Juan Diego Incardona y “Los monstruos” del conurbano matancero
Para cerrar la conmemoración de los
cincuenta años del Mayo Francés con textos protagonizados por personajes
jóvenes, Libro de Arena comparte una lectura de Los Monstruos, de
Juan Diego Incardona.
Por Paula Daniela Bianchi*
Leer al azar cualquier página de un libro de
Juan Diego Incardona nos arrastra a un universo múltiple repleto de imágenes
míticas y, muchas veces, reconocidas en nuestra infancia o adolescencia.
Todas las sensaciones nos atraviesan hasta que
dejamos de entender de qué lado de la frontera nos encontramos. Si permanecemos
de este o aquel extremo de la república matancera; si estamos en el bando de
los buenos o de los malos; si somos peronistas o somos otra cosa; si somos
seres monstruosos o los monstruos son los otros; si el cruce de la Ricchieri y
General Paz es un espacio fronterizo que no existe como tal.
La cuestión es que el escenario que forjan las
historias de Incardona representa un mundo binario en el que es imposible
pensar un lugar para “debiluchos” porque el mapa está perfectamente delineado.
Leemos y nos sorprende descubrir que cohabitan el Hombre Gato, el Lobizón,
el Enano de Cruz, la Mujer Lagartija o el León Durmiente con los vecinos del barrio. Pero lo que más nos
llama la atención es la mirada de ese niño, de esos niños que son los
verdaderos protagonistas, los que nos cuentan por qué los padres se quedaron
sin trabajo o no están en sus casas. Justamente, la mirada del niño es la que
atesora esas cosas que se nos escapan a los adultos.
Juan Diego Incardona es de Villa Celina y
aunque le preguntan si se llama así por el indio al que se le apareció la Virgen
de Guadalupe no responde, y deja el asunto librado a nuestra interpretación.
Publicó Objetos maravillosos en el año
2007 y una saga que aún no termina: Villa
Celina (2008), El campito (2009),
Rock barrial (2010) (del que tomé el
cuento “Los monstruos”) y Las estrellas federales (2016), libro
que tuve el placer de comprar en la librería del Centro Cultural Haroldo Conti.
Justamente, otro escritor que le dio la
voz a muchos jóvenes protagonistas, como Milo de Alrededor de la jaula (1966) o Lito del cuento “Como un león” que vive en la villa en
Retiro y se pregunta a dónde va la gente a trabajar, y si vale la pena estudiar
en un país donde siempre ganan los que tienen dinero en el bolsillo.
“Los monstruos” (2010) transcurre en
Villa Celina, un barrio del “conurbano bonaerense”, en el partido de La Matanza.
El protagonista es un niño de once o doce años, preadolescente, que durante las
noches sale con sus amigos a recorrer los potreros y los espacios a la
intemperie que se tornan oscuros y se completan con gritos que no intimidan
tanto a los personajes cuando están en grupo. Lo que más les gusta es esperar
la noche, y en ese territorio descubrir
monstruos, fantasmas o la luz mala, arriba de un gomero, que les permita una
buena panorámica del Riachuelo mientras aguardan alguna aparición: “Quizá discutíamos si eso que se
escuchaba eran ladridos de perros o aullidos de lobizones, si eso que olíamos
era basura quemada o el cuerpo de un muerto, cuando de pronto vimos una
luminosidad flotando en la cancha de “nueve pescador”, una luz entre
amarillenta y blanca que se movía y formaba figuras”. Así,
Adrián, uno de los mayores, les relata qué es la luz mala: una luminosidad que
sale de los huesos de animales enterrados.
En
ese momento el protagonista recuerda que su canario no hace mucho fue sepultado
en su jardín. No termina de evocar ese momento cuando la luz que brillaba en la
cancha comienza a avanzar hacia ellos. Y, patitas para qué las quiero, huyen despavoridos
cada uno a su casa.
Eran
tiempos de miedo. Sobre todo por las historias que contaban los adultos de esos
años del terror que se acercaban a su fin pero aún no habían terminado de pasar.
No obstante, era algo natural disertar sobre las diferencias odoríficas del
basural: ¿es un cadáver o la quema de basura? O sobre si el sonido que se escucha lo hace un
perro o un lobizón. Para esos niños de Villa Celina en 1982 (el año de la
guerra), convivir con mutantes, con basurales repletos de “grandes tesoros” o con
fantasmas, era parte de la cotidianeidad.
