La sequía, de J. G. Ballard

Ayer se cumplieron noventa años del nacimiento de James Graham Ballard, una de las grandes voces de la ciencia ficción del siglo XX. Nacido en Sanghai, de padres ingleses, durante la Segunda Guerra él y su familia estuvieron encerrados en un campo de concentración japonés. Esto le permitió disponer de material narrativo cuando escribió El imperio del sol, una de sus grandes novelas, que fue además, llevada al cine por Steven Spielberg. 

La obra de Ballard en su mayoría, se encuadra en el terreno de la ciencia ficción distópica. En esa línea se inscribe La sequía, publicada en 1964, cuando la posibilidad de disputa por el agua potable no figuraba en la agenda de ningún gobierno. Recordamos al gran Ballard, con el fragmento inicial de esta gran novela.



La sequía - Fragmento del Capítulo 1. El lago condenado.


Al mediodía, cuando el doctor Charles Ransom atracó la casa flotante en la boca del río, vio a Quilter, el hijo idiota de la vieja que vivía en una barca decrépita a la entrada de la ensenada de yates, de pie sobre un saliente rocoso en la otra orilla y sonriendo a los pájaros muertos que flotaban en el agua. El reflejo de su cabeza hinchada nadaba como un nimbo deforme entre las plumas inertes. Maderas y papeles moteaban la barranca reseca, y la figura de rostro de sueño de Quilter fue para Ransom como la de un fauno demente que se cubría de hojas mientras lloraba por el espíritu perdido del río.

Ransom ató los cables de proa y de popa al embarcadero, diciéndose que la comparación era menos que adecuada. Aunque Quilter se pasaba tanto tiempo como Ransom y todos los demás observando el río, sus razones seguían siendo típicamente perversas. El descenso continuo de las aguas, producto de una sequía que había durado ya toda la primavera y el verano, parecía darle una especie de retorcido placer, aunque los primeros perjudicados habían sido él y su madre. La barca descascarada —un regalo excéntrico del protector de Quilter, Richard Foster Lomax, el arquitecto vecino de Ransom— estaba ahora inclinada en más de treinta grados, y si el agua bajaba aún unos pocos centímetros el casco reventaría sin duda como una calabaza hueca.

Protegiéndose los ojos de la luz del sol, Ransom abarcó de una mirada las barrancas silenciosas del río, que serpenteaban hacia la ciudad de Mount Royal a ocho kilómetros de distancia hacia el oeste. Desde hacía una semana iba de un lado a otro por el lago en la casa flotante, navegando entre los riachos y los esteros mientras esperaba a que terminase la evacuación de la ciudad. Después de la clausura del hospital de Mount Royal, había pensado irse a la costa, pero a último momento decidió pasar unos días más en el lago antes que desapareciera. De vez en cuando, entre los bancos de cieno que asomaban en el centro del lago, veía el arco del puente que atravesaba el río a lo lejos, las ventanillas de miles de coches y camiones que relampagueaban como lanzas enjoyadas mientras corrían por el camino costero hacia el sur; pero la mayoría de los días había estado solo. Suspendido como la casa flotante sobre el espejo menguante del agua, el tiempo parecía ahora más sosegado.

Ransom había postergado el viaje de vuelta hasta que ya nada se moviera en el puente. Para entonces el lago, antes una caudalosa extensión de agua de unos cincuenta kilómetros de largo, había quedado reducido a una serie de charcos y riachuelos separados entre sí por bancos de fango que se secaban poco a poco. Algunos botes pesqueros navegaban aún entre los bancos, los tripulantes de pie y hombro con hombro en las proas. Los pobladores de la zona —ropas descoloridas, caras enjutas sombreadas por gorros negros— se quedaban mirando el barco de Ransom con los ojos absortos de un grupo de balleneros perdidos, demasiado agotados por alguna tragedia personal para echar una cuerda a esa presa varada.

