería un
dedo de málaga a la salud de Alejandro. Carlos salió bruscamente a buscar el
vino, pero fue Rosa quien lo trajo y quien brindó con mamá.
La vida
de mamá era bien penosa, y aunque poco se quejaba había que hacer todo lo
posible por acompañarla y distraerla. Cuando al día siguiente del entierro de
Alejandro se extrañó de que María Laura no hubiese venido a visitarla como
todos los jueves, Pepa fue por la tarde a casa de los Novalli para hablar con
María Laura. A esa hora tío Roque estaba en el estudio de un abogado amigo,
explicándole la situación; el abogado prometió escribir inmediatamente a su
hermano que trabajaba en Recife (las ciudades no se elegían al azar en casa de
mamá) y organizar lo de la correspondencia. El doctor Bonifaz ya había visitado
como por casualidad a mamá, y después de examinarle la vista la encontró bastante
mejor pero le pidió que por unos días se abstuviera de leer los diarios. Tía
Clelia se encargó de comentarle las noticias más interesantes; por suerte a
mamá no le gustaban los noticieros radiales porque eran vulgares y a cada rato
había avisos de remedios nada seguros que la gente tomaba contra viento y marea
y así les iba.
María
Laura vino el viernes por la tarde y habló de lo mucho que tenía que estudiar
para los exámenes de arquitectura.
–Sí, mi
hijita –dijo mamá, mirándola con afecto–. Tenés los ojos colorados de leer, y
eso es malo. Ponete unas compresas con hamamelis, que es lo mejor que hay.
Rosa y
Pepa estaban ahí para intervenir a cada momento en la conversación, y María
Laura pudo resistir y hasta sonrió cuando mamá se puso a hablar de ese pícaro
de novio que se iba tan lejos y casi sin avisar. La juventud moderna era así,
el mundo se había vuelto loco y todos andaban apurados y sin tiempo para nada.
Después mamá se perdió en las ya sabidas anécdotas de padres y abuelos, y vino
el café y después entró Carlos con bromas y cuentos, y en algún momento tío
Roque se paró en la puerta del dormitorio y los miró con su aire bonachón, y
todo pasó como tenía que pasar hasta la hora del descanso de mamá.
La
familia se fue habituando, a María Laura le costó más pero en cambio sólo tenía
que ver a mamá los jueves; un día llegó la primera carta de Alejandro (mamá se
había extrañado ya dos veces de su silencio) y Carlos se la leyó al pie de la
cama. A Alejandro le había encantado Recife, hablaba del puerto, de los
vendedores de papagayos y del sabor de los refrescos, a la familia se le hacía
agua la boca cuando se enteraba de que los ananás no costaban nada, y que el
café era de verdad y con una fragancia... Mamá pidió que le mostraran el sobre,
y dijo que habría que darle la estampilla al chico de los Marolda que era
filatelista, aunque a ella no le gustaba nada que los chicos anduvieran con las
estampillas porque después no se lavaban las manos y las estampillas habían
rodado por todo el mundo.
–Les
pasan la lengua para pegarlas – decía siempre mamá– y los microbios quedan ahí
y se incuban, es sabido. Pero dásela lo mismo, total ya tiene tantas que una
más...
Todos los fuegos el fuego
Julio Cortázar
Alfaguara, 2016.
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