50 años de la muerte de Yukio Mishima

Hoy se cumplen 50 años del suicidio de Yukio Mishima, uno de los escritores más importantes de la literatura japonesa del siglo XX. Comenzó a escribir a los doce años. A esa edad ya leía a Rilke, Wilde y a los clásicos japoneses. Realizó sus estudios en una escuela aristocrática, a la que concurrió gracias a la presión de su abuela que fue una figura importante en su crianza. En la década del 40 fue discípulo de Kawabata. Se sintió humillado al no poder combatir en la Segunda Guerra por haber padecido tuberculosis. Nacionalista de derecha, creó un ejército privado para restaurar el poder imperial del Japón. Cuando fracasó, puso fin a su vida abriéndose las entrañas. Recordamos a Mishima con un fragmento del Capítulo 1 de Confesiones de una máscara, su primera gran novela.



Confesiones de una máscara - Capítulo1- (fragmento)


Durante muchos años afirmé que podía recordar cosas que había visto en el instante de mi nacimiento. Cuado decía eso, los mayores, al principio, se reían; pero luego se preguntaban si intentaba burlarme de ellos, y miraban con desagrado la pálida cara de aquel niño tan poco infantil. A veces lo decía en presencia de visitantes que no eran íntimos de la familia y, en esos casos, mi abuela, temerosa de que me tomaran por idiota, me interrumpía secamente y me ordenaba que fuera a jugara a otra parte.

Cuando de su risa aún les quedaba el rastro de la sonrisa, los mayores intentaban por lo general, refutar mi afirmación empelando a ese fin explicaciones más o menos científicas. En el intento de hallar razones al alcance de la mente de un niño, siempre comenzaban a parlotear, con no poco celo y espectacular actitud, diciendo que los ojos de un niño no están aún abiertos en el momento de nacer, y que, incluso, en el caso de que estén del todo abiertos, el recién nacido no puede ver las cosas con claridad suficiente para recordarlas.

“¿Lo entiendes, verdad?”, solían decir, cogiendo por el hombro al niño, todavía no convencido y sacudiéndolo suavemente…Pero en ese preciso instante, parecía que en su mente naciera la idea de que estaban a punto de caer en la trampa que el niño les había tendido pensando:”Incluso sabiendo que se trata de un niño, no debemos bajar la guardia; este golfillo seguramente pretendo que le expliquemos “este asunto”, y si lo hacemos, ¿cómo vamos a evitar que nos pregunte con todavía mayor inocencia infantil:”¿De dónde vengo? ¿Cómo nací?” Y por eso los mayores terminaban volviendo a mirarme de la cabeza a los pies con una sonrisita helada en los labios, y dándome a entender que, por una razón que yo jamás llegaría a comprender, los había ofendido profundamente con mis palabras.

Pero sus temores no tenían fundamento. Carecía yo de toda intención de preguntar acerca del “asunto”. E incluso en el caso de que hubiese tenido tales intenciones, temía tanto ofender a los mayores, que la idea de emplear argucias jamás podría ocurrírseme.

Por muchas explicaciones que me dieran, por mucho que, mediante risas, se desembarazasen de mí, yo seguía creyendo que recordaba mi nacimiento. Quizá la base en que se fundaba este recuerdo consistiera en alguna que otra frase que había oído decir a alguien que había estado presente en aquella ocasión, o tal vez todo se debiera a una imaginación terca. Fuere lo que fuere, una cosa había que estaba convencido de haber visto con mis propios ojos. Era el borde del recipiente en que me dieron el primer baño de mi vida. Se trataba de un recipiente nuevo, de madrea pulida hasta el punto de tener brillo y suavidad de seda. Y, hallándome yo dentro, mi vista observaba el destello de un rayo de luz al incidir en el borde de la pequeña bañera. La madera sólo destellaba en aquel punto, y parecía oro. Los salpicones de agua saltaban hacia lo alto, al ondular la líquida superficie, como si quisieran lamer aquel punto, pero no llegaban a él. Y ya fuese debido a un reflejo, ya a que aquel rayo de luz se prolongaba hasta el agua, la zona de ésta situada debajo de aquel punto resplandecía suavemente, y olas menudas y brillantes saltaban y entrechocaban allí…

La más sólida refutación de la verdad de este recuerdo radicaba en que no nací en horas en que luce la luz del sol, sino a las nueve de la noche. No podía haber sol. Incluso cuando burlonamente me decían: “Seguramente sería una luz eléctrica”, muy poco me costaba incurrir en el absurdo de creer que, incluso si hubiese sido medianoche, allí habría habido aquel rayo de sol incidiendo, al menos, en cierto punto de la bañera. Y de esa manera, el borde de aquella y el destello que en él había, quedaron grabado en mi memoria, como una realidad que, sin la menor duda había visto con motivo de mi primer baño.

Nací dos años después del Gran Terremoto. Diez años antes, a consecuencia de un escándalo que se produjo mientras mi abuelo desempeñaba el cargo de gobernador colonial, éste, asumiendo la responsabilidad de los actos culpables cometidos por uno de sus subordinados, dimitió. (Conste que no he empleado eufemismos, ya que, hasta el momento presente, jamás he visto una confianza tan insensata en los seres humanos como la que mi abuelo tenía en ellos.) A partir de entonces, mi familia experimentó una veloz decadencia, y en su carrera cuesta abajo se comportó con tan feliz tranquilidad que casi puede decirse que tarareaba alegremente mientras más y más se hundía, mientras contraía formidables deudas, mientras cerraba sus casas, vendía sus fincas…Y luego cuando las dificultades financieras llegaron a su punto máximo, mi familia se entregó a una morbosa vanidad que ardía en llamas más y más altas, como si un perverso impulso las alimentara.

A consecuencia de eso, nací en un barrio de Tokio que no podía considerarse uno de los mejores, y en una vieja casa alquilada…”



Confesiones de una máscara
Yukio Mishima
Alianza Literaria, 2010.



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