60 años de la muerte de Juan Ramón Jiménez


Ayer se cumplieron 60 años de la muerte del gran Juan Ramón Jiménez. Libro de Arena comparte  con sus lectores, una mirada sobre algunos poemas del autor de Platero y yo



Por Ernesto Hollmann

Nacido en Moguer -Andalucía- la Navidad de 1881 a su decir "La blanca maravilla de mi pueblo guardó mi infancia en una casa vieja de grandes salones y verdes patios". Ese solar cobijó a este niño solitario y taciturno que con el devenir de los años se convertiría en uno de los más grandes poetas de la lengua española: Juan Ramón Jiménez.
Reconocido con el Premio Nobel de Literatura de 1956 y admirado por una obra en prosa que no es lo mejor de su acervo, "Platero y yo", fue un maravilloso poeta que marco las pautas del modernismo español con un singular sentido de la poética.
Su poesía es melancólica, intimista y de un alto voltaje lírico; fascinó a la nueva generación de poetas que seguí con admiración a ese otro inmenso poeta americano y fundador del modernismo que fue Rubén Darío: García Lorca, Jorge Guillen. Rafael Alberti entre muchos otros.
Cuando Jiménez llega a Madrid acompañado de su gran amigo, el dramaturgo y poeta Francisco Villaespesa, y Ramón del Valle Inclán, es cuando entabla amistad con Darío y se fragua el nuevo mundo que significa el modernismo para las letras de España.
En alguna medida deja atrás cierta faceta romántica de sus primeras creaciones y se vuelca de lleno a la veta rubeniana, pero después del primer deslumbramiento, retorna a su visión intimista, melancólica y atravesada por su solitario corazón, enraizado en el recuerdo de los verdes prados de su Andalucía natal. Sí hay alguien en España que entrona a la poesía como su religión, ese es Jiménez. 

¡Oh, pasión de mi vida, poesía
desnuda, mía para siempre".

"Me olvidaré del cielo puro,
llegaré a ver la luz de las tinieblas,
y haré lo que se hace entre la sombra".

 "Todas las maravillas inmortales
que la hoja de oro exalta y representa,
se las lleva la hora turbulenta
al centro de los senos celestiales".

Estas tres estrofas dan cuenta de su místico lirismo poético.

No hay poesía en Jiménez que no contenga por igual lirismo e introspección; que no se haga carne de su experiencia: de mar, de blancura espacial con verdes de intensos claroscuros y de cielos infinitos.
En 1916 el poeta se casa con Zenobia Camprubí (gran traductora del poeta Hindú Rabindranath Tagore) y al año siguiente se embarcan en un viaje hacia América durante el cual Jiménez compone los mejores versos de su extensa creación en  "Diario de un poeta reciencasado".
Es este un bellísimo poemario en el que la substancia de Jiménez traspasa los límites de su propio continente espiritual. Los poemas van hilvanando la trama del viaje desde Madrid, pasando por su querido Moguer hasta llegar a Cádiz, al borde del mar. Cada estrofa enmarcada en un diario de viaje es un recuerdo, una sensación a través de los cristales del tren.


De Moguer al tren en coche.
27 de enero

AMANECER

...¡Qué malestar, qué sed, qué estupor duro,
entre esta confusión de sol y nube,
de azul y luna, de aurora
retardada!
Escalofrío. Pena aguda...

Parece que la aurora me da a luz,
que estoy ahora naciendo,
delicado, ignorante, temeroso
como un niño.

Un momento volvemos a lo otro
-vuelvo a lo otro-, al sueño, al no nacer -¡qué lejos!-
y tornamos -y torno- a esto,
solos -solo...-

Escalofríos...

Este poema marca en gran medida el espíritu de este largo viaje de placer y pesares del alma andaluza, que Jiménez no puede ni quiere olvidar jamás. Rodeado por el intenso mar, el cinc del barco, el yeso solar o las tormentas incesantes, lo agobian la monotonía y la melancolía. Su corazón sigue siendo el de un solitario.

...Me acuerdo de la tierra
-los olivares a la madrugada-
firme frente a la luna
blanca, rosada o amarilla,
esperando retornos y retornos
de los que, sin ser suyos ni sus dueños,
la amaron y la amaron...

Escribe agobiado por las eternas noches iguales del mar, por su monótono y continuo ritmo sin ritmo, lo que él siente como puro vacío:

ARGAMASILLA DEL MAR

Sí, la Mancha, de agua.
Desierto de ficciones líquidas.
Sí, la Mancha, aburrida, tonta.

-Mudo, tras Sancho triste,
negros sobre el poniente rojo, en el que aún llueve,
Don Quijote se va, con el sol último,
a su aldea, despacio, hambriento,
por las eras del ocaso-.

¡Oh mar, azogue sin cristal;
mar, espejo picado de la nada!

 De la apatía, a un corazón que reboza alegría. La llegada a Nueva York le permite dejar de padecer tanta melancolía y volverse pájaro sobre la tierra, una tierra que comienza a caminar como un hombre nuevo,  recorriendo cada rincón de esa ciudad que bulle y florece como un enigma del futuro. Describe cada casa, cada escaparate que sus ojos pueden moler hasta encontrar la elejia (así con j como siempre escribió Jiménez) que trasunta los objetos. Hasta ese lugar que no puede encontrar, pero lo imagina con su poesía única.

LA CASA DE POE

-¿Y la casa de Poe? ¿Y la casa de Poe? ¿Y la casa de Poe?
-¡...!
Los jóvenes se encojen de hombros. Alguna viejecita amable me susurra:
-Sí, una casa chiquita, blanca, sí, sí, he oído de ella.
Y quiere decirme donde está; pero su memoria arruinada no
acierta a caminar derecho. Nadie guía. Y vamos a donde nos semidicen,
pero nunca la encontramos. ¡Es acaso, una mariposa?
Y, sin embargo, existe en New York, como en la memoria
el recuerdo menudo de una estrella o un jazmín, que no podemos
situar más que en un jazminero o en un cielo de antevida, de
infancia, de pesadilla, de ensueño o de convalecencia.
Y, sin embargo, yo la veo, yo la he visto en una calle, la
la luna en la fachadita de madera blanca, una enredadera de nieve
en la puertecilla cerrada ante la que yacen los muertos, con una
nieve sin pisadas, igual que tres almohadas puras, tres escalones
que un día subieron a ella.

A sesenta años de su muerte, la poesía de Juan Ramón Jiménez es una de las más intensas y poco recorridas de la literatura española en los días que corren. Siempre es un buen momento para volver a ella.
         


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