Panorama de la literatura infantil y juvenil argentina

El viernes 20 de abril visitó la Capacitación para Auxiliares de bibliotecas comunitarias el escritor, docente y editor Mario Méndez, quien conversó con los asistentes sobre la fructífera actualidad de la literatura infantil y juvenil en nuestro país. Compartimos aquí una síntesis del encuentro.



Por Mario Méndez

Para hablar de un panorama actual de la Literatura infantil argentina debemos hacer, necesariamente, un repaso de su historia, aunque más no sea a vuelo de pájaro, puesto que no se trata de contar precisamente la historia de la literatura infantil y juvenil de la Argentina sino su actualidad, que, como es obvio, se debe a un largo proceso anterior.

Durante el siglo XIX, en nuestro país no hubo demasiadas expresiones de literatura destinada a niños, aunque María de los Ángeles Serrano registra una serie de textos “de origen nacional” para niños, como las fábulas de Domingo de Azcuénaga, publicadas entre 1801 y 1802 en el Telégrafo Mercantil, y algunos autores que a lo largo del siglo se abocaron a esta tarea en textos didácticos y morales, como Echeverría, Juan María Gutiérrez y Sarmiento. Hacia fines de siglo se publica una novela juvenil, precisamente llamada Juvenilia, de Miguel Cané, que rememora las andanzas del autor en el Colegio Nacional.

Recién es a principios del siglo XX cuando sí se empieza a escribir y a publicar pensando en primeros lectores y lectores jóvenes, y se considera a Ada María Elflein, autora de Leyendas argentinas para niños, como la primera escritora nacional para la infancia. Pero el pionero, no sólo en este tema sino en la idea del escritor profesional, no es un escritor argentino, aunque nosotros, confianzudamente, lo consideramos nuestro: se trata del uruguayo Horacio Quiroga, maestro del cuento moderno, si se quiere una especie de Edgar Allan Poe rioplatense (que es, decía nuestra querida escritora Graciela Cabal, con su humor maravilloso, como los argentinos llamamos a los uruguayos prestigiosos), ya sea por su azarosa vida, su trágico final o,  sobre todo, la conciencia militante de que era un escritor profesional, muy mal pago por cierto, pero profesional al fin. Quiroga publica en revistas como Caras y Caretas y en diarios como Crítica, que son parte de la historia argentina, y por supuesto en libro sus célebres Cuentos de la selva, Cuentos a mis hijos, Anaconda y otros tantos. Hoy, vale decirlo, cuentos como “La tortuga gigante” o “Las medias de los flamencos” son verdaderos clásicos entre los chicos argentinos.

Junto a Quiroga aparecen escritores que escriben para niños desde costados intelectuales e ideológicos opuestos, pero con intención didáctica: me refiero a Álvaro Yunque, quien desde un socialismo militante escribió cuentos -como él lo afirmaba– que eran de y no para niños, como se los califica habitualmente. Sus personajes son frecuentemente niños y adolescentes que provienen de hogares humildes o simplemente de la calle, la que suele ser muchas veces su única escuela. Y en la vereda opuesta, aunque también con honda intención pedagógica y moralista, un autor como Constancio C. Vigil, creador de la revista Billiken, también, curiosamente, otro uruguayo que hemos argentinizado. Además, por supuesto, hay poetas, tales como Conrado Nalé Roxlo (también narrador, baste recordar La escuela de las hadas), y José Sebastián Tallon, autor del muy conocido y reeditado Las torres de Nüremberg.

Desde la década del 30 se puede mencionar a un gran escritor y difusor de la cultura, además de maravilloso titiritero, que anduvo por toda Latinoamérica con su famosa carreta “La andariega”, el querido Javier Villafañe, poeta (Coplas, poemas y canciones, El gallo pinto entre otros volúmenes de poesía),  dramaturgo (Teatro de títeres, Títeres de la Andariega entre sus muchas obras para teatro de títeres) y cuentista (Los sueños del sapo, Don Juan el zorro: los dos pícaros, el zorro y el sapo, tomados por Villafañe del folklore latinoamericano aparecen en muchos de sus cuentos).

