Memorias de África, de Isak Dinesen
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La granja de Ngong
Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong. El ecuador atravesaba aquellas tierras altas a un centenar de millas al norte, y la granja se asentaba a una altura de unos seis mil pies. Durante el día te sentías a una gran altitud, cerca del sol, las primeras horas de la mañana y las tardes eran límpidas y sosegadas, y las noches frías.
La situación geográfica y la altitud se combinaban para formar un paisaje único en el mundo. No era ni excesivo ni opulento; era el África destilada a seis mil pies de altura, como la intensa y refinada esencia de un continente. Los colores eran secos y quemados, como los colores en cerámica. Los árboles tenían un follaje luminoso y delicado, de estructura diferente a la de los árboles en Europa; no crecían en arco ni en cúpula, sino en capas horizontales, y su forma daba a los altos árboles solitarios un parecido con las palmeras, o un aire romántico y heroico, como barcos aparejados con las velas cargadas, y los linderos del bosque tenían una extraña apariencia, como si el bosque entero vibrase ligeramente. Las desnudas y retorcidas acacias crecían aquí y allá entre la hierba de las grandes praderas, y la hierba tenía un aroma como de tomillo y arrayán de los pantanos; en algunos lugares el olor era tan fuerte que escocía las narices. Todas las flores que encontrabas en las praderas o entre las trepadoras y lianas de los bosques nativos eran diminutas, como flores de las dunas; tan sólo en el mismísimo principio de las grandes lluvias crecía un cierto número de grandes y pesados lirios muy olorosos. Las panorámicas eran inmensamente vacías. Todo lo que se veía estaba hecho para la grandeza y la libertad, y poseía una inigualable nobleza.
La principal característica del paisaje y de tu vida en él era el aire. Al recordar una estancia en las tierras altas africanas te impresiona el sentimiento de haber vivido durante un tiempo en el aire. Lo habitual era que el cielo tuviera un color azul pálido o violeta, con una profusión de nubes poderosas, ingrávidas, siempre cambiantes, encumbradas y flotantes, pero también tenía un vigor azulado, y a corta distancia coloreaba con un azul intenso y fresco las cadenas de colinas y los bosques. A mediodía el aire estaba vivo sobre la tierra, como una llama; centelleaba, se ondulaba y brillaba como agua fluyendo, reflejaba y duplicaba todos los objetos, creando una gran Fata Morgana. Allí arriba respirabas a gusto y absorbías seguridad vital y ligereza de corazón. En las tierras altas te despert abas por la mañana y pensabas: «Estoy donde debo estar».
La montaña de Ngong se extiende, como una larga cordillera, de norte a sur y está coronada por cuatro majestuosos picos que, como olas inmóviles azul oscuro, se recortan contra el cielo. Tiene una altura de ocho mil pies sobre el nivel del mar y al este dos mil pies sobre la tierra que le rodea; pero hacia el oeste la vertiente es más profunda y empinada: las colinas bajan verticalmente hacia el valle de la Falla Grande.
El viento en las tierras altas soplaba de modo continuo de norte a nordeste. Es el mismo viento que por las costas de costas de África y Arabia llaman el Monzón, el viento del este, que era el caballo favorito del rey Salomón. Allí arriba se sentía simplemente la resistencia del aire, como la tierra al lanzarse hacia adelante en el espacio. El viento corría directamente contra las colinas de Ngong y sus laderas ofrecían un lugar ideal para los planeadores, que podían ser levantados por las corrientes por encima de la montaña. Las nubes, que viajaban con el viento, chocaban contra las laderas de la colina y quedaban colgadas o eran atrapadas en la cima y rompían en lluvia. Pero las que iban más altas y evitaban el escollo se disolvían hacia el oeste, sobre el ardiente desierto del valle de la Falla. Muchas veces he seguido desde mi casa el avance de esas maravillosas procesiones, admirando sus orgullosas masas flotantes, que en seguida pasaban las colinas, se perdían en el aire azul y desaparecían.
Las colinas, vistas desde la granja, cambiaban de aspecto muchas veces durante el día, en ocasiones parecían muy cercanas y otras muy lejanas. Por la tarde, al oscurecer, parecía al principio como si en el cielo se hubiera dibujado una delgada línea plateada siguiendo la silueta de la montaña ensombrecida; luego, al caer la noche, los cuatro picos parecían planos y alisados, como si la montaña se hubiera extendido y estirado.
Desde las colinas de Ngong se tiene una vista única: hacia el sur se extienden las vastas llanuras del gran cazadero que llegan hasta el Kilimanjaro; hacia el este y hacia el norte la región que es como un parque, de colinas bajas con bosques detrás, y el terreno ondulante de la reserva kikuyu, que llega hasta el monte Kenya, a cien millas de distancia —un mosaico de pequeños campos de maíz cuadrados, huertos de plátanos y pastos, el humo azul aquí y allá de una aldea nativa como un pequeño grupo de toperas puntiagudas—. Pero hacia el oeste, muy abajo, yace el seco, el lunar paisaje de las tierras bajas africanas. El desierto pardo está irregularmente moteado por pequeñas matas de arbustos espinosos, los serpenteantes lechos de los ríos siguen el trazo de tortuosas sendas de color verde oscuro; esos son los bosques de las poderosas mimosas con sus grandes ramas, con espinas como púas; allí crecen los cactus y es el hogar de la jirafa y el rinoceronte.
