Esqueletos metálicos
Por Hernán Carbonel*
No le debe haber agradado mucho a mi madre cuando mi padre le dijo que, con solo seis años, me llevaría de paseo a Córdoba. Estaban separados prácticamente desde mi nacimiento, y aquel sería mi primer viaje de largo aliento en el camión que mi padre manejaba desde hacía un buen tiempo. El objetivo: recargar esqueletos metálicos con botellas de agua mineral que se envasaban en una planta ubicada a unos pocos kilómetros de la ruta entre Capilla del Monte y Cruz del Eje.
Salimos al anochecer, uno de esos anocheceres quietos, sin brisa, donde el silencio se instala en el ambiente. Un par de ciudades después paramos a comer una picada de milanesas bajo las farolas anaranjadas de una rotonda. Luego, sí, el trecho largo: el Mercedes Benz 1114 levantaba apenas 65 kilómetros por hora, una osadía de la mecánica de antaño.
De aquella noche sobreviven apenas un partido por radio de River con un equipo alternativo, la lectura en la cucheta –esa camita mínima que media entre la cabina y la caja del camión– y mi padre despertándome en la madrugada y diciéndome “mirá, esas luces, ahí abajo, son de Córdoba Capital”.
Llegamos de mañana, luego de catorce horas de viaje; al predio se ingresaba por una cuesta de ripio que surgía a un lado de la ruta, flanqueada por el corte del cerro. Sigue llamándome la atención la nitidez con que conservo las imágenes de aquel lugar (la planta de envasado, el campamento junto a otros camioneros, la visita a la calle techada de Capilla, el paisaje imponente de los alrededores), quizás porque el primer viaje siempre sigue siendo todos los viajes que vendrán en el futuro.
Salto en el tiempo: cuando en 2013 Mario Méndez y Jorge Grubissich me propusieron unirme a un proyecto de su editorial Amauta con una novela breve sobre los pueblos originarios, no dudé en elegir los comechingones. Porque ellos habían habitado esa zona que había visitado a mis tempranos seis años, y porque había sabido de sus historias y tradiciones en sucesivos viajes por Traslasierra y otros valles cordobeses.
En la novelita, un niño viaja junto a su papá en un camión a una planta envasadora de agua mineral, se enamora de la hija de otro camionero y tiene una epifanía: puede contactarse con los espíritus comechingones para que ellos le cuenten sus costumbres y sus pesares, sus magias y su amor por la tierra. La novelita se llama “Una excursión a los comechingones”, solapado homenaje a Mansilla, y está en el libro Antiguos dueños de la tierra, velado referencia a la canción “Antiguos dueños de las flechas”.
La última vez que visité San Marcos Sierra, bajando hacia La Cumbre, vi a la izquierda del camino una cuesta de ripio flanqueada por el corte del cerro. Me convencí a mí mismo de que era la misma que llevaba a la planta de envasado de agua mineral, pero no me animé a girar y tomar ese camino. Tampoco se lo conté a mi padre, que todavía vivía, una vez de regreso. Era mejor dejarlo así, en el recuerdo, tal como la memoria lo conservaba para aquel viaje iniciático, ahora atravesado por una novelita donde se cruzaban un amor casi posible y la evocación de los hombres y mujeres originarios que habitaron aquellas tierras antes de que otros viajeros, pero con afanes criminales, les quitaran lo que era suyo.
* Hernán Carbonel escribe para el suplemento literario de La Gaceta de Tucumán y para la revista Acción Cooperativa. Es coordinador de redacción de la Fundación La balandra. Da talleres de lectura y produce y conduce programas de radio. Publicó los libros Antiguos dueños de la tierra (en conjunto con Mario Méndez y Jorge Grubissich), El chico que no crecía y otros cuentos (Galerna Infantil) y la investigación periodística El caso Arroyo Dulce. Ha colaborado, también, en varios medios gráficos y digitales, y algunos cuentos suyos fueron publicados en antologías. Recientemente la editorial La papa publicó Sedimentos, una recopilación de notas, ensayos breves, reseñas y críticas, en formato digital.
Me gustó.Muy bien el recuerdo de las sensaciones de ese niño.
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