Viajes: vindicaciones y refutaciones
Por Mario Méndez*
Tengo un padre viajero. Toda una declaración para empezar a escribir sobre viajes, ¿verdad? Un padre que, cuando yo era muy chico, me contaba sus aventuras de los años 50, cuando ganó un segundo premio de la lotería y se fue un año entero a Brasil. Un padre de quien mi madre me hablaba con bastante enojo cuando recordaba que la dejó esperando, otro año entero, en Mar del Plata, poco antes de que yo naciera, porque se había ido a vivir una aventura comercial. Se fue al Paraguay “a juntar la plata en pala”, pero fracasó, era obvio. Y conste que la dejó en Mar del Plata, para mi mamá una ciudad enorme y desconocida, habiendo venido poco tiempo antes, con ella, desde Trelew: mi viejo había viajado a la Patagonia, donde se conocieron, atraído por las ventajas aduaneras del famoso paralelo 42, a principios de los 60. Todo esto que me contaba mi padre también lo refería a la literatura, y a algunos de sus autores y libros favoritos, como Cronin, que había viajado a China y había escrito mucho sobre el imperio, o los famosos arqueólogos de la Kon Tikki, que en balsa se habían cruzado los mares para probar que América no solo había sido poblada desde el estrecho de Bering.
Queda claro que a mí los viajes me apasionaban. Si viajábamos en auto me anotaba los nombres de todos los pueblitos, pueblos y ciudades que “había conocido”, aunque más no fuera porque había visto el cartel en la ruta. Y ya de adolescente, sobre todo con la lectura de Rayuela, me apasioné con París, me dije que algún día tendría que pisar las calles por las que andaban la Maga y Oliveira. Por eso, cuando por fin fui, varias décadas después, me llevé un libro que me regaló un amigo, una edición de Rayuela con anotaciones de calles y lugares.
En mi cabeza y en mi corazón los viajes eran algo que no se podía discutir… hasta que leí la “Refutación de los viajes”, en las Crónicas del ángel gris, ese libro cuyas notas había empezado a leer en la revista Humor, y que me parecían sencillamente aluncinantes. En la Refutación, Alejandro Dolina plantea que a muchos hombres sensibles de Flores, el viaje porque sí, en una época donde llegarse a la China o al África está al alcance de “cualquier pelafustán” ya no representa la gran cosa. Cito: “En la época de los grandes viajes, un hombre occidental que alcanzaba a llegar a Pekín se ganaba el asombro general. Ir al Congo y regresar vivo era hazaña que alcanzaba a justificar la existencia toda. No hace falta decir que, en nuestros días, cualquier imbécil puede llegar a Pekín, al Congo, o a ambos lugares, sin despeinarse y sin despertar el asombro de nadie”. En la nota, Dolina hablaba luego de la Sociedad Pensamiento Fácil, cuyos miembros celebraban las obvias comodidades de los viajes modernos, así como de la Cooperativa Enemigos de los Viajes, “entidad sedentaria y conservadora que postulaba la conveniencia de no moverse”, así como de otra Sociedad, de signo completamente opuesto, de Viajeros perdidos, que sostenían que el viaje era la más idónea manera de adquirir sabiduría (“Se lo digo yo, que he visitado Albania” entre esta gente era un argumento irrefutable -dice Dolina-, así se estuviera discutiendo la formación de San Lorenzo).
Joven admirador de Dolina, le leí, en mis tiempos mocísimos, algunos de estos párrafos a mi viejo, convencido de que compartiría mis risotadas. No fue así, claro, y debí suponerlo. Al hombre que hoy, a los 93 años, sigue amagando con mudarse, y que en las dos últimas décadas (es decir, con más de 70 añitos sobre los hombros) vivió en Corrientes, Tandil -en dos temporadas diferentes-, Jeppener, San Vicente y Brandsen, era muy lógico que estas reflexiones le parecieran herejías.
Ahora, releyendo la nota de Dolina, y volviendo a reír, pienso en mí, en la influencia de mi viejo, en mis lecturas y en las suyas, en lo que he escrito (entre otras, dos novelas claramente de viajes, como Vuelta al Sur y El monstruo de las frambuesas, y probablemente alguna más) y por supuesto en mis propios viajes, y trato de encontrar una respuesta equilibrada. Dolina no solo es gracioso, es muy inteligente y puede ser profundo. Coincido con él cuando concluye en que “No está mal contemplar las catedrales góticas, los canales de Venecia o la gran muralla. Sí esta mál creer que esas contemplaciones darán sentido a la vida. Para encontrarse con uno mismo no es necesario caminar mucho”. Y pienso que, a pesar de esta coincidencia, sí creo que algunos viajes, solo algunos, desde luego no todos, pueden dar sentido a la vida. El que hizo mi vieja cuando dejó la cordillera para buscar una vida mejor en la Argentina, o el que hice yo, hace tan poco, un par de días después de que ella se fuera para siempre, de vuelta hacia el sur, llevando su recuerdo, acompañado y refugiado por mi familia pequeña, son dos buenos ejemplos.
* Mario Méndez es integrante del Programa Bibliotecas para Armar desde sus inicios. Docente, escritor y editor, en la actualidad coordina talleres y ciclos de cine y literatura para adultos y de encuentros alrededor de la Literatura infantil y Juvenil.
Ha publicado, entre otras, las novelas El monstruo de las Frambuesas, Cabo Fantasma (premio Fantasía de Narrativa 1998, publicada en Bolivia), Los buscadores del Tuyú, El aprendiz, Ana y las olas, El viejo de la biblioteca, Vuelta al sur, Nicanor y la luna, El que no salta es un holandés y Las sonrisas perdidas. Algunos de sus cuentos se encuentran reunidos en los libros El partido, Noches siniestras en Mar del Plata, La niña momia, Antiguos monstruos, Noticias del amor y Gigantes (Destacado de ALIJA 2011).
Participó de la antología Quien soy. Relatos sobre identidad, nietos y reencuentros, que obtuvo el Gran Premio ALIJA 2013 y fue traducido al italiano.
En 2021 su novela Zimmers recibió una Mención especial en el Premio Nacional de Literatura.
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