Cuando se penetra en la región de las colinas una se da cuenta de que es tremendamente grande, misteriosa y pintoresca; variada, con sus largos valles, matorrales, verdes laderas y peñascos escarpados. A gran altura, bajo uno de los picos, hay incluso un bosquecillo de bambúes. Hay manantiales y pozos en las colinas; he acampado allá arriba junto a ellos-
En mi época en las colinas de Ngong vivían el búfalo, el alce africano y el rinoceronte —los nativos más viejos recordaban un tiempo en que había elefantes—; y siempre lamenté que la montaña entera de Ngong no estuviera dentro de la Reserva. Sólo una pequeña parte estaba dentro de ella y el faro del pico del sur señalaba su límite. Al prosperar la colonia y convertirse Nairobi, la capital, en una ciudad grande, las colinas de Ngong podrían haber sido un cazadero sin par. Pero durante mis últimos años en África muchos de los jóvenes que trabajaban en el comercio de Nairobi venían hasta las colinas los domingos en motocicleta y disparaban contra todo lo que veían, y supongo que la caza mayor se habrá ido de las colinas, más hacia el sur, a través de los matorrales espinosos y el terreno pedregoso.
Se caminaba fácilmente por las colinas y hasta por los cuatro picos; la hierba era tan corta como la de un prado y entre ella aparecían de vez en cuando piedras grises. A lo largo de la cordillera, subiendo y bajando los picos, como un tren de cremallera suavemente empinado, había un estrecho sendero de caza. Una mañana, cuando estaba de acampada, subí y recorrí el sendero y encontré huellas frescas y estiércol de una manada de alces africanos. Los grandes y pacíficos animales debieron de subir hasta allí arriba al amanecer, caminando en una larga fila, y no puedo imaginarme que tuvieron otra razón más que la de mirar, flanqueados por grandes profundidades, la tierra que se extendía muy abajo.
En mi granja cultivábamos café. La tierra, sin embargo, era un poco alta, demasiado para ello y resultaba muy difícil sacarlo adelante; nunca nos hicimos ricos con el cafetal. Pero un cafetal es algo que se apodera de ti y no te suelta, y siempre hay algo que hacer: por lo general siempre estás atrasada en el trabajo.
En la fragosidad e irregularidad de la región, un trozo de tierra cultivado y cuidado según las reglas parecía muy hermoso. Más tarde, cuando volé sobre África y me familiaricé con el aspecto que ofrecía mi granja desde el aire, empecé a admirar mi cafetal, que resplandecía de un verde brillante en medio del gris verdoso de las tierras que lo rodeaban, y me di cuenta de cuánto necesitan las mentes humanas de las figuras geométricas. Toda la zona de Nairobi, especialmente el norte de la población, está dividida de la misma forma y allí vive una gente que piensa y habla constantemente de plantar, podar o recolectar café, y que durante la noche, en la cama, continúa meditando sobre cómo mejorar sus cafetales.
Cultivar café es trabajo que requiere mucha paciencia. No se parece en absoluto al que te imaginabas cuando joven y llena de esperanza cogías tus cajas de relucientes esquejes de café del vivero, bajo una lluvia torrencial, y veías cómo los trabajadores de la granja ponían las plantas en hileras regulares de agujeros en la tierra húmeda y luego las protegían del sol con ramas arrancadas de los arbustos, porque la oscuridad es privilegio de lo que es joven. En cuatro o cinco años los árboles comienzan a dar frutos, pero entre tanto hay sequías, enfermedades y crecen tenaces semillas de maleza nativa —black jack—, cuyas largas y ásperas vainas se pegan a tus ropas y a tus medias. Algunos de los árboles, mal plantados, con sus raíces primarias torcidas, morirán al empezar a florecer. Se plantan poco más de seiscientos árboles por acre; y yo tenía seiscientos acres de tierra con café; pacientemente mis bueyes arrastraban las escarbadoras por los campos, arriba y abajo, entre las hileras de árboles, muchos miles de millas, esperando una futura recompensa. Hay momentos de gran belleza en un cafetal. Cuando florecía la plantación, al principio de las lluvias, había una visión radiante, como una nube de tiza en la neblina y la llovizna, en seiscientos acres de tierra. La flor del café tiene un delicado aroma, ligeramente amargo, como la flor del endrino. Cuando los frutos maduros enrojecían el campo, todas las mujeres y niños, a los que denominaban totos, eran llamados para recoger el café de las plantas, junto con los hombres; luego los carros y carretas llevaban el café hasta la factoría cercana al río. Nuestra maquinaria nunca fue muy buena, pero nosotros proyectamos y construimos la factoría y la apreciábamos mucho.
Una vez la factoría se quemó y tuvimos que reconstruirla. El gran secador de café daba vueltas y vueltas, haciendo sonar los granos en sus tripas de hierro como si fueran guijas que el mar lava en sus orillas. A veces el café se secaba en plena noche y entonces había que sacarlo del secador. Era un hermoso momento, con las linternas encendidas en la grande y sombría sala de la fábrica, llena por todas partes de telarañas y cáscaras de café, y los impacientes y relucientes rostros oscuros, a la luz de las lámparas alrededor del secador; sentías como si la factoría estuviera suspendida en la gran noche africana como una joya resplandeciente en la oreja de un etíope. Después el café era descascarillado, clasificado y seleccionado a mano, y luego empaquetado en sacos cosidos con una aguja de talabartero.
(…)
Isak Dinesen
Alfaguara, 2011.
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