Juana de América

Hoy, 8 de marzo, se cumple un nuevo aniversario del natalicio de Juana de Ibarbourou, poetisa y escritora uruguaya. Nuestro recuerdo desde Libro de Arena.




Por Laura Ávila


Juana de Ibarbourou era de Melo, un pueblito uruguayo cerca de  la frontera con Brasil. Nació en 1892, bajo el nombre sencillo de Juana Fernández. Sus padres no eran literatos, pero como a ella le gustaban los libros, le dieron de leer todo lo que pudieron. Era una niña alegre y vivía feliz, hasta que en la adolescencia le despuntó una belleza física que desbordó los límites de su casa y fue leyenda mucho más allá de su pueblo.

Juana empezó a escribir poesía. Sus versos eran como ella, frescos y luminosos. Muy segura de su destino de escritora, con 15 años recién cumplidos, mandaba sus poemas a los diarios de Montevideo. Algunos fueron publicados con su nom de plume de entonces, Jeannette d’Ibar.

Parecía que se venía un futuro de heroína de las letras. No le tenía miedo a las críticas y su voluntad para crear era inquebrantable.

Una tarde fue a un desfile militar, una de las pocas distracciones que había en Melo. Allí conoció al joven capitán Lucas Ibarbourou. Cayó enamorada. Con la misma tenacidad con la que creía en su futuro de poeta, se empeñó en casarse con él. El capitán le correspondió: apenas le dieron el traslado al departamento de Treinta y tres pidió su mano y se casaron. Vivieron dos años ahí y luego se trasladaron a Montevideo. 


En la ciudad de principios del Siglo XX alabaron mucho su belleza, pero Juana quería otros elogios. Mientras su capitán la tenía corta en la casa –era dominante y celoso- ella se dedicó a pulir unos poemas que le había dedicado. Logró publicar su primer libro a los 22 años. Se llamaba Las lenguas de diamante. Juana fue tan atrevida que le mandó una carta a Miguel de Unamuno para que opinara sobre sus versos. El viejo, desde España, le contestó con unas palabras muy elogiosas. Y ahí comenzó su ascenso. 

Publicó al hilo dos libros más, El cántaro fresco y Raíz salvaje, uno de prosa y otro de poesía. Sus escritos eran agrestes y hasta eróticos para la época, una especie de agua fresca que corría entre los márgenes de las hojas:


¡Ay! Quisiera llevarte conmigo

a dormir una noche en el campo

y en tus brazos pasar hasta el día

bajo el techo alocado de un árbol.

Soy la misma muchacha salvaje

que hace años trajiste a tu lado.


Los escritores de la época comenzaron a invitarla a sus tertulias. De España vinieron a visitarla Federico García Lorca y Juan Ramón Giménez. Su sonrisa y su talento eran bienvenidos en los salones literarios, pero el capitán Ibarbourou no estaba conforme con tanta exposición. Empezaron a llevarse mal. Primero fueron gritos y amenazas de parte del marido. Después, golpes.

Juana nunca se separó, pero aprendió a escindir su vida entre lo que pasaba puertas adentro de su casa y lo de afuera. Dentro era una mujer infeliz, sin voz ni voto, madre de un hijo que presenciaba esas violencias; fuera era Juana de América, la novia de un continente, con anillo y todo, porque así la desposaron en la legislatura uruguaya los escritores varones, orgullosos de su estrella.


Juana fue casada, cazada, sin poder disfrutar del todo de su belleza y su inteligencia. Pero su escritura nunca fue sumisa. La huella de la rebeldía puede verse en la temática de sus libros. De los primeros, que le cantaban al amor en explosión casi visceral, pasó a unos poemas profundos, sabios y sombríos, que hablaban del ocaso, el desamor, el patriarcado y la muerte. 

Veinte años estuvo casada Juana, hasta que Lucas de Ibarbourou murió. Juana se encontró en un mundo en donde ya era una mujer grande. Nunca se resignó a perder sus encantos físicos. Pasó por grandes depresiones que la hicieron adicta a la morfina. 


Pero siguió escribiendo, cada vez mejor. Hizo una novela para niños, Chico Carlo, que resultó un verdadero best seller y aún perdura en el tiempo. Tuvo un un amorío tardío con un médico argentino al que le llevaba 20 años.

Los poetas de la nueva generación, como Mario Benedetti y Juan Carlos Onetti, la hicieron a un lado. 

Su hijo Julito, para colmo, heredó el hábito de maltrato de su padre. La recluyó en su casa y cobraba por ella las regalías, dilapidándolas en el casino.

Juana se encerró en su dormitorio, desde donde le escribía cartas a ese mundo de afuera. Vivió hasta los 82 años, dueña de su corazón y sus pensamientos. 

Quizá hubiera sido otra si no se hubiera casado, si el mundo de entonces no hubiera sido tan cruel con las mujeres, si se hubiera animado a vivir con el fuego que todavía hoy se respira en sus libros. 

Desde este hoy, en este 8 de marzo de la mujer en lucha y en búsqueda,  te saludamos, Juana de América. En tus poemas seguís viviendo para siempre, joven, hermosa, libre y loca.



Comentarios

Entradas más populares de este blog

El crimen casi perfecto, de Roberto Arlt, Ilustrado por Decur

“Esa mujer”, de Rodolfo Walsh, por Ricardo Piglia

"El libro", un cuento breve de Sylvia Iparraguirre