En cambio, la lenta transformación del lago parecía animar a Ransom. A medida que las extensas capas de agua iban contrayéndose, y primero eran lagunas y luego un laberinto de riachos, las dunas del fondo del lago aparecían como viniendo de otra dimensión. La última mañana descubrió al despertar que la casa flotante había quedado varada delante de una ensenada pequeña. Las barrancas fangosas, cubiertas de cuerpos de aves y peces, se extendían por encima de él como las costas de un sueño.

Se acercó a la boca del río, guiando el barco entre botes pesqueros y yates encallados. El pueblo costero de Hamilton parecía desierto. Las casas flotantes a lo largo de los muelles de pescadores estaban vacías, y las formas blancas de los pescados se secaban a la sombra colgadas de hileras de ganchos. En los jardines frente al agua ardían lentamente unas pilas de basura, y el humo subía hasta las ventanas abiertas, que batía el aire tibio. No había nadie en las calles. Ransom había supuesto que aún encontraría allí a alguna gente, esperando a que terminara el grueso del éxodo hacia la costa, pero la presencia de Quilter (y hubiera podido decir: la sonrisa ambigua de Quilter) era como un oscuro presagio, uno de los muchos signos irracionales que revelaban hasta qué punto había progresado la sequía en la confusión de los últimos meses.

A la derecha, a cien metros, más allá de las columnas de cemento del puente, los pilotes de madera del depósito de combustible se alzaban sobre el barro agrietado. El muelle flotante había tocado fondo, y los botes pesqueros comúnmente amarrados al muelle se habían movido hacia el centro del canal. Normalmente, a finales del verano, el río hubiera tenido cien metros de ancho, pero ahora medía apenas la mitad. Era un riachuelo de aguas poco profundas que se escurría lentamente siguiendo la línea de las barrancas.

Al lado del depósito se extendía la ensenada de los yates, con la barca de los Quilter amarrada al espigón. Luego de firmar en el depósito la transferencia de la barca, Lomax, en un quijotesco alarde de generosidad, les había regalado un galón de petróleo, apenas lo suficiente para que la pareja pudiera navegar cuarenta y cinco metros hasta la ensenada. Allí se les prohibió la entrada y atracaron fuera. La señora Quilter, el pelo rojo y descolorido al viento sobre el chal oscuro, se pasaba el día sentada en la escotilla, refunfuñando cuando las gentes bajaban con baldes a la orilla del agua.

Ransom podía verla ahora: la nariz ganchuda picoteaba a derecha y a izquierda como una cotorra irritada mientras ella se abanicaba la cara morena, indiferente al calor y a la pestilencia del río. Cuando Ransom había partido en la casa flotante una semana atrás, la había visto en ese mismo sitio, vituperando a los marineros de fin de semana que amontonaban sacos de cemento en la boca de la bahía. Aun en marea alta el agua llegaba apenas a los diques angostos, y ahora se había retirado dejando los elegantes yates clavados en el barro. La figura de bruja de la señora Quilter presidía de algún modo ese escenario de naves abandonadas.

A pesar de su aspecto grotesco y del hijo loco, Ransom admiraba a esta anciana de las barcas. A menudo, en invierno, había cruzado la escotilla carcomida que llevaba al interior de la barca, donde ella estaba tendida en la oscuridad sobre un colchón de plumas atado a la mesa de navegación, respirando pesadamente. La cabina única, en la que se amontonaban unos faroles polvorientos, era un laberinto de nichos malolientes, disimulados detrás de viejos chales de encaje. Ransom sacaba el frasco de ginebra que traía en el maletín, le llenaba la tetera, y casi enseguida el idiota lo llevaba de vuelta al otro lado del río en una batea que hacía agua, mirándolo a través de la lluvia con ojos abiertos como lunas extrañas bajo la frente hidrocéfala.

La lluvia… Al recordar que la palabra había tenido algún sentido, Ransom miró el cielo. Ni una nube, ni una gota de vapor empañaba la fuerza del sol que colgaba allá arriba como un genio siempre solícito. La misma luz invariable, un palio amarillo esmaltado que embalsamaba todo en calor, cubría los campos y caminos al borde del río.




La sequía

J.G. Ballard
Minotauro, 1979.










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