Su
canario comienza a asustarlo, apareciendo como luz mala, todas las noches en su
cuarto. y a medida que el tiempo pasa son más los espíritus que pueblan su
dormitorio. Una noche, se destapa, abre los ojos, sale de su cama y se queda
tranquilo, quietecito. Deja que lo huelan, que atiborren su casa. Levantado ya,
sube a la terraza: “Todos los chicos de
Villa Celina abrieron los ojos, y en ese momento, entre la General Paz y la Ricchieri,
mientras los padres dormían, nosotros éramos hermanos de los fantasmas, éramos
los monstruos, a la noche, caminando en los techos.”
El
cuento parece simple pero apenas nos situamos en el tiempo histórico sabemos
que la dictadura debilitada pero presente aún merodeaba por Celina y por todo
el territorio. Que los espacios abiertos eran invadidos y que las casas no eran
“tomadas” por gritos sin rostro sino por monstruos con nombre como el Hombre Gato, el Enano de Cruz, los
lobizones y las luces malas.
Todos
adentro para protegerse de los de afuera. Los que vivían en las casas no eran
aristócratas venidos a menos que vivían del campo como en el relato de
Cortázar, sino obreros, inmigrantes, como el papá del protagonista: (hijo de un
siciliano que se iba a trabajar a las cinco de la mañana), como su madre, ama
de casa.
Los
monstruos son los niños que por las noches sacuden sus propias pesadillas,
conviven con los infiernos reciclados de otras dictaduras, de otras crisis
pasadas y por venir. Es la mirada terminante de esos niños el umbral que
aquieta el final de una edad para ingresar a la adolescencia. La pertenencia al
barrio la llevan tatuada en la piel como Lito, el personaje de Conti que quiere
dar el zarpazo para irse de la Villa pero sabe que afuera esperan “los botones”
que matan pibes como él, (que mataron a su hermano, sin ir más lejos). De la
misma manera, afuera de Celina están esos otros que también aniquilan sonrisas
y cuerpos.
En
una reflexión sobre su propio cuento publicada en Página 12, Incardona afirma
que “Los monstruos” trata sobre los
miedos que los niños le tienen a la oscuridad en una casa que se asemeja a las
del conurbano con esa mezcla urbana, rural y periférica. Se ha comparado este
cuento con “Casa tomada” (1947) de
Julio Cortázar y la asociación sobre el “aluvión peronista”, hecha por sectores
de la crítica literaria. Pero el autor deja bien claro que “en este caso, los otros no son los
peronistas, porque los peronistas somos nosotros”.
La
mirada del niño evoca un Conurbano no del todo marginal, más bien mítico,
poblado de obreros, de mujeres que trabajan en sus casas o en las de otros y
sobre todo de niños y jóvenes que habitan las páginas y experimentan en sus
vidas una visión del Conurbano en épocas de desidia y de violencia extrema. No
es casual que los cuentos o novelas de Incardona se sitúen en el ‘82, en los
años ‘90 o en el 2001: todos momentos de crisis de modelos neoliberales.
Lo
que más me gusta de “Los monstruos”
es cómo desde el descampado, desde el potrero, desde las alturas del gomero o
de los techos, los niños redescubren otra ciudad, otra borde y le dan un
sentido de percepción diferente a Villa Celina. Desde los techos también Lito,
el personaje de Haroldo Conti revela otra visión de la villa de Retiro,
enfrentada a la de la ciudad de Buenos Aires percibida como espacio infernal. No
creo que sea casual que ese cuento se haya publicado en 1967. Todas fueron
épocas de nuestra historia política que llevaron a esos chicos a observar desde
las azoteas para distanciarse del suelo y mirar mejor.
En el
final de “Los monstruos” se fragua
una iniciación o rito de pasaje de esa niñez que se diluye pero en un colectivo:
“llevado a cabo por una generación de
niños que finalmente decide subir a los techos, entre 1982 y 1983, a esperar el
día que se acerca, desde el Este, para cruzar la avenida General Paz” dice
Incardona.
En
ese “traspasar la General Paz” se juega todo un cruce de umbrales poblado de
niños, jóvenes, y esos otros mutantes que acompañan desde la oscuridad la
curiosidad conjunta de lo que está por venir: “Porque cuando la historia se paraliza es
cuando surgen los fantasmas, los demonios y los monstruos. Empieza un tiempo
que no es el tiempo del reloj, ni el de los hechos históricos, sino una mezcla
de tiempos ambiguos, en el que se entrecruzan los héroes y los traidores” concluye el autor.
*Paula
Daniela Bianchi es licenciada y doctora en Letras por la Universidad de Buenos
Aires. Docente de la Universidad Nacional de Avellaneda y la Facultad de
Filosofía y Letras (UBA). Investiga temas relacionados con género, ciudadanías
y violencias en la literatura latinoamericana.
Rock barrial
Juan Diego Incardona
Interzona, 2014.
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