Mientras miramos las nuevas olas

Ayer, martes 13, murió Jean-Luc Godard en Suiza. Con él muere un poco el mismísimo cine.


Por Laura Ávila


Lo mejor de las pelis de Godard, para mí, son los espacios omitidos en el montaje, aquello que está en el off del encuadre y sus tiempos pero que, como los silencios en la música, ayudan a darle un tono, un cuerpo, a la cadencia del relato.

Ver alguna de sus obras es darle lugar al juego y a la imaginación. Es reírse del cine de industria, de esa receta de falsa emulación de la realidad.

Lo suyo se acercaba a la poesía, era una puesta en escena de aquello que no se puede explicar, ni enseñar, ni mucho menos guionar. Quizá por eso yo lo odiaba en la escuela de cine, porque sus películas eran pura respiración y asombro, algo que no se podía hacer nada más que haciéndolo. 

Jean-Luc Godard nació en 1930, en Francia, pero pasó su infancia en Suiza porque su papá era banquero. En su adolescencia quiso volver a Francia, en donde ingresó a la Sorbona para estudiar Etnología, una ciencia hoy un poco olvidada que tenía a la diversidad cultural como objeto de estudio. 

En sus días de universidad conoció a unos muchachos que editaban una revista con tapas amarillas. Estaban locos por el cine y reseñaban a Hitchcock y a Fritz Lang, desdeñando al cine convencional de Hollywood.

Godard empezó a escribir sobre cine, también. Logró que lo publicaran en esos Cahiers du Cinéma mientras visitaba cineclubes y absorbía todo lo que miraba. Su necesidad de pasar a la acción lo llevó a descuidar sus estudios y dedicarse a filmar. 

Su primera película, À bout de souffle, (Sin aliento, 1959) fue hija absoluta de la frescura. El hombre era un fresco, sans doute, no le importaba nada: ese chapuzón de su nueva ola se cagaba en el montaje canónico y rompía la cuarta pared. Supo vivir esa aventura de adentrarse en mares desconocidos, que sin embargo tenían islas de anclaje en el neorrealismo italiano y las enseñanzas de los viejos maestros del cine ruso. Dicen que filmó sin guion, por el puro placer estético de romper estructuras. Le quedó impresa la quintaesencia del cine, ese perfume casi inaprensible que sin embargo emborracha de gusto en esa pareja protagónica de Belmondo y Jean Seberg.

La primera película suya que vi fue Vivre sa vie, con Anna Karina, actriz emblemática que luego terminó siendo su pareja. Esa forma clara y concisa de contar una historia, de meterse con un tema como la prostitución y el libre albedrío, de generar sentimiento y pensamiento desde la parquedad más explícita, desde la economía de las palabras y la hondura de los planos, fue una lección de cine muy difícil de olvidar.

Godard defendió y militó el Mayo Francés, fue maoísta, filmó documentales de  los Rolling Stones, ganó muchos festivales, escribió tratados cinematográficos. Hoy, a los 91 años, se cansó de vivir.

Intentó retratar personajes que se oponían, con su rebeldía, a este sistema injusto y deprimente. Su mayor logro fue dar testimonio, en su estilo disruptivo, de todas aquellas y aquellos y aquelles que buscaban su propia felicidad, sin reparos ni reglas.


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