Astérix y Obélix en el aeropuerto
En nuestro mes dedicado a la historieta no podía faltar Astérix. Compartimos un relato íntimo, precioso y conmovedor de
Julieta Fradkin, de cuando niña junto
a su hermano hicieron de la lectura de la Galia una experiencia vital bajo la sospecha
de que una viñeta es una herramienta para el pensamiento colectivo.
Por Julieta Fradkin
Cuando
era chica parte de mi familia vivía afuera del país y tocaba muy seguido ir a
Ezeiza a buscarles o a despedirles. Tardábamos mil años en llegar, siempre
había que madrugar y dejaba cierto gusto amargo que nunca fuera nuestro turno
de subirnos al avión. Pero sin embargo, acompañábamos. “En Ezeiza hay Astérix”; sabíamos, y era una nuestra zanahoria.
Eran
épocas de hiperinflación, no tan distantes si las vemos desde ahora, y mi mamá
había logrado transformar el nutrido kiosco de diarios del aeropuerto en
nuestra biblioteca internacional. Era pequeño pero había de todo.
Estaba
tan clara la regla de no comprar que con mi hermano mayor nos sentábamos en el
piso y leíamos hasta donde podíamos. Armábamos en verdad esa extraña fusión que
implica leer historietas de manera colectiva. Él llevaba las palabras (porque
si esperábamos al silabeo de mi lectura no pasábamos las primeras páginas) y yo
me colgaba del humito que salía de la marmita del druida, de los cinturones
enormes, de los sonidos chillones que cantaba el bardo viniendo de lejos.
Leíamos
de a dos y también leíamos dos cosas distintas. En mi cabeza la Galia era un
lugar indescifrable que se mezclaba con los destinos que anunciaban por el
altoparlante del aeropuerto. Esos lugares que no entendés del todo pero te
gusta espiar; mirar el paisaje, comer rico y reírte de los gags mientras
alguien más grande, como mi hermano, asume el riesgo de una aventura más
vertiginosa en la que algo histórico y peligroso puede estar por pasar.
Nunca
consulté qué le pasaba a él pero yo amaba la sensación de tener dos personajes
que me fueran tan bien… Y sentirme tan obelixada,
sabiendo que de pronto podía sorprenderme a mí misma teniendo la astucia y
valentía del enano. Yo, dos personajes en uno.
Así
transcurrían las lecturas: varias veces, ida y vuelta, con historias por la
mitad que volvíamos a buscar cada vez que tocaba de nuevo Ezeiza. Tampoco sé
bien cuánto… la memoria es muy ficcional. Pero sí recuerdo que cada tanto algo
invisible se modificaba en la escena y el banco central familiar determinaba
que se compraría un ejemplar para llevar. Velozmente poníamos en juego
rebuscados criterios de selección para poder elegir sólo uno. Que si el
primero, el fundante: ya lo habíamos leído pero era un modo de sostener la
esperanza de iniciar un estante lineal, ordenado. O mejor el veintiuno, que
tentaba aventuras más lejanas con un aparente regalo del César en su título. En
fin, difíciles decisiones que no recuerdo en absoluto cómo se dirimían pero que
dieron por resultado un buen salpicado de números sueltos que leímos ochenta
veces, usamos sus argumentos en el juego con los Playmobil y dibujamos sin
parar (hasta me hice un Obélix años después en el bolsillo del guardapolvo de
7º grado).
Es
la misma época en que yo decía que en algún momento iba a escribir un libro
junto a mi papá. Estaba claro: yo haría
los dibujos que ayudaran a entender algo de esas vacas del siglo XVII sobre las
que él escribía, estudiando a los gauchos y alambrados de la época colonial en
el Río de la Plata. Me resultaba muy abstracto que “cuente vacas”, pero no podía dejar de imaginarme esa
pampa y estaba convencida que si le sumábamos dibujos algo lograría esclarecerse.
Nunca
sucedió. Pero quizás sí, quedó permanente la sospecha del dibujo como una
herramienta para el pensamiento, para andar con las ideas, para ayudarnos a
leer más cosas. Y que las historias (cuando las leemos, las escribimos, las
recordamos, las vivimos) se arman con otras personas.
*Julieta Fradkin es Técnica en Comunicación Visual de la Universidad del Cine y
Animadora Cultural especializada en Artes Plásticas. Su trabajo se concentra en
proyectos que abordan la investigación de los lenguajes visuales en relación a
diversos procesos creativos y educativos.
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