La Historieta y yo

Para terminar este mes que en el Libro de arena dedicamos a la historieta publicamos esta nota, un destilado con un toque de amargor, pero exquisito, de uno de los mejores ilustradores de nuestro país. El amigo Pez, que empezó su camino en el mundo de la literatura con la lectura –en plena escuela, como alguna vez nos contó– de inolvidables cómics, nos deja, acá, pensando.

Por Pez*

Recuerdo haberlo leído pero no recuerdo donde.
Quizás fue en la vieja Fierro, puede que sea Angel Faretta quien lo comentó o Tito Spattaro o el mismo Juan Sasturain.
Alguien citaba una entrevista donde el viejo Breccia decía que no leía historieta.

No podía creerlo.

El Sagrado Monstruo uruguayo creador de una dinastía familiar de artistas del género no leía historieta.

Tampoco recuerdo si por aquellos días yo había llegado a Buenos Aires o seguía viviendo en San Juan. Para el caso da lo mismo, el Viejo no leía historieta y punto.

Sucede que yo amanecía haciéndolo.
Una revista de historietas era mi Sanctasanctorum. Estuviera donde estuviera, ya sea comiendo uvas en el patio de mi casa, en el aula del colegio o en la cama antes de dormir, ese rejunte de hojas de papel tenía el poder de convertir cualquier lugar pedestre en un sitio de adoración transformado en cuadritos con dibujos y globos de diálogo adentro. 


Mi lugar en el mundo.

Sería imposible hacer un repaso completo de todo lo que he leído, era omnívoro y voraz.
Desde mis pininos iniciáticos en las revistas de Disney, Anteojito, Billiken y Editorial Novaro hasta Slow Chocolate Autopsy de Iain Sinclair y Dave McKean ha pasado mucha tinta sobre las hojas.
Todo se mezcla: Tintín y el Cabo Savino; Spirou y Patoruzito; Modesty Blaise y Nippur de Lagash; Batman, Spiderman, Super Hijitus y Precinto 56; Ernie Pike, el Mono Relojero, Lindor Covas, Asterix, Alvar Mayor y Sónoman y mucho, muchísimo     ingrediente más que fue a parar a la licuadora de mi cabeza.         

Masticado, digerido y procesado con ayuda de la música, por supuesto.

Mi música.

Rock, blues, clásica, jazz, funk, folclore… el pseudónimo Pez viene del disco Fragile de Yes, es un tema de Chris Squire que repetía una y otra vez en mi Winco mientras dibujaba para un concurso de la revista Skorpio al que finalmente no envié nada pero que al final de cuentas me dejó el apellido que hice carne.


“Sobre miedos, creencias y supersticiones” un discazo de Lito Vitale estuvo conmigo mientras dibujaba las primeras colaboraciones en Buenos Aires; sus texturas increíbles acompañaron cada trazo de mis primeros dibujos en aquel departamento del Abasto donde me dedicaba a soñar que algún día podría hacer al menos medio trazo de lápiz digno de Don Alberto Breccia.

El viejo que no leía historieta.

Hace unos años, trabajando en un storyboard para publicidad, el director de la productora me recordaba una que yo había dibujado en Fierro.
Él la había leído siendo adolescente y fanático del género; trajo esa anécdota a la mesa de trabajo porque la charla giraba alrededor de  las redes sociales y la lectura y del poco tiempo en que el celular, como objeto portable de entretenimiento, había ganado espacio sobre el libro.

Aquella historia había sido publicada a fines de los `80 y por entonces el walkman era lo más parecido a un agente de alienación y la trama consistía precisamente en eso: Una calle de Buenos Aires abarrotada de gente con los auriculares puestos; una fauna triste de personas ensimismadas y acaracoladas. Un tejido conectivo totalmente fuera de conexión. 
El único que no tenía auriculares puestos era un predicador que vociferaba profecías apocalípticas a la multitud ausente encapsulada en sus walkman; por supuesto, nadie lo escuchaba. 
Finalmente, frustrado por la indiferencia de la masa ante su arenga fervorosa, decide apelar al último y más humano de los recursos de persuasión, saca un enorme Colt Python de entre la túnica y comienza a disparar.
Todo termina cuando dos policías hacen buen uso de sus armas reglamentarias y dan cuenta del Hombre Santo.
Cuando se acercan al difunto, uno de ellos le comenta al otro algo relacionado con lo que acaba de suceder y el otro responde algo que nada tiene que ver con la conversación.
Por supuesto.
Ambos tienen auriculares puestos.

Quizás fue a la salida de esa reunión que me di cuenta de que yo tampoco leía historietas; que aquellos mundos distópicos de ciberdecadencia de Alan Moore y Enki Bilal que tanto amaba cuando tenía 23 años ya pasados los 50 se estaban gestando a mi alrededor como realidad pura y con porfía implacable.

La bandita de pibes border tomando vino en caja en Concepción Arenal y Av. Córdoba era un calco de los racimos de junkies apoltronados contra las paredes cubiertas de graffiti en el Ficcionario de Horacio Altuna; el Gran Hermano Orwelliano pispeaba desde un televisor en un taller de chapa y pintura de la calle Castillo con Jorge Rial en los controles y yo tenía que llegar a tiempo al estudio donde trabajaba entonces para pasar a tinta los bocetos de un comercial de salchichas.

En fin, no quiero irme por las ramas so riesgo de colgar una horca en alguna de ellas pero la propuesta se intitula La historieta y yo lo que no deja margen para evitar el conflicto de la relación. 
Quizá fue la frustración de no haber jugado en las grandes ligas del cómic a excepción de  un par de entintados para DC y Eura de Italia o quizá fue puro y simple desencanto con el género… lo cierto es que estoy afuera.

Y ya no tengo interés en pegarles un llamado a mis ídolos de entonces; Juan Salvo, por ejemplo, el héroe colectivo que daba pelea a Los Ellos desde la trinchera común se me cayó en la grieta para terminar sus días como logotipo político.

A veces asoma sus patitas de cascarudo, pero dudo que atienda el teléfono.

En fin, y solo para amenizar, de vez en cuando cargo en la mochila algo de Peter Milligan, Duncan Fegredo o Mike Mignola; una Santísima Trinidad de la que no puedo prescindir por varias razones que, de escribirlas, harían esto larguísimo y la verdad es que no quiero aburrirlos.

Dibujo entonces el último cuadrito.
Y debajo pongo FIN.


* Pez, Alberto

Luis Alberto Quiroga nació en San Juan en 1963, y es más conocido como Alberto Pez. Desde pequeño eligió ser dibujante. Trabajó como ilustrador e historietista en distintos medios gráficos y editoriales argentinas y las productoras de cómics Eura (Italia) y DC Cómics (Estados Unidos). Realizó tareas de diseño y storyboards para producciones cinematográficas, como Highlander II Cenizas del Paraíso, y diseño de producción y vestuario para espectáculos del Parque de la Costa y para publicidad. También se dedicó a la docencia y participó en varias muestras artísticas, individuales y colectivas. En los últimos años se volcó también a la escritura, y sus libros como autor incluyen Tecito de Lágrimas de DragónEl Microscopio de Nicolás, Ba-Bau se ha perdido, La vida secreta de las pulgas y Mateo conoce, entre otras obras.

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