"El regalo de los Reyes Magos", de O. Henry
El domingo 11 se cumplen 160 años del nacimiento del cuentista estadounidense O. Henry, uno de los maestros del relato realista. Sus cuentos, por lo general, están ambientados en Nueva York y narran la vida de la gente común. En un relato que transcurre en el Oeste, creó el personaje de Cisco Kid, que llegó al cómic y al cine. Recordamos a O. Henry compartiendo uno de sus relatos: "El regalo de los Reyes Magos".
Un dólar y ochenta y
siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos
ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el
carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la
silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia
los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente
era Navidad.
Evidentemente
no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia
lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de
sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.
Mientras la dueña de
casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una
mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No
era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo
habría descrito como tal.
Abajo, en la entrada,
había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual
no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una
tarjeta con el nombre de “Señor James Dillingham Young”.
La palabra
“Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior
período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales.
Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de
“Dillingham” se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en
reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando el señor James Dillingham
Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían “Jim” y era
cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos
presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.
Delia dejó de llorar y
se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la
ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una
verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía
solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim.
Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con
veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores
de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete
centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas
felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo
que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de
pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo
entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un
departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse
en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era
esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la
ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su
rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus
cabellera y la dejó caer cuan larga era.
Los Dillingham eran
dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de
oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la
cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento
frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la
ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de
Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros
apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado
delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.
La hermosa cabellera
de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas.
Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y
entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se
sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la
raída alfombra roja.
Se puso su vieja y
oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el
brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las
escaleras para salir a la calle.
Donde se detuvo se
leía un cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia subió
rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado
blanca, fría, no parecía la “Sofronie” indicada en la puerta.
-¿Quiere comprar mi
pelo? -preguntó Delia.
-Compro pelo -dijo
Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.
La áurea cascada cayó
libremente.
-Veinte dólares -dijo
Madame, sopesando la masa con manos expertas.
-Démelos
inmediatamente -dijo Delia.
Oh, y las dos horas
siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan
vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.
Al fin lo encontró.
Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como
ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino,
de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y
no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto… tal como ocurre siempre con
las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta
de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin
aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún
dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa
cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de
cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar
la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una
cadena.
Cuando Delia llegó a
casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus
tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos
por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos,
una tarea gigantesca.
A los cuarenta minutos
su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían
parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con
ojos críticos, largamente.
“Si Jim no me mata, se
dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de
Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber
hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?.”
A las siete de la
noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir
la carne.
Jim no se retrasaba
nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que
quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus
pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida.
Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas
cotidianas y ahora murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”.
La puerta se abrió,
Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía
veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un
abrigo nuevo y no tenía guantes.
Jim franqueó el umbral
y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz.
Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo
interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de
desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella
hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una
expresión extraña.
Delia se levantó
nerviosamente y se acercó a él.
-Jim, querido
-exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la
Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No
podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y
seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!
-¿Te cortaste el pelo?
-preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho
tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.
-Me lo corté y lo
vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo
siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?
Jim pasó su mirada por
la habitación con curiosidad.
-¿Dices que tu pelo ha
desaparecido? -dijo con aire casi idiota.
-No pierdas el tiempo
buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es
Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber
contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero
nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.
Pasada la primera
sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos
miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia.
Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un
matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los
Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre
ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.
Jim sacó un paquete
del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.
-No te equivoques
conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial,
harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás
por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.
Los blancos y ágiles
dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso
grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un
histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato
despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.
Porque allí estaban
las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia
había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran
unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con
joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora
desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente
había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de
poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser
adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.
Pero Delia las oprimió
contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una
débil sonrisa, y dijo:
-¡Mi pelo crecerá muy
rápido, Jim!
Y enseguida dio un
salto como un gatito chamuscado y gritó:
-¡Oh, oh!
Jim no había visto aún
su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su
mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y
ardiente espíritu de Delia.
-¿Verdad que es
maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar
la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve
con ella puesta.
En vez de obedecer,
Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.
-Delia -le dijo-
olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos
para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y
ahora pon la carne al fuego.
Los Reyes Magos, como
ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron
regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de
Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la
ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar
repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de
dos jóvenes atolondrados que vivían en un departamento y que insensatamente
sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero,
para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen
regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos,
los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes
Magos.
Publicado
en The New York Sunday World, 1905
El regalo de los Reyes Magos
Los cuatro azules, 2016.
El regalo de los Reyes Magos
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