Y luego, ya avanzando en los años, llegan colecciones como Bolsillitos, a finales de los ‘40 y en la década del ‘50, donde aparecen autores de la talla de Héctor Germán Oesterheld, autor desaparecido durante la última dictadura militar y de la muy prolífica Beatriz Ferro, así como de la escritora, investigadora y pedagoga María Hortensia Lacau. También comienza a publicar, hacia finales de los años ´50 más que nada literatura para adultos, pero ya en los `60 fundamentalmente literatura infantil y juvenil otro importante autor, José Murillo, cuyo Mi amigo el Pespir fue uno de los primeros best sellers de la literatura infantil argentina.
 
En los ‘60, María Elena Walsh, emblemática creadora de personajes inolvidables como Manuelita la tortuga, autora de los Cuentopos de Gulubú, Zoo loco, Daylan Kifki y tantas otras obras, de poesía, música y narrativa, produce una revolución de la literatura infantil, y se convierte, sin duda y durante muchos años, en la referencia obligada de la literatura y la canción infantil de alta calidad de la Argentina. Al punto de que la editorial Alfaguara de Argentina, en el año 2000, creó la colección AlfaWalsh, que reúne toda la obra infantil de la escritora y está compuesta por doce títulos.

Durante la década de los ‘70, junto a autoras como María Granata, Ana María Ramb, Syria Poletti, surge una pionera como Laura Devetach, que en plena dictadura sufre la prohibición de algunos de sus textos, como La torre de cubos, “por su ilimitada fantasía” (sic), y por criticar, supuestamente, cuestiones tan sagradas como la propiedad privada en su cuento “La planta de Bartolo”. Junto a Devetach, en esta década, surge una autora que triunfa desde muy joven, y que sigue siendo una de las escritoras más prolíficas, leídas y admiradas de nuestro país: Elsa Bornemann. Ella también tuvo algunos problemas con la censura militar, como en el caso de “Un elefante ocupa mucho espacio”, cuento que, al parecer, “incitaba a la huelga” (sic).  Poeta y narradora de cuentos románticos, de aventura, de humor y de terror (su ya célebre ¡Socorro!, colección impecable de cuentos aterradores, sigue siendo un clásico entre los jóvenes lectores argentinos).

Devetach y Bornemann anticipan a los escritores que en los `80, desde los finales de la última dictadura militar y los primeros tiempos de la democracia recuperada, surgen para convertirse en los que hoy consideramos los “popes” de nuestra literatura infantil: ya en democracia, en  la literatura infantil argentina se produce lo que podría considerarse un boom, un notable crecimiento en cuanto a cantidad, calidad, variedad de géneros, con autores y autoras como Graciela Montes, Ema Wolf, Silvia Schujer, Gustavo Roldán, Ricardo Mariño, Graciela Cabal,  Perla Suez, María Teresa Andruetto, Cristina Ramos, Graciela Pérez Aguilar, Adela Basch, Canela, Horacio Clemente, Graciela Falbo, Iris Rivera, Lilia Lardone, Lucía Laragione, Raquel Barthe, Estela Smania, Luis María Pescetti, Alma Maritano, Pablo de Santis,  Marcelo Birmajer, Jorge Acame y tantos otros. Junto con autores, como es el caso de Ana María Shua, Fernando Sorrentino o Griselda Gambaro, que además de estar consagrados como escritores de literatura para adultos tienen un enorme éxito como escritores de literatura infantil y juvenil. Es entonces que surgen algunas editoriales nacionales, pequeñas y medianas, dedicadas a la literatura infantil y juvenil casi exclusivamente: las emblemáticas El quirquincho y Colihue, que marcaron una época, atreviéndose a publicar una literatura infantil cuya línea, en los finales de la dictadura y el renacimiento democrático, era ideológicamente contestataria, crítica, políticamente contraria a cualquier tipo de dictadura. Y además de Colihue, o El quirquincho, Quipu o Aique, aparecen dentro de Sudamericana, editorial más grande, colecciones como Pan Flauta, o Cuentaamérica, que también marcaron época. Empiezan a realizarse ferias en las escuelas, se implementan planes de incentivo a la lectura como las valijas viajeras, talleres, seminarios, visitas de autores a las escuelas, visitas de los maestros a las editoriales, etc.

