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A cien años de “Los heraldos negros”, el primer libro de César Vallejo



Por Mario Goloboff

Se cumplen muchos cien años este año. Merodeados por los cabalistas,  ninguno, quizás, tan importante para la literatura latinoamericana como el que conmemora el primer libro de uno de los más grandes poetas de todos los tiempos, el peruano César Vallejo. No hay una fecha precisa ni documentación que pruebe fehacientemente el momento exacto en que fue publicada por primera vez la primera obra de Vallejo, Los heraldos negros. Pero tampoco hay dudas, porque existen multitud de datos, de que fue en el año 1918, y todos los críticos y biógrafos lo aceptan así. Según Juan Espejo Asturrizaga (César Vallejo. Itinerario del hombre, Juan Mejía Baca, Lima, 1965), Vallejo llega a Lima uno de los últimos días del año 1917. A mediados de 1918, Los heraldos negros está listo para salir de la imprenta, todavía sin encuadernar. Solo lo retarda la espera de un prólogo de Abraham Valdelomar, que tardará en llegar y, a la postre, no llega. El libro aparece y se lleva a las librerías de Lima recién en julio de 1919.

Vallejo, por su parte, no esperó quieto ese prólogo: cada vez que podía, visitaba la imprenta y corregía algún poema. Hasta ahora se han localizado diez ejemplares de la editio princeps, con variantes entre sí. Después del cotejo, puede decirse que el poeta dio a luz al menos media docena de primeras ediciones; y pueden aparecer más (Cf. María Ortiz Canseco). Así, pues, César Vallejo, joven profesor en el Colegio Nacional de San Juan (donde, entre otros, tuvo como alumno al que sería uno de los más altos exponentes de la corriente indigenista en narrativa, Ciro Alegría), quien frecuentará amigos como Antenor Orrego, periodista, filósofo, pensador y político aprista, y Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador y dirigente máximo, hasta su muerte, del APRA, publicará este primer libro de poemas, de raigambre modernista, aunque comienza ya a sentirse la independencia del autor, y la asunción y modificación personal de ciertos rigores de aquel movimiento. Se comprueba sí la existencia de heraldos, ascuas, tálamos, ébanos, nostalgias imperiales, esfinges, y hasta las imágenes decididamente impresionistas de los llamados posmodernistas. Pero todo ello matizado por una clara intención autoctonista, que revela el deseo de fusión natural y vivencial con el mundo indígena, a través de impresiones auditivas, visuales e incluso olfativas.                                                                                                                                                                                                      
El ambiente aldeano, la tierra nativa, la ilustración y consagración de un pasado paradigmático, parecen privilegiar una actitud telúrica, casi exclusivista en este poemario. No obstante, coexisten en el mismo, junto al tema de la tierra y del mundo indígena, y de su presencia contemporánea en los países andinos, otros asuntos que enlazan la obra con los tópicos poéticos fundamentales: el amor, la muerte, el tiempo, así como también el cristianismo, el tema familiar, la infancia, el nacimiento. Justamente, en un poema como “Los pasos lejanos” (“Mi padre duerme. Su semblante augusto/ figura un apacible corazón;/ está ahora tan dulce.../ si hay algo en él de amargo, seré yo. /.../ Mi padre se despierta, ausculta/ la huida a Egipto, el restañante adiós”), la aparición súbita del motivo bíblico introduce dimensiones trascendentes en los asuntos cotidianos, y es un ejemplo del procedimiento que recorta otros poemas.

Son numerosos los versos que en Los heraldos negros exhiben una religiosidad ascética y autoflagelatoria, una culpabilidad sin reposo y la persecución de la salvación a través de la extroversión del pecado. Los que abren el libro, “El poeta a su amada” (“Amada, en esta noche tú te has sacrificado/ sobre los dos maderos curvados de mi beso;/ y tu pena me ha dicho que Jesús ha llorado/ y que hay un viernesanto más dulce que ese beso”) o los versos finales del soneto “Amor” (“Amor, ven sin carne, de un icor que asombre;/ y que yo, a manera de Dios sea el hombre/ que ama y engendra sin sensual placer”) o, igualmente, los de “Para el alma imposible de mi amada” (“Y si no has querido plasmarte jamás/ en mi metafísica emoción de amor,/ deja que me azote/ como un pecador”). En todos estos poemas aparece con claridad la convicción de que tales autocastigos están en la raíz de esa pulsión enorme que lleva a César Vallejo a buscar el lenguaje como vehículo y la poesía como expresión. Pero lo que en el plano de los sentidos es represión, inhibición, detención del presente, presencia fija del pasado, tímida insinuación del futuro y de promesas incumplidas (“Agape”, “Tálamo”), se refleja en el plano de las imágenes poéticas como reiteración de los umbrales y los límites, estableciéndose una neta distinción entre el adentro y el afuera, y pugnando por querer salir, o por la búsqueda de la muerte y del sueño para renacer. La raíz cristiana de estas propuestas temáticas ha sido abundantemente señalada en este poeta que, como es sabido, adherirá al comunismo una vez en Europa. Lo ratifica, entre otros, Alejandro Lora Risco, para quien en Los heraldos negros “está contado en detalle cómo llega Vallejo al convencimiento de que sufrir de sí y por el hombre es hacerlo de la misma forma en que Dios sufrió al encarnar en la criatura, con la sola diferencia de que Cristo no fue un pecador y el hombre sí lo es por naturaleza”.

Este tipo de interpretaciones ideológicas no es suficiente, sin embargo, para explicar una empecinada búsqueda de la palabra poética con el fin de manifestarse. En Vallejo es significativo que lo que comienza como una utilización funcional del lenguaje va perdiendo poco a poco transparencia, docilidad; que, de vehículo de expresión, se transforma en material él mismo. Y, para más, en problemático material. Este proceso es comprobable a través de la abundancia del oximoron (“negra aurora”, “conjunción crispante”, “vida agonizante”), de las dobles negaciones, de los reflexivos, y de una cierta timidez en el uso del léxico, todo lo cual mostraría una escritura aún pugnante pero detenida, que no puede salir de sí, avanzar. Es aquí donde la culpa, la autocensura, el temor a la condena, y toda suerte de sentimientos (religiosos o de otra índole) pueden llegar a hacerse sentir en la propia elaboración poética. 

Los caminos posibles que, entonces, se abren al escritor a partir de un libro como el que comento, son, naturalmente, el del silencio o el de las rupturas. Este último es el que elegirá Vallejo: el de un rompimiento con sus propios mundos verbales en el plano lingüístico y, simultáneamente, en el plano semántico, el de una profundización de su adhesión a los demás hombres, transformando su pena en catarsis colectiva y renovadora. Sin que ambas vertientes dejen de aparecer en libros posteriores, puede reconocerse que en Trilce el acento estará puesto sobre la primera dimensión, mientras que en los Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz, aparece más nítidamente dibujada la segunda.

* Escritor, docente universitario.

Fuente: Página/12

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