Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos, de John Berger
Además de sus libros de cuentos y sus novelas, John Berger
es autor de títulos difíciles de encasillar en un género, en los que conviven
la poesía, el relato autobiográfico, y textos que constituyen pequeños ensayos
sobre la pintura, la fotografía o la escritura. Es el caso de Y nuestros
rostros, mi vida, breves como fotos, del que compartimos un fragmento.
“Durante
los siglos XVlll y XlX, la mayoría de las protestas más directas en contra de
la injusticia social se hacían en prosa. Eran discursos lógicos, escritos con
el convencimiento de que, llegado el momento, el mundo volvería a entrar en
razón, y de que, al fin y al cabo, ésta está del lado de la historia. Hoy esto
no parece tan claro. NO hay nada que garantice ese final. NO es muy probable
que una era futura de felicidad universal vaya a redimir el sufrimiento del
presente y del pasado. El mal es una realidad constante, difícil de erradicar.
Todo esto significa que la resolución, el aceptar el sentido que hemos de darle
a la vida, no puede quedar aplazada por más tiempo. No podemos fiarnos del
futuro. El momento de la verdad es ahora. Y cada vez más, será la poesía, y no
la prosa, la receptora de esta verdad. La prosa es mucho más confiada que la
poesía; la poesía habla a la herida inmediata.
La
bendición del lenguaje no es la ternura. Todo lo que contiene, lo contiene con
precisión y sin piedad, incluso una palabra cariñosa; la palabra es imparcial:
el uso lo es todo. La bendición del lenguaje es que es potencialmente completo;
tiene la potencialidad de contener en palabras la totalidad de la experiencia
humana, todo lo que ha ocurrido y todo lo que pueda ocurrir. Incluso deja
espacio para lo indecible. En este sentido, podríamos decir que el lenguaje es
el potencia el único hogar humano, el único lugar de residencia que no puede
ser hostil al hombre. Para la prosa, este hogar es un territorio inmenso, un
país que cruza mediante una red de vías, caminos, carreteras; para la poesía,
este hogar se concentra en un solo
punto, una sola voz que es simultáneamente un anuncio y una respuesta.
Uno
puede decirle cualquier cosa al lenguaje. Es por ello un oyente, un oyente que
nos resulta más cercano que cualquier silencio o cualquier dios. Pero esta
apertura suya puede significar indiferencia. (La indiferencia del lenguaje es
continuamente requerida y empleada en los boletines oficiales, en las noticias,
en los informes legales, en los comunicados, en los archivos). La poesía se
dirige al lenguaje de tal manera que elimina esta indiferencia y suscita una
inquietud. ¿Cómo causa inquietud la poesía?¿Cuál es la tarea de la poesía?
No
me refiero con esto al trabajo que entraña la escritura de un poema, sino a la
labor realizada por el propio poema escrito. Todos los poemas auténticos
contribuyen al trabajo de la poesía. Y el objetivo de este trabajo incesante es
unir lo que la vida ha separado o lo que la violencia ha desgarrado.
Generalmente el dolor físico solo se puede aliviar o detener mediante la
acción. Todos los demás dolores humanos, sin embargo, de deben a una forma u
otra de separación. Y aquí el alivio es menos directo. La poesía no puede
reparar ninguna pérdida, pero desafía al espacio que separa. Y lo hace con su
trabajo continuo de reunir todo lo que ha quedado desperdigado. Hace tres mil
quinientos años un poeta egipcio escribía:
Mi
bien amada
qué dulce
bajar
a
bañarse en el estanque
ante tus ojos
y dejarte ver cómo
mi
túnica de lino empapada
y
la belleza de mi cuerpo
se
casan.
Ven, mírame.
La
poesía se inclina a usar la metáfora, a descubrir parecidos pero no con el fin
de hacer comparaciones (todas las comparaciones, como tales, son jerárquicas) o
de quitar singularidad a los hechos; lo que quiere con ello es descubrir
aquellas correspondencias cuya suma total sea una prueba de la indivisible
totalidad de la existencia. La poesía llama a esta totalidad, y su llamamiento
no es precisamente sentimental; el sentimentalismo implora siempre una
excepción, algo que sea divisible.
Además
de juntar por la metáfora, la poesía reúne mediante si alcance. Equipara el alcance de un sentimiento con la extensión del
universo; pasado un punto, pierde toda importancia el tipo de extremo
implicado: lo único que importa es su grado. Sólo por su grado se unen los
extremos. Anna Ajmátova:
Como tú sufro
la negra separación permanente.
¿Por qué lloras? Mejor dame la mano
y prométeme volver en un sueño.
Tú y yo somos un monte de dolor.
En esta tierra tú y yo jamás nos
encontraremos.
Si pudieras tan solo enviarme a medianoche
por medio de las estrellas tu recuerdo.
Sostener
aquí que los límites de sol subjetivo y lo objetivo se confunden, sería volver
a una visión empírica de la que el sufrimiento presente sólo puede sudar; por
extraño que parezca, supone reivindicar un privilegio injustificado.
La
poesía inquieta al lenguaje porque todo lo hace íntimo…”
Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos
John Berger
Nórdica Libros, 2017.
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