"Circe", de Julio Cortázar
Se acerca el final del primer ciclo de Literatura y Cine del 2019. El cuento que se va a trabajar en el encuentro de mañana es "Circe", incluido en Bestiario, el primer libro de cuentos de Julio Cortázar, publicado en 1951. Compartimos el comienzo de este gran relato.
And one kiss I had of her mouth, as I took
the apple from her hand. But while I bit it, my
brain whirled and my foot stumbled; and I felt my
crashing fall through the tangled boughs beneath
her feet and saw the dead white fates that
welcomed me in the pit DANTE GABRIEL ROSSETTI,
The Orchard-Pit
Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes
entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la incrédula desazón
en el gesto de su padre. Primero fue la de la casa de altos, su manera vacuna de girar
despacio la cabeza, rumiando las palabras con delicia de bolo vegetal. Y también la chica
de la farmacia —«no porque yo lo crea, pero si fuese verdad qué horrible»— y hasta don
Emilio, siempre discreto como sus lápices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia
Mañara con un resto de pudor, nada seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría
paso a puerta limpia un aire de rabia subiéndole a la cara. Odió de improviso a su familia
con un ineficaz estallido de independencia. No los había querido nunca, sólo la sangre y el
miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos. Con los vecinos fue directo y
brutal, a don Emilio lo puteó de arriba abajo la primera vez que se repitieron los
comentarios. A la de la casa de altos le negó el saludo como si eso pudiera afligirla. Y
cuando volvía del trabajo entraba ostensiblemente para saludar a los Mañara y acercarse —
a veces con caramelos o un libro— a la muchacha que había matado a sus dos novios.
Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos
(yo tenía doce años, el tiempo y las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos claros con
faldas de vuelo libre. Mario creyó un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban
el odio de la gente. Se lo dijo a Madre Celeste: «La odian porque no es chusma como
ustedes, como yo mismo», y ni parpadeó cuando su madre hizo ademán de cruzarle la cara
con una toalla. Después de eso fue la ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la ropa
como por favor, los domingos se iban a Palermo o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces
Mario se acercaba a la ventana de Delia y le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a veces
la escuchaba reírse adentro, un poco malvadamente y sin darle esperanzas.
Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales,
seguidas de una humillada melancolía casi colonial. Los Mañara se mudaron a cuatro
cuadras y eso hace mucho en Almagro, de manera que otros vecinos empezaron a tratar a
Delia, las familias de Victoria y Castro Barros se olvidaron del caso y Mario siguió
viéndola dos veces por semana cuando volvía del banco. Era ya verano y Delia quería salir
a veces, iban juntos a las confiterías de Rivadavia o a sentarse en Plaza Once. Mario cumplió diecinueve años, Delia vio llegar sin fiestas —todavía estaba de negro— los
veintidós.
Los Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario hubiera
preferido un dolor sólo por dentro. Era penoso presenciar la sonrisa velada de Delia cuando
se ponía el sombrero ante el espejo, tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por
Mario y los Mañara, se dejaba pasear y comprar cosas, volver con la última luz y recibir los
domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el antiguo barrio, donde Héctor la había
festejado. Madre Celeste la vio pasar una tarde y cerró con ostensible desprecio las
persianas. Un gato seguía a Delia, todos los animales se mostraban siempre sometidos a
Delia, no se sabía si era cariño o dominación, le andaban cerca sin que ella los mirara.
Mario notó una vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a acariciarlo. Ella lo llamó
(era en el Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento, hasta sus dedos. La
madre decía que Delia había jugado con arañas cuando chiquita. Todos se asombraban,
hasta Mario que les tenía poco miedo. Y las mariposas venían a su pelo —Mario vio dos en
una sola tarde, en San Isidro—, pero Delia las ahuyentaba con un gesto liviano. Héctor le
había regalado un conejo blanco, que murió pronto, antes que Héctor. Pero Héctor se tiró en
Puerto Nuevo, un domingo de madrugada. Fue entonces cuando Mario oyó los primeros
chismes. La muerte de Rolo Médicis no había interesado a nadie desde que medio mundo
se muere de un síncope. Cuando Héctor se suicidó los vecinos vieron demasiadas
coincidencias, en Mario renacía la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la
incrédula desazón en el gestó de su padre. Para colmo fractura del cráneo, porque Rolo
cayó de una pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya estaba muerto el golpe
brutal contra el escalón fue otro feo detalle. Delia se había quedado adentro, raro que no se
despidieran en la misma puerta, pero de todos modos estaba cerca de él y fue la primera en
gritar. En cambio Héctor murió solo, en una noche de helada blanca, a las cinco horas de
haber salido de casa de Delia como todos los sábados.
Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con Delia. Aunque
ella estaba todavía con el luto por Héctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber el
capricho), aceptaba la compañía de Mario para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese
entonces Mario se había sentido fuera de Delia, de su vida, hasta de la casa. Era siempre
una «visita», y entre nosotros la palabra tiene un sentido exacto y divisorio. Cuando la
tomaba del brazo para cruzar la calle, o al subir la escalera de la estación Medrano, miraba
a veces su mano apretada contra la seda negra del vestido de Delia. Medía ese blanco sobre
negro, esa distancia. Pero Delia se acercaría cuando volviera al gris, a los claros sombreros
para el domingo de mañana.
Ahora que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba
en que anexaban episodios indiferentes para darles un sentido. Mucha gente muere en
Buenos Aires de ataques cardíacos o asfixia por inmersión. Muchos conejos languidecen y
mueren en las casas, en los patios. Muchos perros rehuyen o aceptan las caricias. Las pocas
líneas que Héctor dejó a su madre, los sollozos que la de la casa de altos dijo haber oído en
el zaguán de los Mañara la noche en que murió Rolo (pero antes del golpe), el rostro de
Delia los primeros días... La gente pone tanta inteligencia en esas cosas, y cómo de tantos
nudos agregándose nace al final el trozo de tapiz —Mario vería a veces el tapiz, con asco,
con terror, cuando el insomnio entraba en su piecita para ganarle la noche.
«Perdóname mi muerte, es imposible que entiendas pero perdóname, mamá». Un
papelito arrancado al borde de Crítica, apretado con una piedra al lado del saco que quedó
como un mojón para el primer marinero de la madrugada. Hasta esa noche había sido tan feliz, claro que lo habían visto raro las últimas semanas; no raro, mejor distraído, mirando
el aire como si viera cosas. Igual que si tratara de escribir algo en el aire, descifrar un
enigma. Todos los muchachos del café Rubí estaban de acuerdo. Mientras que Rolo no, le
falló el corazón de golpe. Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con plata y un Chevrolet
doble faetón, de manera que pocos lo habían confrontado en ese tiempo final. En los
zaguanes las cosas resuenan tanto, la de la casa de altos sostuvo días y días que el llanto de
Rolo había sido como un alarido sofocado, un grito entre las manos que quieren ahogarlo y
lo van cortando en pedazos. Y casi en seguida el golpe atroz de la cabeza contra el escalón,
la carrera de Delia clamando, el revuelo ya inútil.
Bestiario
Julio Cortázar
Debolsillo, 2016.
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