Aparece, entonces, en esta breve ponencia, pero con la fuerza que merece, la escuela y su relación antigua, necesaria, íntima, con la literatura infantil y juvenil. La literatura infantil y juvenil ha tenido –y tiene, sin duda– una fortísima relación con la escuela. Esta relación, sin embargo, no ha sido siempre uniforme. Y ha variado (incrementándose) notoriamente en las últimas dos décadas, en las que la industria editorial argentina ha tomado a las aulas como el campo al cual conquistar, ya que de allí proviene un porcentaje muy importante de sus ventas. Se produce un ida y vuelta, un aprovechamiento editorial de la relación de literatura y escuela, y uno que hace la escuela de la literatura infantil y juvenil, para, además de introducir a los chicos en el mundo de la literatura, disparar un acercamiento a otros saberes. Aprovechamiento que yo no considero inválido, siempre y cuando sea hecho desde el respeto por el texto literario y con la suficiente sutileza.

Llegamos entonces a los ‘90, y de los ‘90 a esta parte, al boom de la literatura infantil producido en compañía de la recuperación democrática, se le agrega una explosión de ventas. Las editoriales de literatura toman del mundo del libro de texto los conceptos subsidiarios de “adopción” y “prescripción” para lograr que las escuelas que pueden hacerlo adopten, previa prescripción de los docentes, libros para todo un grado. Es decir, el maestro elige en determinado momento del año, a veces antes de comenzar las clases, o durante el tránsito del ciclo lectivo, una serie de títulos de literatura, les da a los alumnos una lista y los alumnos tienen que adquirir, comprar, conseguir estos libros, traerlos al aula y hacer con ellos una determinada tarea, amén, claro está, de leerlos y disfrutarlos. Eso sería el concepto de adopción asimilable a lo que es en el libro de texto. Desde las editoriales se trabaja a favor de la lectura en el aula, usando como motor el trabajo de los promotores, muchas veces especialistas en literatura infantil que trabajan con el maestro en la formación de un proyecto lector, con la intención de que el proyecto no quede sólo en elegir de un catálogo un par de libros para leer, sino que sea un proyecto más completo, con una idea clara sobre lo que se quiere trabajar, que puede ser un género, un tema, un autor. En definitiva, la escuela es el lugar donde se elige, se promueve, se difunde la literatura infantil, donde el maestro hace un verdadero trabajo de animador a la lectura. Y este trabajo se realiza en conjunto, como decía más arriba, con las editoriales. Por ello, quizás, y también porque la literatura infantil perdió su lugar de género menor para ganar el que le corresponde, como una literatura válida en sí misma, es que en los últimos veinte años en la Argentina se ha renovado enormemente en todos sus aspectos. Han surgido nuevas editoriales, pequeñas y medianas, tales como Del eclipse, Guadal, Amauta, Crecer Creando, Abran Cancha, Del naranjo, Pictus, Calibroscopio y otras tantas; han desembarcado editoriales grandes de España, como SM con su célebre colección El barco de vapor, que con sus concursos anuales ha fomentado la aparición de nuevos autores, o como Edelvives, recientemente llegada a la Argentina; y las editoriales grandes, dedicadas a otra literatura, han abierto un espacio para lo infantil y juvenil, tomando el ejemplo de Sudamericana: tal el caso de Planeta, Longseller y otras. Eso, entonces, permite la aparición de una nueva camada de autores, que ya no pueden llamarse nuevos, puesto que, como es mi caso, estamos publicando desde mediados y fines de los 90, entre diez y quince años, que no es poco. De Córdoba nos llegan autoras como Laura Escudero, de Rosario, Patricia Suárez y Beatriz Actis, de Mendoza, Liliana Bodoc (con su genial Saga de los confines), del interior de la provincia de Buenos Aires, Franco Vaccarini, Horacio López y hay más y más, que menciono en un rápido listado, aún a riesgo de dejar afuera autores de real valía, pero realmente la lista es muy grande: Liliana Cinetto, Márgara Averbach, Andrea Ferrari (ganadora del premio El barco de vapor de España, con su novela El complot de las flores), Margarita Mainé, Laura Roldán, Norma Huidobro, Ángeles Durini, Carlos Schlaen (autor e ilustrador), Silvia Grau (también ilustradora, además), Gabriela Keselman, Mercedes Pérez Sabbi, Esteban Valentino, Sandra Comino, Graciela Repún, (muy prolífica autora, y maestra de la ultimísima generación, pues de sus talleres empiezan a salir nuevos autores publicados, tal como Carla Dulfano, Olga Appiani, Marcela Silvestro), y en fin, autores que han comenzado a publicar en los últimos años, como Cecilia Pisos, Paula Bombara, Jorge Grubissich, Ariela Kreimer, los ilustradores y también escritores Pez, Isol o Pablo Bernasconi, Carlos Marianidis, Emilio Saad, Laura Ávila y la lista es, de veras, muy, muy larga, tanto que seguramente estoy cometiendo algún imperdonable olvido, del que espero ser perdonado.

