Una lectura de “El incendio del arroyo”, de El origen de la tristeza de Pablo Ramos
Durante
el mes de mayo, Libro de Arena conmemora los 50 años del Mayo
Francés, con textos en los que los protagonistas son jóvenes. En
esta oportunidad, comparte con sus lectores una mirada sobre El
origen de la tristeza, de Pablo Ramos.
Por María Pía Chiesino
Lectora
compulsiva desde muy chica. Leo mucho, leo de todo, de todas partes,
y siempre leo literatura argentina. A veces pienso que a las novelas
de Pablo Ramos llegué medio “tarde”, porque no hace tanto tiempo
que las leí. Una pavada, porque en realidad, no hay un “momento
justo”, para leer y disfrutar de una obra de arte.
En
el caso de Ramos, lo primero que leí, fue un cuento incluido en una
antología sobre las Islas Malvinas. Terminé de leer ese
relato, (en el que los personajes que hablan de la guerra viven a
quince cuadras de la que en 1982 era mi casa), y me puse en campaña
para conseguir y leer todo lo que hubiera publicado. Estaba saliendo
Hasta que puedas quererte solo. Lo compré y lo leí en el
momento. Después fue llegando el resto, y lo fui leyendo “en
orden”. Así llegué a El origen de la tristeza.
La
novela es hermosa y tremenda de punta a punta. La parte que se titula
“El incendio en el arroyo”, me conmueve especialmente,
porque cuando la leí me remitió a uno de los libros que más
disfruté en mi vida, que es Las aventuras de Tom Sawyer.
En
la novela de Twain también nos encontramos con un protagonista que
está llegando al fin de la infancia, que tiene una compañera de
escuela que es la única razón por la que asiste, que pasa largas
horas fuera de su casa, con sus amigos, porque tiene profundos
conflictos con el mundo adulto. En un momento, el choque es tan
grande que se escapa en una balsa con sus dos mejores amigos (Huck
Finn y Joe Harper), decididos a pasar el resto sus días en un
islote, en el Delta del Mississippi. Los tres tienen razones que
justifican esa huida, y se comprende su deseo de no querer regresar.
Cuando
llegué al episodio del incendio de la novela de Ramos, lo primero
que encontré fue un paisaje que conocía: el de la costa del arroyo
Sarandí. El lugar al que íbamos en la adolescencia con mis amigas y
amigos, a comprar ese vino dulce, de uva chinche, al que le
entrábamos alegremente porque en esos años “no teníamos hígado”.
Y que todavía se consigue.
Los
personajes están inmersos en esa suerte de “rito de iniciación”
que era muy común hace años, cuando los varones empezaban a dejar
atrás la infancia: ir en grupo a tener sexo por primera vez con una
prostituta. Son pibes del Viaducto, que crecieron a pocas cuadras de
que fue la casa de mis abuelos maternos. Pibes que hacen la primaria
en la misma escuela en la que hice el jardín de infantes. Pibes con
los que pude haberme cruzado por Mitre vaya a saber la cantidad de
veces. Pibes del conurbano en los años de plomo.
En
una entrevista que le hicieron en Canal Encuentro para el programa
Conurbano, Pablo Ramos habla de El origen de la tristeza,
y cuando se refiere al episodio del arroyo, y al robo de damajuanas
en la quinta de los Mellizos, dice que es invención pura. Pero que
así y todo, cuando sus amigos de Avellaneda leyeron la novela le
decían que “recordaban” esa expedición. La única explicación
que encuentra para comprender esa suerte de “distorsión”, es que
la novela les narra una historia, que a pesar de no ser cierta los
conecta con una parte de su vida.
Durante
la expedición los personajes se están escapando de un incendio que
sucede en otra parte del mismo arroyo; el barrio está atravesando
una situación dramática, lleno de bomberos y de personas evacuadas.
No
deja de tener un costado de humor un poco amargo, que en medio de esa
situación los pibes se vayan a la costa a emborracharse, antes de
“irse de putas”. Ese humor tiene como punto de partida la mirada
de Ramos, que define al humor literario como “el último peldaño
antes de la desesperación. Reírse de algo muy duro es la única
manera de poder atravesarlo”. Estos pibes de barrio, hijos de
trabajadores no tienen una vida fácil. Algunos comen salteado. Pero
en el momento de la aventura de las damajuanas, todavía tienen medio
pie en la infancia. Y esa mirada infantil es lo que por el momento
los preserva de un futuro que para los pibes del conurbano estuvo
marcado en los años que seguirían por las drogas, la pobreza, el
SIDA, el gatillo fácil.
Mientras
dan estos primeros pasos que los alejan de la niñez, por momentos
son de una ingenuidad conmovedora. Atraviesan una de las primeras
borracheras de su vida. A Gabriel, el protagonista, el alcohol le
permite mirar a la única chica del grupo de una manera distinta:
“…me di cuenta de que algo andaba mal porque tuve ganas de darle
un beso”.
Cuando
leí por primera vez El origen de la tristeza, Gabriel fue
para mí una especie de “Tom Sawyer del conurbano”, que no
tendría a mano el Mississippi pero tenía el arroyo Sarandí, al que
ni cangrejos le faltaban. Igual que el personaje de Twain, tiene
amigos que lo acompañan en esa aventura por la costa.
De
pronto se dan cuenta de que las prostitutas están evacuadas por el
incendio, y que la posibilidad de un encuentro con ellas se dilata…
o cambia de sitio. Y si están evacuadas en la escuela, ese tiene que
ser el escenario del debut sexual, por hilarante y complicado que
parezca. Van entonces, a la escuela Ricardo Gutiérrez, a concretar
esa idea original. Y ahí asistimos al cambio en la mirada de Gabriel
cuando se enfrenta al hacinamiento de los evacuados, cuando siente
por primera vez el olor de la miseria Gabriel
llega a la escuela creyendo que va a debutar con una prostituta y se
encuentra de frente con la mirada de los que se quedaron sin nada, de
los que tienen menos que él, que siempre tuvo poco. “El fin de la
infancia es el origen de la tristeza”, dice Ramos en la entrevista
a las que me referí poco antes. “Lo que me destrozó el alma fue
el olor”, dice Gabriel. No le disgustó, no le dio asco... le destrozó el alma.
Este
no va a ser el último de los dolores que le toque atravesar en la
novela. Ni siquiera el que lo aparte definitivamente de la infancia.
Pero va a ser el primer escalón. Como con todas las cosas, siempre
por algo se empieza.
El origen de la tristeza
Pablo Ramos
Alfaguara, 2003.
Comentarios
Publicar un comentario