Con esto, y para finalizar, quiero dejar más o menos claro que en la Argentina el presente de la literatura infantil y juvenil es realmente muy alentador. Junto a los viejos maestros que siguen vigentes, como Quiroga, Villafañe o María Elena Walsh, y los no tan viejos, autores que en los 80 supieron dar el gran salto de calidad, convivimos hoy muchos nuevos autores. Es notoria la cantidad, y es, según dicen, aunque yo como implicado directo no puedo aseverarlo con demasiado énfasis, también importante la calidad de nuestra literatura infantil y juvenil, que ha cambiado, que ha crecido, que aprovecha a la escuela, por supuesto, y piensa en ella, sin duda, pero que también se atreve a temas difíciles, comprometidos, a veces poco escolares, por así decir. Y que abarca todos los géneros: hay buena poesía, teatro del bueno, narrativa de humor, de aventura, de terror, comprometida con la realidad, fantástica, maravillosa. Y hay excelentes ilustradores que están logrando que los llamados Libro Álbum se conviertan muchas veces en grandes éxitos de librería.

Y que la literatura infantil y juvenil de la Argentina está muy viva y en crecimiento lo prueban, además de las ediciones y reediciones constantes y la aparición de nuevas editoriales, el éxito de la Feria del libro infantil y juvenil (la llamada “feria chica”) que convoca a miles de chicos, docentes, padres: lectores, en suma, que recorren la feria cada invierno desde hace ya casi veinte años; el auge de revistas digitales dedicadas al tema como las muy reconocidas Imaginaria, El mangrullo, 7 calderos mágicos, las fundaciones y centros de estudio dedicados al tema como La nube, el CEDILIJ, ALIJA y otros. Y desde el Estado, desde hace ya unos veinte años, aunque con algunas intermitencias, diferentes planes de lectura gubernamentales, como el actual Plan Nacional de Lectura intentan promover, difundir, llevar la literatura infantil y juvenil a todo el país.

Espero haber dado una idea del panorama de nuestra literatura infantil y juvenil. Es un trabajo que no podía ser más que sucinto, “panorámico”, como corresponde. Pero que tal vez se pueda ampliar y profundizar con el intercambio y el diálogo.


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